—Mari Pili, venga, deja eso para más tarde —ordena a la más joven mientras se quita el mandil.
Las dos mujeres salen, la cocinera santiguándose discretamente.
Olivia. ¿Olivia su ángel de la guarda? Olivia, la promiscua, Olivia, la adúltera. Olivia, la insatisfecha, la que rebosaba de amargura hasta perder el control, hasta romper los límites de la decencia. ¿Podía ser esa mujer su ángel de la guarda? ¿A qué la guiaría un ser así? ¿Cómo procuraría su bien su peculiar abuela?
Madelaine miró a José Luis con un extraño brillo en los ojos. Él sintió la atracción, el deseo irreprimible. La transformación de sí mismo en otra persona mucho más visceral, incapaz de ordenar ni mucho menos controlar sus instintos. Madelaine se aproximó a él. Él, sin miedos, sin complejos, la agarró de la cintura y la atrajo hacia sí. Y ella le besó. Olivia. Madelaine. Madelaine. Olivia. Una marea de deseo y piel se fusionó en animal bicéfalo y cayó herido por la lujuria feroz sobre la larga mesa de madera.
—¡Madelaine!
Madelaine y José Luis se soltaron al instante. La voz de la tía Clara venía del patio. Se miraron casi sin respiración.
—¿Qué estamos haciendo? —preguntó José Luis aturdido—. Perdóname, no sé qué me ha pasado...
—No, perdona tú —dijo Madelaine igualmente confundida cerrándose la camiseta—. ¡Ya voy, tía!
—Nunca había hecho algo así. Te juro que no soy de los que se lanzan...
Pero Madelaine empezaba a entender. Y aunque aquello era una locura, algo inexplicable para cualquier cabeza racional, había abierto la puerta a un statu quo de vidas y vivencias superpuestas sin divisiones temporales.
—He sido yo. U Olivia. No sé. Espera, voy a ver qué quiere mi tía y vuelvo.
Madelaine salió, dejando a José Luis sumido en la más tremenda de las confusiones. Todavía sentía su miembro duro. Se dio cuenta de que llevaba el pantalón desabrochado. Qué vergüenza. Él no era así, se repitió. Una ráfaga de aire cerró las contraventanas suavemente. Miró a su alrededor. ¿Había algo sobrenatural en todo aquello? Imposible. Entonces, lo que sentía por Madelaine, ¿era real? Desde luego le hacía sentir... vivo, intranquilo pero emocionado. Desde luego no feliz, pero sí deseoso de llegar al final. Inmerso en estas divagaciones lo encontró Madelaine.
—¿Qué querías contarme?
—¿Podemos salir de aquí?
—Sí, vayamos hacia los corrales.
Madelaine atravesó la cocina y descorrió el pestillo de una puerta de madera roja. Al abrirla, aparecieron una docena de escalones que subían a los corrales donde, además de las aves, antiguamente se guardaban también los perros. Pero hacía mucho tiempo que los animales habían desaparecido. Como las personas de servicio, también ellos tuvieron que abandonar aquella casa cuando quedó bajo el influjo del maleficio. José Luis subió por los escalones de piedra y tuvo conciencia de la antigüedad de la casa al fijarse en las canaletas del lado izquierdo, toscamente marcadas, que servían de sumidero para que el agua de los corrales no inundara la cocina.
—¿Qué es eso tan importante que querías decirme? —le preguntó Madelaine.
—Acaban de llamarme del registro. No hay noticia de la defunción de tu madre —le dijo José Luis cuando llegaron arriba.
—Vaya —exclamó Madelaine pensativa—. ¿Puede haber algún error?
—Imposible. Hemos mirado todas las posibilidades. Nombre de casada, de soltera...
—Ya, y tú crees que mi tía sabe algo que no ha dicho porque ya mintió con lo de la sepultura.
José Luis asintió.
—Bueno, entonces, habrá que preguntarle a ella.
