—Más adelante hablaremos del ágape —continuó—. Estoy pensando en unas mesas en el pórtico para quizá convidar al pueblo. Hay tiempo, así que dejaremos los detalles para más adelante.
Madelaine salió del convento convencida de que lo que había pasado había sido solo un sueño. No era real, como no podían serlo esas monjas tan perfectas, el olor a pasado que destilaba la Fundación, o el hecho de que ella, ¡ella!, fuera a ponerse el traje de novia de su difunta abuela. Su tía Clara se apoyó en su brazo para subir la cuesta de regreso a casa y su mano fría y huesuda le hizo sentir un escalofrío que la devolvió a la realidad. Aquello era de locos. ¿Con quién demonios pretendía casarla su tía? Con toda seguridad, lo acontecido era producto de la demencia de una anciana que se había aferrado a un mundo que ya no existía. ¿O sí?
—Tía, ¿tú te encuentras bien?
—Para mis años, supongo. No tengo con qué comparar, ya me entiendes.
—Me refiero de la cabeza. ¿Notas que te falla últimamente? ¿Que te asaltan pensamientos extraños? ¿Alucinas?
—Ah, me estás ofendiendo —comprendió la tía Clara sin ofenderse en realidad—. ¿Y se puede saber por qué me preguntas eso?
—Porque me extraña que alguien en el siglo XXI pueda pensar que una mujer como yo pueda casarse así, por las buenas, porque a alguien le conviene o porque ya le toca. Tú siempre has hecho gala de un gran sentido común y ahora me tienes despistada.
La tía Clara sonrió autosuficiente y Madelaine pudo escuchar
La danza del sable
de Khachaturian imprimiendo un ritmo frenético a la escena, un ritmo que ella era incapaz de parar. Una gran bola de nieve la perseguía por aquel pueblo donde en cada acera podía freírse un huevo a aquella hora de la tarde. Y se sintió la heroína de un cuento de
Las mil y una noches,
luchando contra un destino imparable.
—¿Qué significa esa sonrisa? —preguntó Madelaine—. Mira, si necesitas ver a un médico, uno de mis profesores en la Universidad de Navarra tiene un primo psiquiatra que trabaja en el hospital de la Macarena.
—Por favor, Madelaine. No digas tonterías. No me he vuelto loca. Simplemente tengo más información que tú y deberías relajarte y dejarme hacer porque es por tu bien. Confía en mí.
—Ah, me pides un acto de fe —observó Madelaine con incredulidad.
—Sí, más o menos. Y, si no te importa, vamos a dejar de hablar de este tema por la calle. La gente de este pueblo es muy cotilla. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Debe de ser cosa de las clases inferiores. Se aburren. O les fascinamos. O ambas cosas. Les gusta que nos vaya mal. No pueden evitarlo —explicó la tía Clara con cierto orgullo.
—Y digo yo, ¿por qué será? ¿Por qué será que quieren que nos vaya mal? ¿Quizá porque sienten que les hemos tratado con desprecio, que hemos actuado como dioses jugando a las muñecas y a las casitas con sus vidas, que su existencia ha estado injustamente en nuestras manos durante siglos? Yo no voy a permitir que nadie juegue a Dios con mi vida.
—Mira que te gusta molestarme, Madelaine. Deberías estar agradecida, pero, en fin, es mejor no esperar agradecimiento de nadie. Venimos a este mundo solos y solos nos vamos a morir, y, mientras ese día llega, es más de lo mismo.
—¡Basta, tía! ¿Con quién demonios me quieres casar? ¿No será con Álvaro? ¿Has perdido la cabeza?
—No, no he perdido la cabeza. Dame una oportunidad, por favor, y cambia esa cara de perros. Álvaro debe de estar a punto de llegar —anunció la tía Clara comprobando su pequeñísimo reloj de pulsera—. ¡Si es que no ha llegado ya!
