Violetas para Olivia (19 page)

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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

BOOK: Violetas para Olivia
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—No me lo puedo creer. ¿Llevas apenas veinticuatro horas en el pueblo y ya has escuchado esos chismes?

—Supongo que me lo dirían al enterarse de que iba a trabajar para vosotras —respondió José Luis encogiéndose de hombros.

—Como advertencia.

—¿Como advertencia? —repitió el fiscalista confundido.

—Sí, aunque me cuesta entender que alguien pueda hablar de mí sin conocerme, supongo que mi soltería debe despertar el interés y la imaginación de mucha gente.

José Luis se sintió halagado. No pudo evitarlo. De repente se proyectó junto a aquella mujer en una foto de boda clásica y se sintió bien, seguro, parte de algo otra vez. Se sonrojó. Madelaine lo notó.

—Perdona, Madelaine, no es que piense que nosotros..., ni mucho menos. Es solo que las habladurías se nutren de amores y despechos preferentemente.

A pesar de su brillantez y seguridad, los inadmisibles complejos de hombre gris hicieron presa de José Luis y le dolió reconocer que una heredera guapa y educada difícilmente le consideraría como posible pareja. Se enfadó consigo mismo por dejar que tal pensamiento le pasara por la cabeza. Sería más factible que terminara con un hombre como Álvaro, atractivo, de su clase social. Tendrían mucho más en común. O con cualquier otro de alta gama, pensó, ella era una de esas pocas privilegiadas que puede elegir. Sin embargo, ¿por qué estará sola?

También Madelaine se entretuvo en el mismo pensamiento. ¿Por qué ella seguía sola? Hasta aquel día, hubiera respondido a la pregunta de dos maneras. De puertas afuera, hubiera dicho que debido a su profesión, a que no se sentía preparada y no quería responsabilidades. En la intimidad de su dormitorio no tenía problemas en reconocer, pues era una mujer que luchaba por no engañarse, que la verdadera razón era que tenía miedo. Miedo a sufrir, a apostar y equivocarse como se habían equivocado su madre, su abuela, su padre..., todos habían elegido y errado.

Madelaine levantó la vista al cielo. Sintió la frescura nocturna que les abrazaba, el aroma de dama de noche que se extendía por la plaza, y el cuerpo caliente de José Luis a su lado, junto a ella pero sin rozarla. Pensó que había otra razón más importante, más poderosa y sencilla por la que ella estaba sola: no había encontrado al hombre adecuado. Se volvió hacia José Luis con curiosidad. ¿Era él el compañero que tanto había ansiado? Se fijó en sus manos, blancas, de dedos finos pero no demasiado, y subió hasta la curvatura de la espalda. El pelo cortado a cepillo, como un buen chico. O quizá no. Quizá simplemente José Luis no estaba muy interesado en su aspecto físico y no se había planteado un cambio de imagen. Quizá ese aspecto conservador era solo producto de una absoluta falta de coquetería. Adela la había advertido contra el mundo de las apariencias en numerosas ocasiones. Madelaine nunca había entendido su insistencia ni qué tenía que ver con ella, pero en aquel momento, bajo la luz de las farolas que, tejida por las hojas de un naranjo joven, caía como un tupido encaje de bolillos sobre el suelo de la plaza, intuyó a qué se refería su amiga.

—¿En qué piensas? —preguntó José Luis rompiendo su ensimismamiento.

—Me estaba acordando de Adela. Es mi casera en Olite. Bueno, más que mi casera, ejerce casi de madre. Parece tener una cruzada para que no me guíe por el mundo de las apariencias. Habla mucho de lo que esconden las cosas, de la vida verdadera que es la que vale la pena..., no sé, a veces parece que está un poco tronada, pero es una mujer muy especial. Se nota que ha sufrido mucho. Conectamos. Siento que la he conocido de toda la vida. Me da lástima porque se nota que le falta algo y que no es capaz de ser feliz. Cuando le he preguntado, siempre me da respuestas enigmáticas, no le gusta hablar de su pasado. Dice que ella es una mujer que ha tenido que romperse en dos.

