Viaje a Ixtlán (18 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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Nos adentramos en una profunda cañada y luego subimos uno de sus lados hasta una pequeña meseta en la empinada ladera de una montaña enorme. Es­tábamos bastante alto, casi en la cima.

Don Juan trepó a una gran roca en el extremo de la meseta y me ayudó a hacer lo mismo. La roca estaba colocada en tal forma que parecía una cúpula sobre muros escarpados. Le dimos la vuelta, cami­nando despacio. Finalmente, tuve que sentarme para seguir el recorrido, asiéndome a la superficie con los talones y las manos. Estaba empapado de sudor y tenía que secarme las manos repetidas veces.

Desde el otro lado, pude ver una cueva muy gran­de, de escasa hondura, cerca de la cima de la mon­taña. Parecía un recinto esculpido en la roca. La erosión había formado, en la piedra arenisca, una especie de balcón con dos columnas.

Don Juan dijo que íbamos a acampar allí, que ése era un sitio muy seguro por ser demasiado poco pro­fundo para cubil de leones o de cualquier otra fiera, demasiado abierto para nido de ratas, y demasiado ventoso para los insectos. Rió y dijo que era un sitio ideal para el hombre, porque ninguna otra criatura viviente podía soportarlo.

Trepó hacia allá como una cabra montés. Me ma­ravilló su estupenda agilidad.

Lentamente me arrastré, sentado, roca abajo, y luego traté de subir corriendo la ladera de la mon­taña con el fin de alcanzar la saliente. Los últimos metros me agotaron por completo. En son de broma, pregunté a don Juan cuántos años tenía en realidad. Opiné que, para llegar al lugar como él lo había hecho, era necesario ser muy joven y estar en perfec­tas condiciones.

—Soy tan joven como quiero —dijo él—. Esto tam­bién es cosa de poder personal. Si vas juntando poder, tu cuerpo puede realizar hazañas increíbles. En cam­bio, si disipas el poder, te pones viejo y gordo de la noche a la mañana.

El largo de la saliente estaba orientado en una línea este-oeste. El lado abierto de la configuración que semejaba un balcón que daba hacia el sur. Ca­miné hasta el extremo oeste. La vista era estupenda. La lluvia nos había sacado la vuelta. Se veía como una lámina de material transparente colgada sobre la tierra baja.

Don Juan dijo que teníamos suficiente tiempo para construir un albergue. Me dijo que apilara todas las rocas que pudiese llevar al reborde mientras él jun­taba ramas para hacer un techo.

En una hora, había construido un muro de 30 cen­tímetros de espesor en el extremo oriental de la sa­liente. Tendría más de medio metro de largo y casi un metro de alto. Tejiendo y atando unos bultos de ramas que había reunido, don Juan hizo un te­cho; lo aseguró a dos palos largos terminados en hor­queta. Otro lado del mismo largo, sujeto al techo en sí, lo sostenía del otro lado del muro. La estructura parecía una mesa alta con tres patas.

Don Juan tomó asiento bajo ella, cruzando las piernas, en la orilla misma del reborde. Me indicó sentarme junto a él, a su derecha. Permanecimos callados un rato.

Don Juan rompió el silencio. Dijo en un susurro que yo debía actuar como si no hubiera nada fuera de lo común. Pregunté si habría de hacer algo en par­ticular. Respondió que me pusiera a escribir, como si estuviera ante mi escritorio sin ninguna otra preocu­pación en el mundo. En determinado momento él me daría un codazo y entonces yo debía mirar hacia donde sus ojos señalaran. Me advirtió que, viera lo que viese, no pronunciara una sola palabra. Sólo él podía hablar con impunidad, porque era conocido de todos los poderes en esas montañas.

