—¿Qué esperabas? Tía, creo que ya es hora de que contrates a alguien para echarnos una mano. Esta casa es muy grande. Empieza a notarse que necesitamos ayuda, ayuda diaria.
—Tienes razón. Preguntaré a las monjas a ver si pueden mandarnos alguna chica.
Madelaine la miró asombrada. ¿Así, tan fácil?
—Lo que no entiendo es por qué no lo habías hecho hasta ahora.
—Hasta ahora no ha sido necesario —respondió la tía Clara comprobando que la mesa estaba puesta con propiedad—. Ya veo que no has olvidado tus buenas maneras.
—¿Cómo podría, si me las metisteis con sangre?
—Tampoco exageres —replicó la tía Clara con una medio sonrisa—. Siempre tuviste a Rosario para echarte un capote. ¿A qué huele?
—A gardenia blanca —respondió Madelaine señalando una vela que se quemaba sobre el velador.
En ese momento, entró en el comedor José Luis.
—¡Ya pensaba que tendría que ir a buscarlo! —saltó Madelaine.
—Disculpen, es que me he perdido. Soy muy despistado. Supongo que usted es doña Clara —dijo extendiéndole la mano en señal de saludo.
La tía Clara le ofreció su mano blanda, suave y huesuda, helada. No estaba acostumbrada a dar la mano. Era cosa de hombres. En su ambiente, una mujer solo extendía la mano para que se la besaran, y de la última vez que unos labios se habían posado sobre su piel había pasado mucho, muchísimo tiempo.
José Luis tomó el asiento que había quedado libre frente a Madelaine. La tía Clara presidía la mesa y le hizo un gesto al fiscalista para que se sirviera de la gazpachera, cosa que hizo.
—Así que nuestra situación es complicada —comenzó la tía Clara—. Disculpe mi franqueza pero a mis años ya no tengo tiempo que perder.
Madelaine se había quedado sorprendida. La tía Clara no solía hablar de negocios en la mesa. Negocios, salud, religión y política eran asuntos de mal gusto en la mesa de los Martínez Durango. A José Luis le sorprendió la rapidez para entrar en el tema pero lo agradeció. Tampoco él pretendía hacer amigos sino cumplir con su trabajo lo antes posible y marcharse de allí.
—Todavía no me hago una idea de cuánto tiempo necesitaré. Espero que no pase del mes. Dudo que, exceptuando a la duquesa de Alba, exista un patrimonio como el de ustedes. Es decir, como el de su sobrina.
—Exagera un poco, ¿no le parece? —intervino Madelaine.
—¿Un patrimonio de esta magnitud intacto durante al menos los últimos doscientos años? Es..., cómo se lo diría..., raro. Lleva más de dos siglos sin dividirse, en todo caso, aumentando.
—Ya le dije que tendría trabajo con nosotros —dijo la tía Clara cortante—. Entonces, ¿cree que podremos ordenar nuestra situación ante Hacienda?
—Eso espero. Todavía no sé a qué precio.
—Quiero dejar resuelto este asunto antes de que acabe el año. Tengo los días contados, como supongo ya se ha dado cuenta.
—¡Tía! —saltó Madelaine. El tono y las palabras de Clara parecían querer incomodar a aquel hombre que se sentaba, ya claramente a disgusto, a su mesa, como si él fuera el culpable de su decrepitud.
—¿Qué pasa? —replicó con frialdad la tía Clara—. Es cierto, ¿no? No me queda mucho en este mundo y si los nuevos tiempos exigen que nos pleguemos a las nuevas reglas de España, habrá que hacerlo.
—Como todo el mundo —apostilló José Luis. Comenzaba a sentir una aversión biliosa por la anciana, que, como muchos de su especie, se creía por encima del bien y del mal. Afortunadamente, la democracia había llegado para ubicarlos al nivel de ciudadanos, arrancándoles unos privilegios que se sostenían en el abuso sobre el más débil.