—¿Y a qué se dedica?

—Dice que escribe, pero nunca he sabido que publicara nada. Y lee muchísimo. Se pasa el día en la biblioteca. Supongo que habrá heredado o algo así, porque la casa de Olite y el piso de Pamplona son suyos y no parece que pase apuros económicos. Pero no sé por qué te cuento todo esto. ¿Será todavía efecto del alcohol? —preguntó Madelaine sonriendo. Se sentía mejor, más tranquila. En cambio, José Luis parecía preocupado. Se había dado cuenta de que aquella mujer había empezado a entrar en su corazón y sería difícil arrancarla. Ojalá no se lo rasgara al desaparecer.

—Será mejor que te acompañe a casa —sugirió el fiscalista.

—No, no, ya estoy mejor. Yo era quien te iba a acompañar.

—Por favor, Madelaine, insisto.

A Madelaine le agradó escuchar su nombre en los labios de José Luis, profundo, cálido, familiar... Inexplicablemente resonó romántico en sus oídos. Decidió que, solo por esa noche, se convertiría en una damisela en apuros. ¿Qué tenía de malo?

—Está bien. Admitido porque ahora ya nos tuteamos, ¿verdad? —le dijo extendiéndole la mano para que la ayudara a levantarse. José Luis tiró de ella con suavidad y quedaron juntos por 1111 instante mágico que él se apresuró a romper.

—Sí, esta noche nos tuteamos; pero mañana podrás volver a llamarme de usted si lo prefieres —concluyó él.

Madelaine asintió cautivada por su cercanía justo cuando un grupo de chicas, muy morenas todas, con flores de jazmín prendidas en el pelo, pasaban por delante de su banco. El bullicio de confidencias sobre amores eternos y las risas soñadoras de las que todavía no han cumplido los dieciséis cruzaron la plaza dejando tras de sí una bella e hipnótica estela y llamando su atención. Una pizca de amarga melancolía se instaló en el corazón de Madelaine.

—Me encantan esas flores de jazmín que llevan en el pelo —musitó Madelaine sin apartar la vista de las flores blancas sobre los cabellos oscuros—. Se hacen a la hora de la siesta, con la flor de jazmín cerrada. Tienes que ensartar los rabitos en una horquilla, muy apretados unos con otros. Por la noche, cuando se abren, forman una sola flor. No hay mejor perfume. Por supuesto, mi tía Clara nunca me dejó hacerme uno. Era cosa de niñas díscolas que meten la pata jóvenes. O eso decía.

—Es bonito, y seguro que huele muy bien —asintió José Luis, impresionado ante su dolor por la pérdida de un paraíso en el que nunca pudo entrar.

Madelaine le miró agradecida, y sobresaltada ante la sensación de ser verdaderamente comprendida. Por primera vez, alguien entendía que ella se había perdido el sur, que siempre lo había tenido que ver desde la barrera, como su padre los toros. Para ella, que tenía alma de protagonista, aquella forma de vivir, aislada, guardándose para Dios sabe qué, convirtió su vida de niña y adolescente en un suplicio. Dios y su tía Clara parecían haber conspirado para marcar su destino. Afortunadamente la educación universitaria había abierto una puerta que ya nadie podría cerrar.

Y así, en silencio, caminaron los dos hacia la casa palacio de los Martínez Durango, inundados por sentimientos que ambos percibieron poco convenientes pero que decidieron disfrutar, al menos, durante los metros que les separaban del palacete.

