Read Buenos Aires es leyenda 3 Online
Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes
Tags: #Cuento, Fantástico
Recurrimos, entonces, a un catedrático experto en el estudio de religiones antiguas, que exigió no divulgar su identidad:
«Posiblemente se basó en las muy lejanas, por cierto, creencias de los sumerios, que habitaban la zona de los ríos Tigris y el Éufrates. Lo que hoy sería Irak y parte de Arabia Saudita. Hay toda una caracterología donde encontramos demonios mayores y menores. Lo que agrega Lovecraft es que estas entidades desean ingresar a nuestro mundo y volver a tener el poder que antes poseían. Este pasaje se invocaría a través de distintos conjuros ubicados en este libro,
El Necronomicón
. Vendrían desde un lugar subterráneo e invadirían nuestro mundo, degenerándolo, torciéndolo, volviéndolo monstruoso, a imagen y semejanza de su propia naturaleza. Ahora bien, no es casualidad que yo haya señalado a imagen y semejanza. Como bien se sabe, en la tradición cristiana, por ejemplo, se dice que el hombre es imagen y semejanza de Dios. Por lo tanto, y más allá del talento de un artista, nos encontramos delante de un sistema de creencias que no necesariamente es mera ficción. Noten que yo no mencioné a ninguno de estos engendros, porque el solo hecho de nombrarlos es una forma de invocación. Así como también un Padre Nuestro es una invocación al Señor, estas fórmulas, que he estudiado desmenuzándolas hasta su raíz, contienen elementos que para alguien profundamente creyente como yo, son peligrosas».
Después de semejante declaración, no vimos el momento de buscar este polémico libro. Lovecraft menciona que un ejemplar se hallaba en la Biblioteca de la Universidad de Buenos Aires, allá por los lejanos años 20. No dimos con él, o al menos nadie nos supo informar de su existencia. Pero encontramos en una librería, una versión fragmentada del supuesto libro, publicado por la editorial Edaf. Las introducciones se llevan una gran parte del libro y no se saca gran cosa de él, pero las invocaciones están allí.
La investigación se espesaba con más datos que nos llegaban de diferentes lugares. Según se cuenta, el fallecimiento del escritor no se había dado solamente a causa de un cáncer que terminó con su vida en 1937 a la edad de 47 años. Se decía que estaba poseído por «Los Antiguos». En este punto hallamos un dato para nosotros desconocido: su casa se habría poblado de gatos, que él mismo llevaba. Oficialmente, el escritor alegaba que eran de «gran compañía» y que su belleza y gracia lo hacían olvidar del «horror del mundo». Para algunos, una forma de contener el mal. Otro dato curioso era que en el momento de su muerte y con sus últimas fuerzas hizo rellenar con material el sótano de su vieja casa. ¿Podría ser que el poder de la ficción se devorara a su creador? ¿O era un último gesto desesperado de un artista frustrado para llamar la atención del mundo creando una verdadera mitología lovecraftiana?
Centrándonos en nuestro mito, volvimos a revisar los archivos históricos, y descubrimos que, bajo el Jardín Botánico, hay túneles de la época de Juan Manuel de Rosas. Algunos fueron identificados, cerca del sector que da a la Avenida Las Heras, pero la reconstrucción arqueológica se interrumpió abruptamente. Eso nos remite inevitablemente a un relato urbano que analizamos en el primer libro: «El pozo sin Fin» donde se describe un pozo de profundidad indeterminada ubicado en el viejo barrio de San Telmo. En esa historia se hacen presentes una serie de hechos oscuros producidos en los tiempos del Restaurador de las Leyes.
Ahora podíamos analizar ese mito y este desde otra perspectiva: hay algo en las profundidades que, supuestamente, pugna por salir.
Entonces, con esa importante cuota de información y ansiedad, cometimos una imprudencia: tomamos la decisión de metemos en el Botánico en plena noche para «experimentar» el mito.
Era una noche fría. No una noche cualquiera, sino una de luna en cuarto creciente o luna cornuda, porque según
El Necronomicón
, es el momento en donde las bestias innombrables tienen más posibilidades.
Aprovechamos que no hubiera ningún movimiento en la Avenida Las Heras y nos trepamos a la verja del perímetro exterior del Botánico en una parte donde hay una saliente de ladrillos y que permite alcanzar la parte superior con facilidad.
Debíamos andar con mucho cuidado. No queríamos pensar en las consecuencias de que nos detuvieran.
Apenas estuvimos adentro se nos pegó un gato negro que nos acompañó todo el trayecto hacia nuestro objetivo: el Invernáculo 1.