—Nosotros mantuvimos a los reyes, a sus guerras y a sus exilios durante siglos. El último, Don Juan en Estoril. Allí, en aquel chinero, hay una fuente de porcelana que trajo en su última visita. Lo único que sacamos de él. Chucherías. Es una vergüenza que nuestro apoyo no se tenga en cuenta y nos veamos ahora tratados como delincuentes —dijo la tía Clara—. Pero, en fin, no está en la naturaleza del ser humano recordar ni demostrar generosidad por la mano que te da de comer.
Madelaine carraspeó incómoda. No le resultaba difícil imaginar lo que José Luis pensaría de aquella perorata.
—Bien, respecto al asunto que aquí me trae, hay varios cabos sueltos de importancia que debemos constatar con documentos oficiales —comenzó el fiscalista dispuesto a cambiar de tema antes de que le sentara mal la comida—. Como ya le he comentado a su sobrina esta mañana, me ha extrañado no encontrar partida de defunción ni testamento de la madre de Madelaine, Inmaculada Sahagún y Frías.
La anciana levantó una ceja con frialdad.
—¿Y? ¿Qué importancia puede eso tener? No poseía nada. No tuvo que dejar nada.
—Murió después que su marido. Al morir este sin testamento, recibió su parte de la herencia. O debió recibirla —contestó José Luis.
—Entre familiares no hubo necesidad de papeles. A Inmaculada nunca le faltó de nada y ella nunca reclamó lo que no era suyo. ¡Solo hubiera faltado! En realidad, pasó poco tiempo entre los dos fallecimientos —explicó la tía Clara, que empezó a sentir un veneno amargo extendiéndose por su cuerpo. Y había sido ella misma la que lo había inyectado sin remedio. Malditos forasteros. Siempre metiendo la nariz en asuntos que no les concernían.
—Aun así. Su madre murió en Cataluña, según tengo entendido —anotó dirigiéndose a Madelaine.
Esta asintió. La tía Clara dio un sorbo a su copa de vino.
—Bien, he llamado a un amigo que trabaja en el registro y no ha encontrado nada.
—¿Cómo que nada? Se habrá confundido de año, o de apellidos —replicó la tía Clara—. A veces se empeñaba en usar los de soltera. Otras, los de casada. Nunca tuvo las cosas muy claras.
A Madelaine le dolió el comentario de su tía. Al fin y al cabo, era su madre.
—Sí, ya he tenido en cuenta ambas posibilidades y no ha servido de ayuda.
—No entiendo lo que quiere decir —dijo Madelaine confundida.
—Pues que su madre, al menos en Cataluña, no está oficialmente muerta.
—¡Tonterías! —exclamó la tía Clara—. Seguro que se han perdido papeles. Pasa continuamente. El accidente ocurrió hace mucho tiempo. Más de treinta años. Ha llovido mucho desde entonces. Por supuesto que murió.
—¿Y dónde se encuentra enterrado el cuerpo? Eso también podría ayudar.
Madelaine se volvió también hacia su tía, cuyos ojos despedían chispas, arrepintiéndose del día en el que tuvo que recurrir a aquel hombre.
—No lo sé.
Madelaine no daba crédito a sus oídos. ¡Por supuesto que la lía Clara sabía dónde se encontraba su madre! En el panteón familiar, como el resto de los miembros de la familia. ¿Por qué había dicho que no lo sabía?
—¿No lo sabe? —repitió José Luis incrédulo. Se volvió hacia la sobrinísima—.Y usted, ¿tampoco sabe usted dónde se encuentra enterrada su madre?
—Sí, claro. Se encuentra aquí, quiero decir, en el cementerio, en el panteón familiar —respondió Madelaine sin entender la actitud de su tía.
—Bien, entonces, quizá con exhumar los restos... —explicó José Luis.
—No —le cortó la tía Clara—. Su madre no está allí. Quedó totalmente destrozada, según nos dijeron, y autorizamos la incineración. Nos pareció la salida más honrosa, dadas las circunstancias.