—¿Estás segura? ¿No crees que si supiera algo ya te lo habría dicho? A menos que no quiera por alguna razón —dijo José Luis.
—¿Qué razón? —preguntó Madelaine realmente confundida.
—No sé. Llegados a este punto, ¿dónde está el cuerpo de tu madre? ¿Su partida de defunción?
—Solo se me ocurre registrar en la habitación de la tía Clara, por si encuentro algún documento que pueda explicar algo. O preguntarle directamente.
—Está bien. Pero, insisto, estoy seguro de que tu tía oculta algo. Mi trabajo tiene mucho de investigación. No suelo equivocarme.
Madelaine le cree. Sabe que tiene razón aunque no entiende por qué. La imagen de ellos dos en la cocina irrumpe con fuerza en su pensamiento.
—Y lo de antes...
—Sí, lo de antes. —A José Luis le da un vuelco el corazón solo de pensarlo.
—Lo que ha pasado antes no era real. Deberíamos olvidarlo.
—Lo dices por lo de tu boda.
—¿Qué boda?
—Tu tía me ha dicho esta mañana que te vas a casar.
—Mi tía delira, en el sentido literal.
—Pues no es la única. Tu futuro marido también está muy seguro a juzgar por la conversación telefónica que he escuchado hoy. Sin querer, por supuesto.
—¡Sin querer tú! Mi tía seguro que sí que quería que tú escucharas esa conversación —respondió Madelaine. Sabía que su tía no dejaba nada al azar—. No, te digo que no ha sido real porque siento cosas raras. ¿Recuerdas lo que hablamos en la plaza? Estoy segura de que yo no era yo. Era Olivia, mi abuela. Tuvo una aventura aquí, en esta misma cocina. Con un chico joven. El hijo de la cocinera. Lo he visto, o imaginado, o presentido..., ¡no sé!
—Suena un poco raro. ¿No crees que es más fácil explicar lo que ha ocurrido porque ha surgido así? ¿Porque el deseo nos ha nublado la razón?
—Tú mismo me has dicho que nunca habías hecho algo así.
—Pero eso no quiere decir que no lo haya deseado.
—¿Conmigo? Perdona, no quiero presionarte, pero es importante para mí saberlo.
José Luis se quedó paralizado. ¿Cómo decirle que se sentía perdidamente atraído por ella? Apenas se conocían. Además se negaba a reconocer que hubiera podido sentirse otra persona distinta. Y no porque él creyera que su persona fuera única, ni porque se considerase irrepetible o especial en alguna manera, sino porque él quería vivir esa escena como propia, no convertido en otra persona, no bajo una piel que no le correspondía. Por primera vez quería ser solo él. El pensamiento de que ella le hubiera besado porque veía en él a otro se le hizo insoportable.
—No sé. Creo que no hay que darle tantas vueltas. Lo que ha pasado no tiene por qué repetirse —aseguró José Luis. Necesitaba tiempo para organizar la confusión que le embargaba, antes de poner de manifiesto unos sentimientos que no sabía muy bien cuáles eran por la rapidez con la que habían surgido. Después de años sin abrigar deseos de ningún tipo, sin soñar, Madelaine, aquella casa, el pueblo, le habían envuelto y debía averiguar si allí había algún encantamiento que dirigía sus inclinaciones, o si era realmente él, dueño y señor de sus actos. José Luis bajó las escaleras del corral rápidamente, cruzó la cocina, el patio y volvió al cuerpo principal del palacio, deseando que hubiera habido una puerta de salida a la calle sin tener que volver a ser engullido por la casa de los Martínez Durango.
Madelaine se quedó confundida, sin entender muy bien el motivo de su huida: ¿pensaría que era una loca, una mujerzuela o quizá ambas cosas? En cualquier caso, ella ahora no podía escuchar a su corazón ni a los fantasmas que campaban entre los muros, fueran del tipo que fueran. Tenía un problema más acuciante que resolver. ¿Dónde estaba su madre?