Seguí sus instrucciones y escribí durante más de una hora. Me embebí en la tarea. De pronto sentí un leve toque en el brazo y vi que los ojos y la cabeza de don Juan se movían para señalar un banco de niebla que se hallaba a unos doscientos metros de dis­tancia y descendía de la cima de la montaña. Don Juan me susurró al oído, en un tono apenas audible incluso a tan corta distancia.

—Mueve los ojos de un lado a otro a lo largo del banco de niebla —dijo—. Pero no lo mires de lleno. Abre y cierra los ojos y no los enfoques en la niebla. Cuando veas un sitio verde en el banco de niebla, señálamelo con los ojos.

Moví los ojos de izquierda a derecha a lo largo del banco de niebla que lentamente caía sobre nosotros. Pasó tal vez media hora. Estaba oscureciendo. La nie­bla se movía con extrema lentitud. En cierto momen­to, tuve la sensación súbita de haber vislumbrado un leve resplandor a mi derecha. En un principio creí haber visto un sector de matorral verde a través de la niebla. Al mirarlo directamente no notaba nada, pero mirando sin enfocar podía percibir una vaga zona verdosa.

La señalé a don Juan. Él achicó los ojos y la ob­servó.

—Enfoca los ojos en ese lugar —me susurró al oído—. Mira sin parpadear hasta que
veas
.

Quise preguntar qué se suponía que yo viera, pero él me miró con fiereza como para recordarme que no debía hablar.

Observé de nuevo. El trozo de niebla que había descendido colgaba como un pedazo de materia sólida. Se alineaba en el sitio justo donde advertí el tinte verde. Conforme mis ojos se fatigaban de nuevo, y bizqueaban, vi primero el trozo de niebla superpues­to al banco de niebla, y luego vi entre ambos una delgada tira de niebla que parecía una escueta es­tructura sin soportes, un puente que unía la mon­taña por encima de mí y el banco de niebla frente a mí. Por un momento creí ver cómo la niebla trans­parente, empujada montaña abajo por el viento, pa­saba por el puente sin alterarlo. Era como si el puente fuese en verdad sólido. En cierto instante el espejismo se hizo tan completo que yo podía discernir la oscu­ridad de la parte bajo el puente propiamente dicho, en contraste con el claro color arenoso de su costado.

Atónito, contemplé el puente. Y entonces me alcé a su nivel, o bien el puente bajó al mío. De pronto me hallaba mirando una viga recta frente a mí. Era una viga sólida inmensamente larga, angosta y sin barandales, pero lo bastante amplia para caminar so­bre ella.

Don Juan me sacudió vigorosamente por el brazo. Sentí mi cabeza oscilar de arriba a abajo y luego noté que los ojos me ardían terriblemente. Me los froté en forma por entero inconsciente. Don Juan siguió sacudiéndome hasta que volví a abrirlos. Virtió agua del guaje en el cuenco de su mano y me roció la cara. La sensación fue muy desagradable. Tan fría estaba el agua que sentí las gotas como llagas en la piel. Advertí entonces que tenía el cuerpo muy caliente. Estaba febril.

Apresuradamente, don Juan me dio de beber y luego salpicó agua en mis oídos y mi cuello.

Oí, muy fuerte, un grito de ave, extraño y prolon­gado. Don Juan escuchó con atención un instante y luego empujó con el pie las rocas del muro, derri­bando el techo. Lo arrojó en los matorrales y, una por una, tiró las piedras por el borde.

—Bebe un poco de agua y masca tu carne seca —susurró en mi oído—. No podemos quedarnos aquí. Ese grito no fue de pájaro.

Descendimos del reborde y empezamos a caminar aproximadamente hacia el este. De un momento a otro oscureció tanto que era como si hubiese una cortina frente a mis ojos. La niebla se antojaba una ba­rrera impenetrable. Nunca me había dado cuenta de lo paralizante que era la niebla de noche. No po­día concebir cómo caminaba don Juan. Yo me asía a su brazo como un ciego.