Madelaine la miró confundida, incrédula. La tía Clara se explicó con su habitual pragmatismo.
—En algún sitio tenía que quedar su memoria, Madelaine. Aunque fuera solo una placa. Lo siento. No creí que fuera importante que conocieras los detalles. Solo podían causarte más dolor, y ¿para qué? Fue Rosario la que se encargó de todo, los trámites con la policía y el papeleo. Quizá aparezca algo entre nuestros papeles. No sé, la verdad. Todo ocurrió hace más de treinta años y nunca hubo problemas legales. Además, Inmaculada, como le digo, no poseía nada.
—Hasta que murió su marido —apostilló el fiscalista. La tía Clara volvió los ojos aburrida pero José Luis continuó presionando—. ¿Y su hermana Rosario no habrá dejado documentos personales que pudieran ayudarnos?
—Mi hermana Rosario era una persona muy reservada. Sabía que iba a morir —concluyó la tía Clara.
Madelaine la miró dolida. ¿Y por qué no se lo habían dicho? ¿Por qué la dejaron al margen? Por supuesto, para no hacerla sufrir; pero era una pena que su familia no hubiera entendido ni aceptado jamás el poder catártico del sufrimiento.
Se hizo un incómodo silencio. Clara se volvió hacia su plato y pinchó un trozo de lomo.
—El lomo es ibérico, por supuesto, de nuestro matadero. ¿Qué le parece? Tengo planes de exportar en un par de años, si es que todavía estoy por aquí —matizó Clara.
Madelaine sintió que en esta ocasión tenía todo el derecho a enfadarse con su tía. Era capaz de aceptar que a una niña le hubieran contado una mentira para encubrir que su madre había quedado destrozada, ¡pero ahora tenía treinta y seis años, por Dios! ¿Cómo podía no haberle dicho la verdad? Volvió a acordarse del artículo sobre las plantas que se informan de los depredadores para defenderse. En su familia era posible caer una y mil veces ante el mismo enemigo, pues cada cual parecía jugar su propia partida de mus por libre. De repente sintió vergüenza y humillación ante el forastero, y soledad. José Luis lo percibió. Curiosamente, podía escuchar el corazón de aquella mujer hermosa, fría y lejana latiendo debajo de su piel. Una oleada de afecto puro, afecto verdadero, recorrió sus entrañas. Sintió lástima y compasión y, de alguna forma casi mágica, fue en ese momento cuando en su subconsciente decidió que Madelaine necesitaba protección o se vería abocada a un destino que ella no había elegido, un destino trazado por los intereses de aquella anciana de mal carácter e intenciones oscuras.
Madelaine notó los ojos intensos de José Luis sobre su rostro y se sonrojó. También Clara percibió que algo acababa de pasar y supo que era el momento de intervenir.
—Los forasteros siempre han traído desgracia a nuestra familia —dijo Clara.
La frase quedó resonando sobre la mesa como un latigazo en la espalda del inculpado.
1971, San Gabriel
—No me gustan los forasteros. La gente de fuera trae problemas. Aquí siempre vienen con las mismas intenciones, lógico, y ya se sabe que por la caridad entra la peste —le dice Rodrigo, de pie, removiendo los hielos de su whisky.
—¡Rodrigo! —salta Inmaculada abochornada. Su amigo querido, su mejor amigo de la facultad, Rafael, se encuentra con otro vaso de whisky, compartiendo sofá con ella.
Rafael deja el vaso de cristal de Bohemia sobre el reposavasos de plata y se levanta. Es alto, delgado, rubio, de ojos pequeños muy azules. Lleva barba, gafas y zamarra de ante marrón.
—Lo siento, Inma, no debía haber venido. Y menos sin avisar —se disculpa con su amiga.
—No digas tonterías. Rodrigo ha bebido demasiado. Seguro que no ha querido decir eso.
