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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

Buenos Aires es leyenda 3 (10 page)

BOOK: Buenos Aires es leyenda 3
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Remigio tomó aire y continuó.

—Ese barco ya estaba condenado de entrada. A la salida del puerto fue colisionado por otro barquito. Beto notó algo de humo a estribor. Antes que me digan algo, no se trataba de una embarcación actual con el mismo nombre. Hacer semejante cosa sería la yeta máxima para un barco. Y otra cosa: Beto la vio (era tan sólida como mi caña) mientras duró esa nube. Cuando se disipó la nube también lo hizo «La Rosales».

¿Una persona con mucha imaginación? ¿Había visto algo en realidad? No podíamos preguntárselo directamente porque Norberto Bevilaqua había fallecido hacía más de cinco años.

Bordeando la Avenida Costanera Rafael Obligado y frente al Aeroparque Jorge Newbery, se encuentra una saliente de la escollera. Para uno de nosotros, la angustia se desplegó otra vez. Prácticamente allí había ocurrido aquel hecho que involucraba a un pariente muy cercano. Una etapa de dolor había cubierto todos esos años. Pero también había recuerdos agradables. Interminables tardes de andar en bici mirando el río, ver los aviones partir, o jugar al tenis en el complejo Punta Carrasco. Y los mitos, nos debíamos a ellos.

Este testimonio fue un golpe de suerte y se dio casi enseguida. Nicanor, dueño de dos ponis, se gana la vida con los chicos que se sacan fotos junto a estos pequeños animales.

—Vengan —nos dijo—, esto que les cuento es posta. Yo los conocía a los pibitos, así que nadie me puede versear. Esto me lo contó uno de los dos que zafó.

Caminamos por la explanada pasando la mitad. Ya teníamos una idea de hacia dónde nos dirigíamos: al barco de ferrocemento. Una auténtica rareza pero algo definitivamente real.

Dada la escasez de metal después de la Primera Guerra Mundial, se había buscado este proyecto alternativo. Los barcos datarían de fines de los años 10 y principios de los 20. Hay uno que se conserva en buenas condiciones en el río Luján y que sirve a modo de muelle del Club Náutico Belgrano. En cuanto al de la Costanera, no hallamos datos contundentes de su procedencia y tampoco desde cuándo está ahí. Lo cierto es que en los días en que la marea es baja queda gran parte del casco al descubierto.

—Esto fue hace siete años y pico —aventuró, de pronto, Nicanor—. Un día de verano que te hacías sopa, y eso que acá siempre sopla vientito. Hoy justamente no sopla ni tampoco está muy bajo el río, pero cuando está bien chato, se ven esas tablas, al lado del barco de cemento. Ahí estaban estos tres: Jonathan, Maurito y Leopoldo.

»Los pibes se cruzaron al barquito (ya habían ido un montón de veces) y juntaban piedras y se cagaban a piedrazos. La cosa es que de repente, el cielo se puso muy fulero y empezó a soplar un viento raro, helado. La gente se tomó el palo rápidamente. Yo estaba en la otra orilla en ese momento, la que da al muelle de los Pescadores. Como empezó a llover con relámpagos y todo, me llevé a los animales a la camioneta. Se asustan mucho, pasa lo mismo con los petardos de fin de año. Como se puso feo, el Jonathan fue el primero en rajar del barco. Yo vi cuando salió corriendo. Todavía quedaban los otros dos jodiendo a los piedrazos. Y esto me lo contó Maurito: en un momento, Leopoldo levantó una piedrita, canto rodado era. Hubo un chispazo, como un flash gigante y Leopoldo desapareció. Así se los digo, d-e-s-a-p-a-r-e-c-i-ó. Al principio se pensó en un accidente, o que sin querer, Maurito le hubiera dado en la saviola y Leopoldo se hubiese caído o dentro del barco o al río. Por supuesto, vino la Prefectura y toda la pelota. Revisó un par de días y listo, lo dieron como perdido. Como son pibes de la calle no se mataron mucho en buscarlo. Cuando lo volví a ver a Maurito, ese pibe perdió la sonrisa. Y hay algo más, algo que yo no escuché, pero flacos que vienen acá, sobre todo pescadores, me lo aseguraron: durante varios días después de que Leopoldo desapareció, se escuchaba a alguien que lloraba. Venía del barco, de arriba del barco, pero nadie vio nada.

