—Así que te rindes.
—Tú dijiste que a mi madre se la puede dar por muerta, ¿no?
—Sí, debido al tiempo que ha estado desaparecida.
—Pues dejémoslo así.
José Luis la miró muy decepcionado.
—¿Así?
Madelaine suspiró. De repente estaba muy cansada, como si el peso de toda su familia le hubiera caído físicamente sobre los hombros.
—Si pudiera saldría corriendo ahora mismo, huiría para nunca más volver.
—Pues hazlo —dijo José Luis ansioso, presintiendo que Madelaine no podía quedarse allí, que su estado de ánimo era peligroso. Deseando poder decirle «huye conmigo».
—Es un consejo un poco extraño para venir de una persona tan juiciosa y racional como tú.
«Yo no soy como tú te crees», pensó José Luis. «Ojalá pudieras verme, verme por dentro.» Amaba a esa mujer y sentía que se le escapaba como arena entre los dedos.
—¿Qué va a pasar con Álvaro? —preguntó José Luis con cautela, temiendo lo peor.
—Parece que me casaré con él. Nuestros destinos están unidos.
José Luis la miró desesperado. ¿Qué le pasaba? Era como si ella tuviera un velo que no le permitiera ver con claridad. Se acercó hacia ella y la levantó de la silla de un tirón.
—No. No puedes hacer eso.
Entonces la besó, sin sentirse nadie, nadie más que él. Fue el beso apasionado de un desahuciado, un beso con el que José Luis retaba al cielo y al infierno. Un beso para sellar un amor único. Cuando se soltaron, quedaron abrazados muy cerca, mirándose a los ojos, encontrándose. El tiempo parado. Ni un sonido fuera ni dentro de la casa, que había quedado sellada, preservando la santidad del instante.
—Perdóname —pidió José Luis—. Igual me he pasado.
—No, perdóname tú —rogó Madelaine casi en un susurro—. Yo sí que no entiendo por qué no he cortado lo de Álvaro.
José Luis asintió, entendiendo que el hechizo de Álvaro o de lo que fuera había quedado roto. El velo, desintegrado por obra y magia de aquel beso.
—Creerás que soy una mujer muy voluble —dijo Madelaine avergonzada y aturdida.
—No, estás demasiado influenciada por las circunstancias, y por tu herencia. Es como si hubiera trazas de otros deseos entrelazados bajo tu piel. Y debes ser consciente de ello para que no te controlen. Es la explicación que me he dado a mí mismo para no implicar a ningún fantasma y para poder pensar que sí podemos controlar nuestros destinos.
Madelaine le miró perdida en el tumulto de deseos y sentimientos propios y ajenos, transparencias superpuestas sin orden ni concierto. El anhelo de que aquel hombre la apretara contra sí por siempre jamás la desconcertó aún más. Ella nunca había necesitado a nadie.
—No me hagas caso —terminó José Luis—. Ahora tenemos otro asunto pendiente, mucho más urgente. Déjame terminar con estos papeles y a la hora de comer hablamos, ¿te parece?
Madelaine asintió. Sabía que le estaba dando tiempo para digerir, para entender y decidir por sí misma qué iba a hacer con su vida y con la historia de su familia. ¿Se podía estar más confusa?
José Luis no comió con ella aquel día. Desapareció de la casa. Poco antes de la hora de comer, Madelaine escuchó la cancela que se cerraba. Bajó y se dio cuenta de que José Luis se había ido sin despedirse. Este hecho la perturbó. Habían quedado en comer juntos. «A la hora de comer hablamos», había dicho él. Y entonces, ¿él se escabullía como un ladrón? Debía de haber una explicación razonable pero no se le ocurría ninguna, excepto que se hubiera arrepentido del beso que le había dado. ¿O había sido todo un sueño? Madelaine se sintió muy insegura pero intentó tomárselo con calma. Su tía no había regresado. Entonces se fijó en que había un sobre en el escritorio, con su nombre. Lo abrió. «Volveré en unos días, cuando lo entienda todo. Te quiero, José Luis.» Su corazón se paralizó. ¿Cómo se iba así, sin despedirse, sin explicarse? ¿Cómo la dejaba sola con una tía asesina y con un pretendiente peligroso? Ella no estaba segura de poder resistir. Quizá José Luis se sentía muy seguro después del beso pero Madelaine recelaba de sí misma: los sentimientos de Álvaro eran una pegajosa tela de araña, difícil de sacudir y más aún de quitarse de encima. ¿Dónde estaría su tía? Justo cuando pensaba en ella, sonó el teléfono.
—Madelaine. Volveré a casa por la tarde. No me esperes para comer.
La voz de la tía Clara sonó fría e imperativa por teléfono. Madelaine respondió con suavidad, con ese cuidado que procura el que alberga malos pensamientos.
—Claro, tía. ¿Quieres que prepare algo para cenar?
—No hace falta. Con un yogur tengo bastante. ¿Qué hace el fiscalista?
—Su trabajo —respondió Madelaine. De repente pensó que era mejor que no creyera que estaba sola, y, por otra parte, tampoco quería dar explicaciones.