La tía Clara había quedado en el matadero para discutir el asunto de distribución internacional en el que llevaba empeñada años, a pesar de las reticencias de sus socios. La reunión llevaría su tiempo porque además la anciana pretendía depurar responsabilidades en lo que ella consideraba una pésima gestión del desangrado de jamones. Los socios componían un grupo minoritario y mal avenido y la tía Clara había mantenido el control sin demasiados problemas a lo largo de los años. Además del matadero, que heredó de su padre, los mismos socios, con Clara a la cabeza, habían formado hacía treinta años un curadero, uno de los más importantes de la región. El segundo curadero de los Martínez Durango, más pequeño, les pertenecía en exclusiva y la tía Clara había logrado, desde hacía ya casi una década, convertirlo en el proveedor en exclusiva de La Casa del Gourmet. Fue uno de sus aciertos empresariales más importantes y se sentía muy orgullosa de la calidad que habían obtenido. Pero, ambiciosa como era, no le bastaba. Quería seguir abriendo mercado, que sus jamones y embutidos se conocieran en Europa, y eso solo sería posible desde el curadero principal.
Madelaine no iba a desperdiciar la oportunidad de quedarse a solas en la casa palacio. Se dirigió con paso seguro hacia la alcoba de su tía. Desde que ella nació, Clara y Rosario dormían en la zona de alcobas a la izquierda de la escalera, junto al dormitorio de la niña y al de sus padres. En esta ala de la casa había originalmente seis dormitorios, pero uno de ellos desapareció antes de que ella naciera para ser sustituido por uno de los tres cuartos de baño que Olivia ordenó construir en la casa palacio. Las dimensiones de este servicio eran descomunales para lo que se puede esperar en un cuarto de baño. De hecho, más adelante, a Madelaine le asombraría descubrir lo pequeños que suelen ser estos reductos de intimidad. Pero el primer y único baño que ella conoció durante toda su infancia tenía un váter en una esquina, a unos tres metros se encontraba el lavabo y al otro lado, a cinco metros y medio y frente a la puerta, una enorme bañera blanca con patas de león traída de Francia. Siempre estuvo azulejado de blanco con una cenefa azul muy sencilla. Sin adornos, ni perfumes, ni ningún detalle personal. Las frivolidades femeninas se guardaban en las respectivas alcobas.
La única que poseía tesoros dignos de admiración era Olivia. Su abuela tenía hermosos frascos de perfume traídos de París, Londres, Roma..., todas las ciudades que visitó estaban presentes en su tocador. Uno de los primeros recuerdos que habían quedado grabados en la memoria de Madelaine era un frasco de cristal anaranjado y amarillo con incrustaciones azules de Murano que su abuela trajo de Venecia. Lo descubrió una mañana de su infancia por casualidad. Una chica de servicio pasó por delante de Madelaine con una fregona y trapos de polvo y la niña la siguió curiosa. Al contemplar la habitación desde el quicio de la puerta, imaginó que un dormitorio así solo podía ser de un hada, el hada envuelta en polvos suaves que siempre olía a un limpio azucarado, y que aparecía y desaparecía constantemente con su ropa delicada, elegante y un poco extravagante, y que alguna vez le regalaba una sonrisa o una caricia. ¿Cómo podía haberla olvidado durante tantos años?, se preguntaba ahora Madelaine. ¿Cómo podía haber olvidado incluso que aquella habitación existía? ¿Existía? ¿O era solo una escena que pertenecía al mundo irreal de una niña? De no ser así, la tía Clara habría hecho una labor extraordinaria para que aquella alcoba, de entre las veinticuatro que había en el palacio, desapareciera de sus recuerdos.