Como dijimos al principio, las desapariciones o apariciones no se han dado solo en el mar, como en el caso concreto del Triángulo de las Bermudas, sino también en tierra firme. Son bastantes conocidas las supuestas desapariciones de batallones completos. Por citar algunas, en 1707, cuatro mil hombres desaparecen en los Pirineos. En 1858, seiscientos cincuenta argelinos que peleaban al servicio de Francia no dejan rastros en Indochina y a plena luz del día, o más recientemente, durante la invasión japonesa a China, en 1939, unos tres mil hombres se esfuman con equipo y todo cuando tocaban territorio asiático. Pero si de desapariciones dramáticas y llamativas hablamos, podríamos citar el caso de Oliver Lerch, del pueblo de South Bend, estado de Indiana en Estados Unidos: Nochebuena de 1890. Aproximadamente veinte personas reunidas en aquella granja de los padres del joven Oliver. En un momento, la madre le pide a Oliver que vaya a buscar agua del pozo. Cinco minutos después, los testigos escuchan misteriosos gritos. El padre, acompañado de algunos de los invitados, se adentra en la noche apacible. Entonces oyen a Oliver gritar «¡Auxilio, me han agarrado!», y lo más grave es que la voz ni siquiera venía de la tierra (algunos pensaban que había caído al pozo), sino que parecía llegar desde el aire, desde
arriba
… La voz cada vez más desgarradora seguía pidiendo ayuda, y siempre como si Oliver estuviera flotando a unos quince metros del suelo. El padre y sus acompañantes descubrieron las huellas de Oliver en la nieve… pero se cortaban abruptamente a mitad de camino entre la casa y el pozo. Después de esa noche, jamás se supo del pobre Oliver Lerch.

¿Cabía la posibilidad de que Nicanor hubiera tenido conocimiento de esta crónica o de alguna de las versiones que viajan de boca en boca?

Detectando nuestra incredulidad, Nicanor nos dio un dato:

—¿Qué? ¿No me creen? Bueno, vayan a ver a Don Eliseo.

Fuimos. ¿El lugar?: el club CUBA (Club Universitario de Buenos Aires), en Núñez, y en teoría, alejado de la denominada «La Zona».

E
LISEO
P., dueño del velero «El talismán», tenía una curiosa historia para relatarnos.

Con un semblante similar a Popeye pero canoso, Eliseo nos recibió en su velero actual.

—«El talismán» se lo vendí a un colombiano y me compré este que es más amplio. A pesar de que me daba mucho trabajo porque era todo de madera, extraño a «El talismán». Estos nuevos de fibra de vidrio son bien prácticos pero tienen menos personalidad.

Eliseo nos confirmó que su antigua embarcación había salido del club una tarde de sudestada y se encontró, pasada la tormenta, con que era otra la escollera. ¿Adónde habían ido a parar?

—Estaba de novio con mi ex mujer, quería impresionarla. Yo sabía que las condiciones no eran buenas pero solo lloviznaba. La idea era dar una vueltita corta y listo. Esta rosca se formó de la nada. Alcancé a bajar la mayor (vela) porque con una tormenta así nos podía tumbar. En una de esas, sonó un trueno impresionante y después el barco, que tenía una escora importante, se estabilizó. Desaparecieron las nubes, la tormenta, el agua, y soplaba una brisa del noroeste. Mi ex, que estaba en la cabina, salió de inmediato. Los dos pensamos que nos habíamos dado un golpe. ¿Dónde estábamos? Era el río, no habían dudas, pero todo se veía raro. En un momento, vimos a un flaco con una tabla de windsurf pero… el flaco volaba con la tabla, o eso nos pareció. Volaba a unos centímetros del agua. Además el río propiamente dicho estaba cambiado, no tan marrón, como si le hubieran puesto una sustancia de color azul. Traté de orientarme. Sabía que, más o menos, debíamos encontrarnos a la altura del Aeroparque, pero ahora no reconocía nada. En su lugar había una playa generosa. Vimos también unos enormes globos aerostáticos que llevaban gente. Antes de salir habíamos tomado unas copitas pero no podían pegarnos tanto. Instintivamente, decidí usar la radio de a bordo para contactar con alguien. Cuando estaba entrando a la cabina la lluvia me dio en medio de la cara y de repente nos hallábamos en medio de la tormenta otra vez.

¿Un imaginativo relato para contar entre camaradas?

Eliseo asegura que fue como él lo cuenta.

Cuando salimos del CUBA nos topamos con alguien que ya habíamos detectado antes. Esta persona nos miraba y tomaba notas, consultaba el reloj y volvía a mirarnos. Esa cara nos era conocida: ya la habíamos visto en el Muelle de Pescadores, frente al barco de ferrocemento, inclusive cuando fuimos a la Usina de Puerto Nuevo. Para ser correctos, lo reconocíamos por su gran estatura y el color de pelo. Su cara estaba semioculta detrás de unos anchísimos anteojos y una bufanda mullida.

Esta vez se nos acercó.

—Nosotros sabemos la verdad —afirmó, la voz parecía atorarse en los hilos de la bufanda, y nos extendió un papel con un número de celular y un nombre, un extraño nombre: Ángel 23.

Cuando levantamos la vista de aquella anotación, el misterioso mensajero ya caminaba dándonos la espalda, emprendiendo su regreso. Le gritamos un par de preguntas, pero aquel hombre permaneció imperturbable en su retirada.

Inquietante y para tener presente. Pero antes queríamos investigar el dolor.

Los primeros bailarines del Colón, Norma Fontenla, José Neglia y otros siete bailarines, salían en un vuelo hacia Trelew para dar una función a beneficio. Era el 10 de octubre de 1971.