—Bien, hasta la noche entonces.
La tía Clara colgó el teléfono. Madelaine resolvió que era el momento de averiguar si había algo detrás de la biblioteca. Fue al patio trasero intentando encontrar algo con lo que poder picar la librería. Pero la tía Clara hacía tiempo que se limitaba a regar los geranios. Así que cogió la llave de la antigua zona de servicio. Al pasar por la cocina, recordó la escena con José Luis y se turbó. Pensó en la cantidad de sentimientos y pasiones que habían recorrido su cuerpo desde que llegó. Suficiente material como para crear con ellos varias vidas de personas totalmente distintas. Atravesó la cocina y salió por la puerta que daba a la zona del gallinero y las perreras. Enseguida vio lo que necesitaba. Entre los aperos abandonados en una esquina de la antigua perrera, encontró un pico y un cubo cubiertos por telarañas. Los puso debajo del caño de la alberca donde bebían los animales y accionó la manivela. El agua tardó un poco en subir y lo hizo precedida de unos preocupantes quejidos, los mismos que le hicieron a Madelaine darse cuenta de que su plan era una locura. Necesitaba meditarlo mejor. Abandonó los aperos allí mismo y se dirigió a la biblioteca resuelta a averiguar la verdad.
La biblioteca, de unos seis metros de largo por tres de alto, era de caoba distribuida en diez columnas que albergaban nueve cubículos rectangulares idénticos. Madelaine se colocó a un par de metros de distancia, intentando dilucidar algo irregular en su construcción que arrojara alguna pista. Pero nada llamó su atención, así que se dispuso a retirar todos los libros. Empezó de izquierda a derecha, apilando los volúmenes en el lado opuesto a la librería, debajo de la ventana. Pronto las pilas se multiplicaron. Era sorprendente lo que el orden hace respecto a la cantidad. Desordenados en el suelo, los libros parecían multiplicarse hasta el infinito.
El ejercicio físico pronto la animó a quitarse el vestido y quedarse en ropa interior. Estaba todo muy limpio. Apenas una imperceptible capa de polvo delataba que los libros yacían inertes desde hacía décadas. En realidad, la tía Clara no debía de usar la biblioteca, y aquel lugar, como la mayoría de la casa, se había convertido en un mausoleo, una especie de museo familiar, listo para acoger al turista ansioso por acercarse a la España profunda. Una imagen futura le vino a la cabeza: así acabaría aquel lugar, ¡como museo! Pero por ahora era su hogar. Repudiado, pero hogar a su pesar. Escuchó de nuevo el vacío, el absoluto silencio, apenas roto por su respiración agitada con el ejercicio. Al retirar una colección de la obra de Rilke, un libro llamó su atención. Era un recopilatorio de cartas del poeta alemán a su editor. Estaba muy manoseado. Al abrirlo encontró numerosas anotaciones a lápiz. Se fijó en una página donde había párrafos subrayados. «... No hay ni un aquende ni un allende, sino la gran unidad en la que también habitan los seres que nos superan, los ángeles... En aquel "máximo mundo abierto" existen todos... La naturaleza, las cosas de nuestro trato cotidiano y de nuestro uso son, por cierto, provisionales y caducas, pero son, mientras estamos aquí en la tierra, nuestra propiedad y nuestra amistad. Las cosas tienen que ser comprendidas y transformadas por nosotros. ¿Transformadas? Sí, porque nuestra tarea es esta: impregnarnos de esta tierra provisional y caduca, tan profundamente, tan dolientemente, tan apasionadamente, que su esencia resurja otra vez en nosotros...»
[2]
Continuaban las anotaciones, los subrayados, pero la idea de un máximo mundo abierto, en donde existen todos, y de una esencia común y enriquecida se quedó resonando en la cabeza de Madelaine. Aquella podía ser la clave de la confusión en la que estaba viviendo. Eran todos, todas ellas, las mujeres de su familia, las que vivían allí también en aquel instante. Antes de que sus pensamientos se enredaran más allá, descubrió al final del libro, casi convertida en una página más debido a los años de presión entre los cientos de volúmenes, una carta. Estaba dirigida a su madre aunque la dirección era la de la Fundación. El sobre había amarilleado por los bordes y llevaba sello venezolano. El corazón de Madelaine se aceleró. Había sido abierta con mucho cuidado con un abrecartas y con el mismo esmero extrajo ella la hoja del interior. La abrió temiendo que pudiera desintegrarse al contacto con el aire y que el más importante de los secretos se ahogara para siempre en la inmensidad de la historia. No estaba fechada. Se fijó en los sellos. Correos había estampado una fecha: 14 de diciembre de 1972. El año de su nacimiento.
«Querida mía, decirte que te echo de menos apenas significaría una décima parte de lo que siente mi corazón. Desde mi exilio forzoso, intento no guardar rencor, porque sé mejor que nadie que eso ni me ayuda a mí ni producirá nada positivo. En ese empeño paso la mayor parte del día. Pero no puedo olvidar nuestros besos, ni el olor de tu piel. Os echo de menos, a ti y a la niña que aún no conozco, porque ¿es niña? En un mundo justo, o simplemente lógico, hubiera sido mía. Quizá lo es, ¿verdad?