Madelaine abrió la puerta de la habitación de Clara. Olía a cerrado, y a seco. Estaba oscura. Encendió la luz. Se encontraba perfectamente ordenada. Sin ningún detalle personal. La misma habitación que ella recordaba de muebles oscuros y pesados. Se dirigió al escritorio. Lo abrió. No había nada. Ni tan siquiera un papel donde escribir. Abrió el armario de enormes puertas de caoba. Vacío. Entonces se dio cuenta: su tía Clara no estaba ocupando ahora aquel cuarto. ¿Se habría mudado de habitación? Imposible. Una persona tan inmovilista, tan conservadora... El ala izquierda pertenecía a la cuarta generación de los Martínez Durango, tal y como había decidido don Néstor en su momento. Y, sin embargo, allí no había nada de la tía Clara. Salió de la habitación y abrió los dormitorios contiguos. El que había sido de Rosario, igual de triste y desolador. El de sus padres, variaciones sobre el mismo tema, pero con cama de matrimonio. ¿Dónde dormía entonces la tía Clara? ¿Dónde guardaba sus enseres, su vida? La llama de una intuición imposible se encendió en su pecho. La tía Clara apareció ante sí frágil, casi transparente, un fantasma que vagaba y maquinaba desde el otro mundo. Desde que había llegado veía y sentía personas que habían muerto hacía mucho tiempo. Recientemente, Madelaine había visto una película en la que un fantasma, que no sabe que es fantasma, al final descubre que el muerto es él. Bueno, ella no era un fantasma, de eso estaba segura. ¿Segura? Por un instante se quedó paralizada ante la posibilidad de que lo fuera. El silencio perfecto en el que solo se oía el latir de su corazón la convenció de que no era así. Los latidos le resultaron atronadores. Madelaine se detuvo en el pasillo y se puso la mano sobre el pecho, intentando tranquilizarse. Los sonidos del exterior nunca habían irrumpido en el interior del palacio y lo que sucedía allí, allí se quedaba, quizá rebotando por las paredes, o absorbido por estas. Pensó que todo tenía un límite y un día las paredes, como el papel secante, podrían no ser capaces de contener más acontecimientos, deseos, encuentros y desencuentros. Se empezaría a derramar entonces la historia de los Martínez Durango por la calle, por el suelo, supurando su infelicidad y contagiando al pueblo con su maldición.
Madelaine se frotó los brazos en un intento por encontrarse a sí misma. Sí, ella estaba allí. No iba a perder la cordura. Pero ¿dónde dormía su tía Clara? Madelaine salió a la escalera y se dirigió a los dormitorios del lado derecho. Pasó un distribuidor que no distribuía nada sino que servía de recibidor de otro corredor. Caminó por un pasillo en el que se encontraban doce habitaciones, once y un baño para ser más exactos. Madelaine intentó abrir la primera puerta. Cerrada. La segunda. Cerrada. La teoría de que se estaba volviendo loca y su tía Clara no existía empezó a angustiarla. La embargó la sensación de haberse convertido en la octava esposa de Barba Azul, pero sin una hermana que la hubiera azuzado para averiguar el misterio de la muerte de su madre. ¿O la función de la hermana la había cumplido José Luis? ¿Era lícita su curiosidad por conocer qué había pasado con su madre? Claro que sí. Era su derecho como hija. Y así, sumida en la angustia, el recelo y el miedo a lo que la esperaba si una puerta se abría, deslizó su mano sobre el pomo de la sexta puerta y esta se abrió. Ante ella apareció un baño similar al que ella utilizaba. Eso la tranquilizó, momentáneamente. La séptima puerta tampoco se abrió. Seguramente todas las puertas de las habitaciones estarían cerradas. A la tía Clara le habían robado en varias ocasiones, lo que a Madelaine no le extrañaba. Su obsesión por las rejas, las cerraduras, las puertas blindadas y las cajas fuertes siempre le había parecido el reclamo perfecto para avisar a los ladrones de que allí había riquezas sin par dignas de tomarse la molestia.