No. Álvaro no había llegado. La tía estuvo dando vueltas muy nerviosa por la casa, como perro sin amo y con cara de pocos amigos. Se suponía que había quedado en pasarse a partir de las seis y ya eran las siete y cinco... En el despacho, el fiscalista continuaba con la cabeza metida entre los papeles y Madelaine aprovechó para ducharse otra vez y ponerse una camiseta limpia. La tía hubiera preferido que se pusiera un vestido, y Madelaine también, pues le resultaba mucho más cómodo que los pantalones, pero se decidió por los vaqueros en un acceso de autoprotección. No quería mostrarse ni interesada ni mucho menos desesperada, y, no sabiendo lo que su tía habría hablado con Álvaro, prefería dejar las cosas claras, al menos por su parte. Álvaro, había que reconocerlo, no era un mal partido. Es más, de adolescente había estado muy enamorada de él, como todas sus compañeras, claro. Era muy guapo, moreno, de pelo ensortijado y ojos oscuros. Estudiaba en los salesianos, junto al colegio de las irlandesas donde Madelaine había cursado el COU. Conducía una Honda 550 y jugaba al billar como nadie. Tenía muchas novias. Ninguna le duraba. Madelaine fue una de ellas. Duraron exactamente del 14 de febrero, día de San Valentín, al 2 de marzo, día de San Heraclio. Menos de tres semanas. Se terminó cuando él le dijo que se había enrollado con una rubia con la cara envuelta en polvos de terracota que trabajaba en Mango. No estaba dispuesto a comprometerse con nadie y Madelaine le ahogaba, palabras textuales. Madelaine sí se quedó tocada. Vivió aquellas casi tres semanas como en una nube. El la trató como a la heroína de
West Side Story,
y la imaginación y los sueños de Madelaine pusieron el resto. Ella necesitaba justo lo que él le daba: cariño, palabras tiernas, achuchones y reconocimiento entre su grupo de amigos por salir con el más deseado. Madelaine era carne de cañón entonces, presa fácil para el tipo de hombre con labia y recursos para hacerse irresistible. Un «te quiero» era sinónimo de verdad, de compromiso eterno. Nadie había empleado esas palabras anteriormente con ella, y la adolescente huérfana no sabía escarbar en las frases hechas. Aprendió con lágrimas que las palabras se las lleva el aire y que el amor es algo que va más allá del «te quiero». El verdadero tenía que ser cosa de dos y del tiempo. Nunca lo había podido comprobar en carne propia. Había descubierto que rascar en la superficie de una relación puede resultar sumamente doloroso. La vida era breve, así que para qué sufrir. Ese fue el momento en el que claudicó, dejó de quererse y de creer en que para ella pudiera existir un hombre que la completara, que la amara tanto como ella sentía que podía amar. Aquel guaperas de tres al cuarto había sido más importante en su vida de lo que le gustaba reconocer. Mientras se ponía la crema del contorno de ojos, Madelaine se consoló pensando que, a estas alturas, estaría calvo y entrado en carnes. Tenía un par de años más que ella. En la última década, su recuerdo se había diluido entre la maraña de novedades que llenaba sus días. Seguro que ya no era el que fue. Si no, seguramente, se hubiera casado. Hubiera hecho lo que todo el mundo. Bueno, todo el mundo menos ella. Un golpe de nudillos tras la puerta de su dormitorio la sacó de sus pensamientos.
—Madelaine, ya está aquí —dijo la tía con un tono frío bajo el que ocultaba su emoción. El encuentro entre su sobrina y aquel joven de excelente familia era muy importante. Podía significar que ella pudiera morir en paz o que su alma ardiera en los infiernos para siempre—. Te esperamos abajo.
—Vale —se limitó a contestar Madelaine.
Madelaine bajó las escaleras sin expectativas. O mejor, evitando tenerlas. Su tía ya había acomodado al invitado en el salón verde y el ronroneo que reptaba por el pasillo indicaba que la conversación era fluida.