»Sabía que no me escribirías. Pero sé también que no es porque no me quieras, sino por vergüenza y miedo. La vergüenza deberías arrancarla de tu alma porque has creado una tela cada vez más densa que no te anestesia de la realidad como tú crees.
Solo te aísla más si cabe. Y el miedo, en fin, ahí ya no entro porque mis hermanos, en nombre del deber, son capaces de cualquier barbaridad y mi madre hay cosas que prefiere no ver.
»Sé que, aunque volveremos a vernos, jamás podremos compartir la vida, y sé también que estamos arruinando nuestro paso por este mundo. Pero, a pesar de todo, hoy entiendo un poco más.... Nuestras vidas sí tienen sentido, lo tendrán para nuestra hija.
Te quiero, siempre,
Rosario.
»P.S.: No te escribo a casa porque Clara no permitirá que te llegue nada mío. Espero que las monjas cumplan con discreción. Esta será la única carta. No quiero ponerlas en un compromiso.»
Madelaine tuvo que leer varias veces la carta. Su madre y la tía Rosario habían sido amantes o, al menos, habían mantenido una relación profunda y clandestina. Por lo que se deducía, las habían descubierto y Rosario había sido obligada a marcharse al destierro. Su madre y la tía Rosario eran lesbianas. El descubrimiento le hubiera hecho sonreír si no hubiera tenido consecuencias trágicas. La tía Rosario fue siempre muy poco femenina. Jamás la vio vestida con falda ni usar maquillaje, pero tampoco hacía mucha falta para estar todo el día en la casa o en el campo. Y es verdad que la quiso como una madre. Realmente fue su madre. Los recuerdos de Inmaculada sin embargo eran muy difusos. No era capaz de imaginarla más allá de una persona solitaria, de ojos tristes. El recuerdo de su sonrisa apareció como el de una máscara que servía para proteger a Madelaine niña de la amargura que la embargaba. Se dio cuenta de que cuando su madre murió debía de tener menos de treinta y cinco años, es decir, más joven de lo que era ella ahora. No le resultó difícil ponerse en su lugar. Aquella casa debía de haber sido una jaula de oro.
La puerta de la habitación se abrió. Clara apareció atónita.
—¿Qué haces?
Madelaine se volvió hacia ella paralizada. Los libros a medio vaciar de la biblioteca ocuparon los ojos de la tía Clara y Madelaine, en un impulso reflejo, enterró la carta en el mismo en el que había yacido en silencio durante treinta años.
—¿Qué haces? —repitió la tía Clara. Esta vez el tono de sorpresa había sido reemplazado por la frialdad del hielo.
—Ordenar un poco —explicó con un leve tartamudeo—. Quería saber qué libros hay. Igual los podemos donar a una biblioteca.
—¿Y por qué haríamos eso? —preguntó la tía Clara.
—Para que tengan una utilidad, para que se mantengan vivos.
—Si hubiera querido deshacerme de la biblioteca, ya lo hubiera hecho.
Cuando un fantasma sale de su tumba, sale para siempre y ya no hay Dios en la tierra que pueda hacerlo callar. Las palabras, los sentimientos a flor de piel de la carta, revoloteaban inquietos, exigiendo explicaciones alrededor de Madelaine. El libro de Rilke le quemaba en la mano.
1972, San Gabriel
Inmaculada introduce la carta de Rosario en el libro de Rilke y se queda observando la portada. No es el diseño de la cubierta lo que le llama la atención, sino que ha encontrado allí, sobre el cartón, un lugar para pensar. Rilke es mucho más que un poeta. Le ha enseñado a Inmaculada a ver el mundo con otros ojos, a dar un sentido a lo que la rodea, no siempre positivo. Se identifica con la melancolía, con la idea de la trascendencia del dolor que aparece en sus
Elegías.
Empieza a entender que ya es parte de aquello. Y se rebela. Cuando llegó, Inmaculada se dejó deslumbrar ante la posibilidad de entrar en una familia aristocrática, de disfrutar de una vida más cómoda, de la tranquilidad del campo. Estaba feliz por su fortuna, que había fabulado para que un soltero de oro se fijara en ella. Ahora maldice su suerte y al hombre que la encarceló. Ya nada brilla a su alrededor, solo siente amargura, frustración e infelicidad. Su marido, desde que la forzó, no ha vuelto a acercarse a ella. Inmaculada sabe que está avergonzado y que si ella extendiera su mano, él la aceptaría. Pero ella jamás le perdonará. De alguna manera, siente que lo que pasó la excusa para poder sentir lo que siente, amar a Rosario, aunque sea calladamente, para desear huir. Además Rodrigo tiene reacciones cada vez más desagradables y violentas. Bebe demasiado, su pelo empieza a ralear y se le están hundiendo las mejillas. Su madre se consume de dolor por el niño de sus ojos e intenta disimular, pero se nota que la mala conciencia por abandonarlos de niños nunca la ha abandonado.