De algún modo, tenía la sensación de caminar al borde de un precipicio. Mis piernas rehusaron seguir adelante. Mi razón confiaba en don Juan y se hallaba dispuesta a proseguir, pero no así mi cuerpo, y don Juan tuvo que arrastrarme en la oscuridad total.

Debe haber conocido el terreno hasta el último detalle. En cierto punto se detuvo y me hizo tomar asiento. Yo no me atrevía a soltar su brazo. Mi cuerpo sentía, sin el menor lugar a dudas, que me hallaba sentado en un monte pelado con forma de cúpula, y que si me movía una pulgada a la derecha caería, sobrepasado el punto de tolerancia, en un abismo. Estaba yo absolutamente seguro de encontrarme en una ladera curva, porque mi cuerpo se movía incons­cientemente a la derecha. Pensé que lo hacía para conservar la verticalidad, de modo que intenté com­pensar inclinándome a la izquierda, contra don Juan, lo más posible.

De repente, don Juan se apartó de mí, y sin el apoyo de su cuerpo caí al suelo. Al tocar tierra reco­bré mi sentido del equilibrio. Yacía en un área llana. Empecé a explorar a tientas mi entorno inmediato. Reconocí hojas y ramas secas.

Hubo un súbito relámpago que iluminó toda la zona, y un trueno tremendo. Vi a don Juan de pie a mi izquierda. Vi árboles enormes y una cueva pocos metros detrás de él.

Don Juan me dijo que me metiera en el hoyo. En­tré por él, reptando, y me senté de espaldas contra la roca.

Sentí a don Juan inclinarse sobre mí para susurrar que yo debía guardar silencio completo.

Hubo tres relámpagos, uno tras otro. De un vis­tazo percibí a don Juan sentado a mi izquierda con las piernas cruzadas. La cueva era una configuración cóncava lo bastante grande para que dos o tres personas se sentaran dentro. El hoyo parecía haber sido labrado en la parte inferior de un peñasco. Sentí que en verdad había sido perspicaz el entrar arrastrándome, porque de haberlo hecho erguido me habría golpeado la cabeza contra la roca.

El brillo de los relámpagos me daba una idea de la densidad del banco de niebla. Noté los troncos de árboles gigantescos como siluetas oscuras contra la opaca masa gris claro de la niebla.

Don Juan susurró que la niebla y el rayo estaban confabulados y que yo debía realizar una vigilia ago­tadora porque estaba metido en una batalla de poder. En ese momento, un espléndido destello hizo fantas­magórica toda la escena. La niebla era como un filtro blanco que escarchaba la luz de la descarga eléctrica y la difundía uniformemente; la niebla era como una densa sustancia blanquecina colgada entre los altos árboles, pero justo frente a mí, al nivel del suelo, la niebla estaba disipándose. Discerní con claridad las características del terreno. Estábamos en un bosque de pinos. Árboles de gran altura nos rodeaban. Eran tan extremadamente grandes que, de no haber sabido previamente nuestro paradero, yo podría haber ju­rado que nos hallábamos entre los gigantescos pinos rojos de California.

Hubo un bombardeo de rayos que duró varios mi­nutos. Cada destello hacía más discernibles los deta­lles que yo había observado. Al frente de mí vi un sendero definido. No tenía vegetación. Parecía ter­minar en un espacio despejado de árboles.

Los relámpagos eran tan frecuentes que no me era posible saber de dónde venía cada uno. Sin embargo, el contorno se iluminaba tan profusamente que me sentía mucho más tranquilo. Mis temores e incerti­dumbres habían desaparecido apenas hubo luz sufi­ciente para alzar la pesada cortina de la oscuridad.

Así, cuando se produjo una larga pausa entre los des­tellos, la negrura en torno ya no me desorientó.

Don Juan susurró que probablemente ya había yo vigilado bastante, y que debía enfocar mi atención en el sonido del trueno. Para mi asombro, advertí que no había hecho ningún caso del trueno, pese al hecho de que en verdad era tremendo. Don Juan añadió que siguiera yo el sonido y mirara en la di­rección de la cual pareciera venir.