—Sí, terminé los estudios de Arquitectura. Pero no ejerzo. En casa no me han dejado opción. Pero no me quejo. Me gusta llevar los negocios de mi padre —escuchó Madelaine que comentaba Álvaro a la tía Clara. Tenía la voz profunda, dulce, melodiosa incluso.
—¡Ah, por fin! —exclamó Clara al ver a Madelaine.
Álvaro se encontraba sentado en un sillón de espaldas a la puerta y tuvo que volverse para saludarla. Madelaine no pudo evitar enrojecer. En la penumbra de la habitación, nadie lo notó. Solo ella, que sintió una oleada de calor que le recorrió la cara y terminó arremolinada en su pecho.
—Madelaine. ¡Caramba, nunca te hubiera reconocido!
Madelaine esbozó una media sonrisa.
—Tú en cambio estás igual.
No era cierto. Lo honrado por su parte hubiera sido decirle que estaba mucho mejor. Que estaba tan guapo que su recuerdo no le hacía justicia. La madurez le había convertido en un galán, un tipo elegante, atractivo, el príncipe azul de una película de Hollywood. Más aún, se había convertido en un hombre interesante. Había algo familiar en él, algo que Madelaine achacó al pasado común, que la turbó profundamente y la obligó a tomar aliento. Para tranquilizarse pensó que no podía ser tan maravilloso como parecía. Habría que comprobar si su conversación estaba a la altura.
—Mujer, dicen que he mejorado —comentó Álvaro con coquetería—. Y, mira, a riesgo de pecar de inmodesto, yo creo que es verdad. Antes era un niño de papá sin cabeza y con el corazón demasiado disperso. Ahora empiezo a saber lo que quiero.
La tía Clara sonrió satisfecha, aunque en ese momento se fijó con disgusto en que Madelaine se había puesto vaqueros.
—Es lo que tiene la edad: va sacando lo mejor de nosotros —elijo la tía Clara.
—Generalmente lo peor, tía —apuntilló Madelaine.
—Vaya, parece que hemos intercambiado los papeles. Tú sueles ser mucho más optimista.
—Depende del día —respondió Madelaine. No le gustaba la sensación permanente de que su tía quisiera venderla. Tomó asiento y miró los cafés que se encontraban sobre la mesa—. Voy a tomar una copa. ¿Te apetece un
cosmopolitan,
Álvaro?
La tía Clara frunció el ceno. ¿Pretendía su sobrina boicotearla?
—Sí, te acompaño encantado.
Menos mal que, claramente, el joven Acosta estaba por agradar.
—¿Y tú, tía?
—Ya sabes que yo no bebo. Seguiré con el café.
Madelaine se encogió de hombros y se dirigió al mueble bar. Clara no pudo evitar recordar a su hermano Rodrigo. Madelaine empezó preparando los hielos, eligiendo la coctelera preferida de su hermano, y mezclando el brebaje con el mismo cuidado y profesionalidad que él. Como si se hubiera dedicado a ello toda la vida. El mueble bar estaba bien provisto. Clara siempre se había encargado de que se mantuviera en orden.
—En otra vida fui barman, bueno,
«barwoman»
—dijo Madelaine con sorna, sabiendo que a su tía no le iba a gustar nada su comentario.
—Hija, qué cosas tienes. Madelaine es médica. Te lo conté, ¿verdad, Álvaro? Fue una de las primeras de su promoción pero luego no quiso hacer especialidad. Bueno, es médica de familia. Decía que era lo que le gustaba.
—Es lo que me gusta, tía.
—En cualquier caso, tampoco necesitabas estudiar más. Bastante trabajo tenemos aquí, eso ya lo sabes. Y alguien tendrá que llevarlo —apostilló Clara.
Madelaine la ignoró y se volvió a Álvaro, ofreciéndole una de las copas del cóctel que acababa de preparar y sintiéndose que no era ella en realidad. Se acababa de transformar en otra persona, y podía sentirlo aunque era incapaz de evitarlo.