Atravesábamos el pequeño bosque y nuestras fantasías se disparaban hacia cualquier lugar: desde ser devorados por una especie desconocida y nocturna de planta carnívora, o simplemente encontrarnos cara a cara con un «Antiguo». Por suerte, nuestras mentes racionales intentaban filtrar esos temores y nos permitían seguir adelante. Como así también una cantidad considerable de felinos que se sumaban al gato negro.
Para no ser detectados, no fuimos por los caminos tradicionales, sino por el centro del parque. Dada la escasa visibilidad, nos tropezamos varias veces.
Lo más curioso es que todo el tiempo nos sentíamos observados. La noche estaba llena de ojos felinos, unas bolitas que flotaban en todas direcciones.
Maullidos. Cuando llegamos tan cerca como pudimos del Invernáculo 1, los maullidos se incrementaron notablemente. No sacamos la vista de ahí. Tal vez esperábamos ver tentáculos o algún otro miembro inhumano salir de las profundidades de ese lugar.
Por el frío, los vidrios estaban empañados pero no podíamos arriesgarnos a ir más cerca.
Más maullidos y gatos subiéndose directamente a las paredes del Invernáculo. Dos, peleándose, y un fuerte olor a orín.
Miramos el cielo. La luna era una guadaña afilada sobre nuestros cuellos.
Estábamos en cuclillas y en silencio. Observando, registrándolo todo. Los ruidos lejanos de la Avenida Santa Fe nos tranquilizaban un poco.
El gato negro sentado frente a nosotros azotaba la cola.
Y en eso… una forma humana.
Primero, vimos una sombra que agitaba los brazos; después, palabras.
No parecía una mujer sino más bien un hombre por el timbre de voz. Al verlo llegar, algunos felinos lo miraron instantáneamente. Tenía algo en la mano. Imaginamos otra vez cualquier cosa.
Nuestras miradas se dividían entre observar el Invernáculo y la forma humana. Por un segundo, uno de nosotros creyó ver algo que se movía dentro. Solo fue un segundo.
Y entonces vimos quién era.
Ni más ni menos que un guardia en ropa de dormir y con un palo.
—¡Dejen de hacer quilombo, carajo! —se escuchó por fin y bien claro.
El empleado mostró varias veces el palo y logró dispersar a unos cuantos gatos.
Estuvimos un largo rato más y finalmente, a las tres de la madrugada, emprendimos la vuelta. Treparse desde adentro del parque fue un poco más difícil porque la saliente solo estaba del lado de afuera.
Nos despedimos del gato negro que también custodió nuestro regreso y dejamos atrás el Botánico en un taxi.
Meditando al día siguiente las particularidades de nuestra excursión, con respecto a la cantidad de gatos en el Invernáculo, llegamos a una explicación sencilla: como la mayoría de la especies vegetales son de clima tropical, se trata de tener el ambiente lo más templado posible. Los felinos buscan calor. Los vidrios están tibios. Además, recordamos que en nuestra inspección diurna habíamos descubierto algunos vidrios rotos.
¿Qué vimos moverse ahí adentro? Lo más probable es que fuera la sombra proyectada de algún árbol.
¿Podía ser este un mito fabricado por los admiradores de Lovecraft? La increíble coincidencia de que una de las calles que da al Botánico se llame República Árabe Siria, lugar en donde se originaban los relatos de «Los Antiguos», parecería «ilustrar» muy bien la leyenda.
Al poco tiempo volvimos al Jardín. A excepción del empleado de la biblioteca no pudimos ubicar a ninguno más: la Administración estaba cerrada por un paro de actividades. Quisimos hablar con el muchacho de la Escuela de Jardinería. Nadie lo conocía. Prácticamente todo la dotación estable de la Escuela había sido trasladada o era nueva. Algo similar ocurría con el guardia que nos había dado el dato del muchacho: no lo tenían consignado en ninguna nómina de empleados. Si nos habían jugado una broma, era muy buena y los felicitábamos.
Si no…
Aquel sonido también era magia. El sonido del aplauso. Era como una bandada de palomas batiendo las alas a su alrededor, palomas como las que él, el mago Equis, sacaba de su «pañuelo encantado». Y esos clamores que eran pájaros lo acariciaban con sus alas, lo mimaban, lo amaban.
Eran ellos, los espectadores, los dueños del mejor truco de la noche: el aplauso. Magia pura.
Su hijo estaba entre la multitud. Y le hacía caso: no aplaudía. «Ya sé que nadie sabe quién sos, pero no importa, no me aplaudas, sería como estar mintiendo», le decía, palabras más palabras menos, antes de cada show. Y Flavio, de cinco años, obedecía, aunque no entendiera muy bien las razones que le daba su padre. ¿Acaso no era para una gran mentira que lo tenía sentado ahí, mezclado con el auditorio?