4
ORGANIZACIÓN Y CAOS

1971, San Gabriel

Inmaculada entra y se desnuda, absorta en la negrura que le aplasta el pecho en cada bocanada de este aire de nevero estancado que envuelve su enorme dormitorio. Fuera de los muros queda el calor asfixiante, el sudor, los deseos, las pasiones descontroladas, el placer, la fornicación... Dentro, solo la elegante cama de matrimonio de estilo isabelino donde su marido y ella yacen sin tocarse desde hace meses. Tras el lecho conyugal, un biombo chino traído por algún antepasado viajero oculta la zona de aseo. Inmaculada se sorprende al ver reflejado su cuerpo en el espejo de pie. Ha engordado un poco. Apenas un par de kilos que se le han repartido entre el pecho y las caderas. Se fija en su cuerpo con curiosidad, como si no fuera el suyo. Y siente deseo. Su marido y ella ya nunca se encuentran en la intimidad. ¿Le necesita? Se lo imagina entonces desnudo junto a ella. Pero borra de inmediato ese pensamiento que la enfría y que apaga sin contemplaciones ese agradable calor que se ha encendido en sus entrañas.

Inmaculada se fija en el collar que le regaló Rosario. Está sobre la cómoda. Se lo pone sobre el busto desnudo y las piedras verdes y frías le rozan los pezones. El cuerpo se le eriza. Siente una respiración. Se vuelve hacia el espejo sobresaltada. Solo encuentra su imagen, incapaz de imaginar que su marido, Rodrigo, se encuentra tras el biombo. Se aseaba cuando ella ha entrado y, por una razón que él no comprende, no ha querido desaprovechar la oportunidad de violar la intimidad de su mujer. Ahora observa sus movimientos como animal al acecho y queda impresionado. Nunca la ha visto así, totalmente desnuda. Es hermosa, deseable, y la descripción de sus formas genera borbotones de palabras de bar de pueblo en su cabeza: caderas rotundas, culo grande, tetas hermosas. Y recuerda todas las veces que ella se ha excusado diciéndole que le dolía la cabeza, que no se encontraba bien, que, en resumidas cuentas, no siente deseo. No siente deseo por él, porque ahora Inmaculada se tumba en la cama y se acaricia el pecho con suavidad, cierra los ojos y su mano baja hasta sus partes más íntimas y gime de placer. Quejidos que jamás Rodrigo ha conseguido arrancar de su cuerpo. El marido, paralizado por el deseo y la cólera, siente su miembro rabioso por poseerla. ¡Le engaña consigo misma! ¿Dónde se ha visto mujer más sinvergüenza? Merece lapidación, merece que la violen una y otra vez, merece... Y entonces la escucha llegar al orgasmo. Y ve las minúsculas chispas doradas que explotan por la habitación y el silencio ensordecedor que sale de los oídos de su satisfecha esposa, a la que ahora ya no le importa nada. ¡Inmaculada es una puta! Una zorra de la peor especie. ¿Cómo se ha atrevido? ¿Cómo estando además él allí?

—¡Inmaculada!

Rodrigo se queda paralizado. Llaman a la puerta. Es la voz de Rosario. Inmaculada se incorpora al instante y alcanza corriendo su vestido. Se lo pone apresuradamente.

—Sí, un momento —responde Inmaculada.

—Ha llegado la modista.

Inmaculada se fija en su pelo alborotado, sus mejillas sonrosadas, y coge dos peinetas de nácar. Se coloca la primera. Con las prisas se le cae la segunda. Al agacharse escucha un crujido bajo su pie derecho. Qué lástima, piensa. La recoge y se fija en que se ha quebrado una púa. Todavía sirve. Se la engancha en el cabello rápidamente y sale.

Madelaine se fijó en la peineta de nácar a la que le faltaba una púa.

—¡Qué pena! Está rota.

La tía Clara se volvió hacia ella. Se encontraba frente a la enorme caja fuerte empotrada en la pared, que habitualmente quedaba oculta por el tapiz goyesco de un caballero de cacería con sus perros. Madelaine estaba curioseando en un joyero de terciopelo de cierto tamaño, repleto de joyas y bisutería.

—Mi casera tiene una igual. La lleva puesta casi siempre.

—Esta perteneció a la bisabuela de mi madre. Se las regaló tu padre a tu madre cuando se casaron. Parte del ajuar. Como tu madre no poseía nada, él se empeñó en proveerla de un pequeño tesoro con el que pudiera adornarse.