—En realidad creo que debería haberme dedicado a preparar cócteles.
Álvaro probó su copa con curiosidad.
—Excelente —aprobó mirándola fijamente. Madelaine sostuvo la mirada de Álvaro.
—¿Y cómo es eso de que no te has casado? —preguntó Madelaine a bocajarro—. Debes de tener ya, cuántos, ¿cuarenta?
—Treinta y nueve. Y sí, sí que me casé.
La tía Clara se volvió hacia él estupefacta.
—¿Cómo? ¿Cuándo? No me he enterado de nada.
—Es que no salió precisamente en la prensa rosa. Mi familia no apoyó nunca mi matrimonio, y el tiempo, tengo que reconocer, les dio la razón.
—Pero ¿cómo es que no tuve noticia? ¿Dónde te casaste? —La estupefacción de la tía Clara divirtió a Madelaine.
—En Las Vegas. Una boda rápida con una americana que conocí en unas vacaciones. Muy de película. Por aquel entonces yo era enamoradizo y tonto.
—Sí, lo recuerdo —dijo Madelaine—. También yo, no creas.
Él la miró sorprendido.
—No, tú no. Tú eras intensa. Me acuerdo bien.
—Qué va. Los chicos veis más de lo que hay —replicó Madelaine intentando sonar muy frívola. A ella siempre la había ahogado su mundo interior, y más en la adolescencia. Hubiera vendido literalmente su alma al diablo en muchos momentos por ser trivial y despreocupada. Una cabeza hueca como tantos otros de sus compañeros.
A la tía Clara no le gustaba hacia dónde comenzaba a derivar una conversación de la que se estaba quedando fuera y, además, necesitaba saber si sus planes eran posibles o no.
—Ah, entonces te casaste por lo civil —lanzó la tía Clara.
—Sí, y no me vestí de Elvis porque los tupés no me favorecen, pero ella sí que se disfrazó.
—¿De quién?
—De Sandy.
Madelaine soltó una estrepitosa carcajada. Clara les miraba horrorizada ante la ligereza con la que se estaban tomando el asunto. Realmente, aquellos eran otros tiempos. Desde luego, no los suyos.
—¿Quién es Sandy? No entiendo nada —dijo Clara.
—Sandy era la novia de John Travolta en la película
Grease
—le explicó Álvaro, al que todo el asunto le resultaba tan divertido como a Madelaine.
—¡Qué locura! Imagino lo que debieron de sentir tus padres, tan católicos ellos —farfulló Clara. Clara hacía mucho tiempo que había perdonado a su padre, al que terminaron casando con una niña bien que trajeron de Castilla, santa y pura y que nada tenía que ver con los Martínez Durango.
—Sí, fue un trago, pero al menos aquí no se supo nada. Lo peor es que yo ni siquiera quería casarme. Estaba borracho, tenía veinticinco años, y, no sé, una cosa siguió a la otra. En fin, un desastre. Laurie y yo no teníamos nada en común. En cuanto regresé a España, contratamos a un abogado y me divorcié. Mis padres me ayudaron mucho, claro. A raíz de aquello acercamos posiciones. Así que no recuerdo el asunto de Las Vegas negativo después de todo.
—Y ahora llevas los negocios de tu padre.
—Sí, desde que murió he tenido mucho trabajo. ¿Y tú? —preguntó con el mismo desparpajo que había demostrado Madelaine—. Tú no has cometido la tontería de casarte.
—No. Ya veo que mi tía te ha informado bien —dijo Madelaine con frialdad—. ¿Qué más te ha contado? Que vivo en un pueblo medieval lejos de todo, en un cuchitril de dos habitaciones, que los novios no me duran más de unas semanas. Todo es cuestión de puntos de vista. Yo creo que vivo en una ciudad de cuento de hadas, tengo un apartamento muy agradable y me encanta mi trabajo.