Rodrigo esboza una sonrisa sarcástica pero no abre la boca. Están en su territorio y las disculpas no forman parte de la educación de los Martínez Durango.
—Quizá podamos quedar algún día en Sevilla. Yo voy a estar dando clases en la universidad el resto del curso —dice Rafael.
—Mi mujer no suele salir del pueblo. Es muy hogareña. Y además tiene que cuidarse. Su salud es delicada. Está intentando quedarse embarazada —le explica Rodrigo.
Inmaculada, furiosa, se da cuenta de que se ha convertido en su prisionera. ¿Cómo ha podido llegar a esa situación? ¿Por qué se siente tan atrapada? Quiere replicar, pero si lo hace tendrá problemas. Y ahora ya sabe que Rodrigo es capaz de levantarle la mano sin ningún tipo de escrúpulo. Pese a lo humillante de la situación, o quizá por los recuerdos de esa otra vida que una vez disfrutó, esta vez saca fuerzas de un almacén que ni siquiera sabe que posee y se dispone a asumir el castigo.
—Por supuesto que intentaré ir un día de estos a Sevilla. Tenemos mucho de que hablar. ¿Has leído el último libro de Iris Murdoch?
—No —responde Rafael nervioso. Es un hombre tranquilo y la situación se le escapa de las manos.
—Ah, yo lo pedí a Londres en cuanto me enteré de que salió. Me llegó la semana pasada. Es una maravilla.
Rafael se vuelve hacia Rodrigo, que se encuentra concentrado en hacer girar los hielos de su vaso de whisky, y se despide apresuradamente. Inmaculada lo acompaña hasta la puerta. Cuando regresa al salón para hablar con su marido, Rodrigo no la mira. Pasa por delante de ella, demostrándole su indignación y su desprecio. Inmaculada se siente morir por dentro. Ha puesto su futuro en manos de ese hombre, y se ha equivocado. A veces piensa que podrá arreglarlo, que conseguirá hacerle cambiar. Quiere ser comprensiva. Rodrigo ha tenido una vida complicada. Un padre autoritario que le envió a un colegio interno siendo muy pequeño. Una madre ausente. Escaso trato con sus hermanas. Lo han aislado. Su madre, que va y viene, no es una madre. Pretende ser una amiga y actúa con él casi como una amante. Rodrigo ha tenido pocas oportunidades para desarrollar afectos normales. Pero ¿y ella? Ella es otra historia. Ella se esfuerza por ser normal, por amar y ser amada. Rodrigo parece conformarse con ser amado. Si se diera cuenta de que ese no es el camino... Inmaculada teme ahora no ser capaz de cambiarlo. Se han traspasado límites. Pero sí, claro que tiene que poder. A cosas más difíciles se ha tenido que enfrentar en la vida. Ella es afortunada. Ha hecho un buen matrimonio. No le faltará de nada de por vida. Tiene que hacer que funcione. O irse. Desaparecer para siempre.
Poco después se escucha el rugido de un tremendo acelerón. Inmaculada sabe que es Rodrigo, huyendo despavorido de su existencia en su nuevo coche, un Bugatti blanco de dos plazas que se ha hecho traer de Italia.
—No sé a qué te refieres, tía, con esa tontería sobre los forasteros —replicó Madelaine.
—Pues que cada vez que alguien a quien no hemos invitado se ha inmiscuido en nuestra familia, hemos tenido problemas. Los forasteros lo estropean todo. Y además siempre son interesados.
—¡Ah, entonces yo no cuento! —exclamó José Luis intentando quitar hierro al comentario—. A mí me ha llamado usted.
Madelaine agradeció la rápida e inesperada salida del fiscalista.
—Tiene usted razón. A usted le pago yo. Es decir, que está a nuestro servicio —recalcó Clara con toda la intención de humillar—. No es un forastero sino un trabajador a sueldo.
Madelaine miró a su tía con indignación y se volvió hacia el fiscalista avergonzada.