Madelaine asintió. En realidad, ¿cuántas peinetas habría parecidas? Dejó la peineta y se fijó en un saquito de terciopelo negro. Lo abrió y más de dos docenas de perlas perfectas, gordas como avellanas, rodaron por su regazo, colándose entre sus piernas, agua estancada que busca ávida libertad.

—¿Y esto? —preguntó Madelaine intentando regresarlas a la bolsita—. ¿Para qué querrían todas estas perlas?

—Eran de tu tía abuela. Un absurdo. Cada vez que viajaba se empeñaba en traerse un pequeño tesoro. Total, para nada, porque luego nunca las montaba. Era una urraca. A tu abuelo le tenía sorbido el seso y la culpa era de Olivia.

—¿De tu madre?

—Sí, de mi madre. Por dejar que eso pasara sin luchar. Aunque ahora ya no la culpo. A veces no se puede elegir —reconoció la tía Clara, que se quedó pensativa a continuación—. ¿Quieres hacer algo con ellas? Podríamos mandar hacer unos pendientes, o un collar.

—¿Yo? Yo no llevo perlas, tía. Me van más los abalorios de mercadillo.

—Qué fastidiosa eres... Quizá podríamos montarlas en una tiara para la boda.

—¿Qué boda?

—Pues la tuya, ¿cuál va a ser?

—Ah, la mía con Álvaro, lo olvidaba —dedujo Madelaine con sarcasmo. Pero la tía Clara ignoró su tono. Tenía una gran habilidad parar pasar por alto los sentimientos de los demás.

—No hay mejor sangre en esta tierra para mezclar. A pesar del odio que le tenía mi padre, con razón, un hijo de ambos es la única posibilidad.

—Tía, pero ¿tú te oyes? ¿Estamos en el siglo XXI?

La tía Clara soltó una carcajada y la casa entera se estremeció.

—El siglo XXI no existe. Aquí no, aquí el ahora es ayer y mañana. ¿Todavía no te has dado cuenta?

Madelaine estudió sus ojos, sus manos huesudas y nerviosas buscando entre los papeles de la caja fuerte. Estaba mal. Muy mal. A su tía se le estaba yendo el juicio.

—Aquí están —saltó Clara volviéndose hacia Madelaine con una pequeña cajita en la mano—. En cuanto Álvaro los acepte, podré descansar en paz.

La tía Clara abrió el pequeño estuche de terciopelo turquesa y aparecieron unos hermosos gemelos de oro y zafiros.

—¿Y si él no quiere?

—Él querrá.

—¿Y si yo no quiero?

—¿Y para qué naciste si no? Llevas una vida mediocre, hija. Si murieras mañana, nadie te echaría de menos. ¿O sí? ¿Alguien te necesita? ¿Has hecho algo que haya afectado a la vida de alguien? ¿Ha quedado rastro alguno de ti en el mundo? Solo aquí te puedes realizar. Solo aquí tendrás sentido.

Madelaine se llenó de amargura. Ella había tenido los mismos pensamientos muchas veces. ¿Para qué nació? Si aún no lo sabía, ¿lo sabría algún día? ¿O sería cierto que había venido a este mundo para cumplir con su destino de infelicidad?

—Yo no quiero ser el eslabón de ninguna cadena, tía. Puede que para ti sea suficiente con que yo cumpla una función puramente transmisora, pero para mí eso no es un plan. Además, estoy segura de que hay personas que no deberían procrear.

La tía Clara la miró de una forma extraña. Un destello oscuro y un tanto melancólico, que Madelaine no habría sabido explicar, apareció en su mirada.

—Eso solo Dios puede juzgarlo. Por algo será que unos tienen hijos y otros no.

—Libre albedrío, tía. Un cóctel de ciencia y poca cabeza que, a menudo, trae al mundo hijos de los que luego no te puedes ocupar. Mira mi caso.

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