Ya no había estallidos continuos de rayos y truenos, sino sólo destellos esporádicos de luz y sonido inten­sos. El trueno parecía venir siempre de mi derecha. La niebla se alzaba y, ya acostumbrado a las tinie­blas, yo podía discernir masas de vegetación. El rayo y el trueno continuaban, y de pronto se abrió todo el lado derecho y pude ver el cielo.

La tormenta eléctrica parecía desplazarse hacia mi derecha. Hubo otro relámpago y vi una montaña distante a mi extrema derecha. La luz iluminó el trasfondo, dejando en silueta la voluminosa masa de la montaña. Vi árboles en su cima; parecían pulcros recortes negros superpuestos al cielo blanco brillante. Vi incluso nubes tipo cúmulo sobre las montañas.

La niebla se había disipado por entero en torno nuestro. Soplaba un viento continuo y yo oía crujir las ramas de los grandes árboles a mi izquierda. La tormenta eléctrica estaba demasiado lejos para ilumi­nar los árboles, pero sus masas oscuras permanecían discernibles. La luz de la tormenta me permitió esta­blecer, sin embargo, que había a mi derecha una cor­dillera distante y que el bosque se hallaba limitado hacia el lado izquierdo. Al parecer miraba yo un valle oscuro, que no podía ver en absoluto. La cordillera sobre la cual tenía lugar la tormenta eléctrica estaba en el otro lado del valle.

Entonces comenzó a llover. Pegué la espalda a la roca lo más que pude. Mi sombrero servía como una buena protección. Me hallaba sentado con las rodillas contra el pecho, y sólo se mojaron mis pantorrillas y mis zapatos.

Llovió largo rato. La lluvia era tibia. La sentía contra los pies. Y luego me dormí.

Me despertó el ruido de los pájaros. Miré alrededor buscando a don Juan. No estaba allí; de ordinario me hubiera preguntado si no me habría dejado solo en ese sitio, pero el sobresalto de ver en torno casi me paralizó.

Me puse en pie. Mis piernas estaban empapadas, el ala de mi sombrero se había reblandecido y tenía aún un poco de agua, que me cayó encima. No es­taba en ninguna cueva, sino bajo unos arbustos es­pesos. Experimenté un momento de confusión sin pa­ralelo. Me hallaba parado en un pedazo de tierra llana entre dos cerritos cubiertos de matas. No había árboles a mi izquierda ni valle a mi derecha. Justo frente a mí, donde vi el camino en el bosque, había un arbusto gigantesco.

Rehusé creer lo que presenciaba. La incongruencia de mis dos versiones de realidad me hizo tentalear en busca de cualquier explicación. Se me ocurrió que era perfectamente posible que don Juan, aprovechan­do mi profundo sueño, me hubiera llevado a cuestas hasta otro sitio sin despertarme.

Examiné el lugar donde había estado dormido. La tierra estaba seca, y lo mismo en el sitio de junto, el que ocupó don Juan.

Lo llamé un par de veces y luego tuve un ataque de angustia y bramé su nombre lo más fuerte que pude. Salió detrás de unas matas. Inmediatamente me di cuenta de que él sabía lo que pasaba. Su sonrisa tenía tanta malicia que acabé por sonreír a mi vez.

No quería perder tiempo jugando con él. Dije sin más ni más lo que me ocurría. Expliqué con todo el cuidado posible cada detalle de mi prolongada alu­cinación nocturna. Escuchó sin interrumpir. No podía, sin embargo, conservar la seriedad, y dos veces le ganó la risa, pero recobró en el acto la compos­tura.

En tres o cuatro ocasiones pedí sus comentarios; se limitó a menear la cabeza como si todo el asunto fue­ra también incomprensible para él.

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