Que nadie supiera la identidad de Flavio era clave. El acto final, el broche de oro de la performance, el truco que más aplausos arrancaría del público transportando al mago a lejanas cumbres de placer, dependía de aquel desconocimiento por parte de la gente.
Equis lo «saboreaba», lo percibía en el aire: ese era el momento. Pidió, entonces, un voluntario. Las manos en alto eran tantas que se confundían unas con otras. Por el contrario, el calvo al que avergonzó durante toda la noche, se encogió todo lo que pudo en su asiento. Estaba claro que no quería volver a hacer el papel de idiota. El mago, en cierta forma, lamentaba que aquel hombre la hubiera pasado tan mal, pero la ecuación era sencilla: bien valía el sacrificio de uno por la alegría de todos los demás. Esta vez, sin embargo, dejaría de lado al calvo. En aquel mar de manos ansiosas se alzaba, tal cual lo ensayado, la de Flavio. Equis eligió a su hijo como si en su vida lo hubiera visto. Flavio subió al escenario. El mago lo cubrió con una larga tela negra. Podía adivinarse el contorno de la pequeña silueta atrapada bajo el lienzo. De repente un chasquido, una explosión, humo… y la tela cayó lentamente al suelo sin resistencia alguna.
El «Ooooooh» del público estremeció a Equis. El mago sabía que se trataba del prólogo al éxtasis.
Flavio, «el niño voluntario» para los concurrentes, había desaparecido.
Equis pasó a enseñar el oscuro manto, de un lado, del otro, para que todos los presentes se percataran de que era eso simplemente, un trozo de tela. Luego lo volvió a extender sobre el suelo del escenario, exactamente en el mismo lugar de donde lo había tomado. Dio un paso atrás, y con las manos dirigidas hacia el lienzo en reposo, las palmas hacia arriba, los dedos en un rictus apasionado, exclamó:
—Vuelve, vuelve.
Nada. La tela inmutable.
—Parece que está muy cómodo allá donde lo mandé —improvisó Equis.
Risas.
Las manos del mago adoptaron otra vez aquel movimiento espasmódico, como si estuvieran rasgando la trama dimensional por la que el niño debía volver a nuestro mundo.
—Vuelve, vuelve.
Nada. La tela negra parecía detenida en el tiempo.
«¿Qué le ocurre a Flavio? —pensó Equis—. Lo único que tenía que hacer era abrir la puerta-trampa oculta en el piso del escenario, la misma por la que se había metido para esconderse de la vista del público, y subir lentamente, sujetando los bordes del lienzo como él le había enseñado. Luego sería cuestión de levantar la tela y, ¡voilà! He ahí al niño».
—¡Vuelve, vuelve! —ahora el mago gritó la orden, sin poder disimular sus nervios. Tal vez el piso era demasiado grueso y Flavio no llegaba a escucharlo.
Su hijo siguió sin aparecer.
Equis lo intentó una cuarta vez, y una quinta, y luego una sexta.
La gente pasó de las risas al silencio, y de este al murmullo, a la inquietud.
No hubo caso. El mago tuvo que pedir perdón y el telón se cerró.
Oculto a la vista del auditorio, Equis abrió la puerta-trampa y descendió por la pequeña escalera. Allí adentro no había nadie, el habitáculo bajo el escenario estaba vacío.
Entonces surgió la voz. Provenía de más allá del telón.
—Te lo dije, Equis. Te iba a pesar.
El mago la reconoció. Era la voz del gitano. Seguramente había estado todo el tiempo sentado como un espectador más. Aun así no se dio por vencido, buscó a su hijo por cada rincón del escenario, tras bambalinas, por los pasillos. Pero todo fue en vano. Flavio no estaba en ninguna parte. ¿El maldito lo habría raptado? Equis, corriendo, atravesó el telón para increpar al gitano. Ya no quedaba nadie, se habían ido todos los concurrentes. Pensó que la idea del rapto era absurda: él vio bajar a su hijo por la escalerita, camuflado por la cortina de humo; él vio a Flavio cerrar la puerta-trampa. ¡Y el habitáculo no tenía otra salida más que esa!
Una mano en el hombro. El dueño del lugar.
—Entienda que no puedo pagarle lo que arreglamos. La gente se fue molesta. El truco no salió. Ya propósito, ¿su hijo? ¿Se quedó dormido ahí abajo?
—La maldición —fue la respuesta del mago—. ¡La maldición!
Montecastro, un barrio de árboles, de tierras altas y casas bajas. Y lo de tierras altas no es un dato menor: sus habitantes aseguran que pararse en la esquina de Segurola y Camarones es como hacerla en la misma punta del Obelisco.