Se embarcan a las 18:45 en el bimotor, un
Beechcraft Queen Air
. En el aparato los espera el experimentado piloto Orlando Golotilec, instructor y miembro de la Fuerza Aérea, así como de líneas comerciales.

A las 19.10, el piloto pone en funcionamiento el aparato.

19.15: la torre de Control del Aeroparque recibe un llamado del piloto manifestando que el avión tiene fallas en el motor izquierdo. La torre le da pista libre. No seria la primera vez que Golotilec debería sortear una prueba semejante: tres años antes había logrado aterrizar otra nave luego de perder un ala.

Su voz aún suena firme, confiada.

19.21 (aproximadamente): la torre de control recibe otro llamado, pero esta vez el mensaje es contundente, dramático:

—¡Vamos al agua, vamos al agua, vamos al agua!

19.30: un helicóptero de Prefectura Naval sobrevuela el Río de la Plata y rápidamente visualiza el timón de cola. El bimotor yace en el lecho del río a tres metros de profundidad. Cerca navega un pequeño velero que se salva de ser colisionado por la avioneta.

No hay sobrevivientes.

El 31 de agosto de 1999 a las 20:53, el vuelo 3142 de
LAPA
despega del Aeroparque Jorge Newbery. Este
Boeing 737
se dirige a la ciudad de Córdoba con noventa y cinco pasajeros y cinco tripulantes. El siniestro se produce cuando el avión no logra levantar vuelo, se pasa de la pista, embiste la empalizada perimetral, cruza la Avenida Costanera y termina en un terraplén del
Drive Range
, un campo de golf contiguo. El artefacto, en su carrera, arrastra un auto que cruza la avenida, lo que origina, junto con las chispas del rozamiento del avión en el asfalto y la explosión del tanque de combustible, un incendio que acentúa la tragedia. Perecen sesenta y cinco personas entre pasaje, tripulación y gente en tierra.

Ambas tragedias, tanto la del '71 como la del '99, tuvieron como escenario ese Triángulo de las Bermudas porteño denominado «La Zona».

Por respeto a los sobrevivientes del más reciente de los dos siniestros, no tratamos de interrogar a nadie directamente. La angustia no desaparece, aun pasados casi 10 años, y la resolución definitiva del juicio todavía sigue pendiente. Pero las historias se filtran inexorablemente, sobre todo una: la de los bailarines fantasmas del Colón. Entonces tratamos de buscarlas de una forma indirecta.

M
ARIANO
R. iba con su coche por la Avenida Costanera aquella noche de agosto:

—Yo me salvé de pedo, como todos los que estábamos ahí nomás. Si el semáforo hubiera estado en verde, no sé qué pasaba. Todavía sueño. Sueño con ese monstruo de metal que se va a llevar todo por delante. Algunas veces sigue de largo, otras me agarra y siento cómo me quemo. Me despierto gritando. Mi mujer ya está tan acostumbrada que sigue durmiendo lo más bien.

»El asunto de los fantasmas de los bailarines no lo escuché, pero sé que dicen que en el golf, a la noche y cada tanto, se ven siluetas de gente que se mueven en la oscuridad. Ya sé, puede ser la neblina, pero el cagazo te lo pegás igual.

En el golf, hablamos con Luis C., empleado del lugar.

—Para mí son pájaros… Ya sé que es raro, porque generalmente a la noche los pájaros no vuelan. Pero yo sé por qué se los digo. Lo de los bailarines fantasmas, eso sí, me la contaron muchas veces.

Le preguntamos qué versión conocía.

—Parece ser que la puerta de la izquierda estaba trabada. Con el fuego y el choque la gente estaba atontada, las pobres azafatas hacían lo que podían. Lo que se cuenta es que un grupo de personas vestidas con ropa de ballet se pararon en la salida de la derecha y les marcaron el camino para que pudieran salir. Eso es lo que se dice.

Un mecánico del Aeroparque al que llamaremos Nero nos confirmó el mito.

—No solo eso, algunos pilotos dicen haberlos visto en la punta de la pista. Son nueve, siempre son nueve.

—Pero ¿qué hacen? —preguntamos.

—Nada, bailan.

Algunos ya están acostumbrados y no les da miedo. Me contaron que un piloto de
LAN Chile
logró sacarles fotos, pero nunca las vi.

La información era insuficiente y algo nos decía que si queríamos indagar bien a fondo tendríamos que arriesgarnos a contactar a ese tal Ángel.

Al mejor estilo de una película de suspenso, la persona que dijo llamarse Ángel 23, nos esperaba junto a una camioneta Chevrolet oxidada. Cubría su rostro con una bufanda. Completaban su camuflaje unos anteojos enormes, pasados de moda. No sin temor nos subimos a la camioneta.

—Quédense tranquilos, no los vamos a secuestrar —dijo enseguida Ángel 23, como leyéndonos el pensamiento—, pero tomamos nuestras precauciones.

Entonces pidió amablemente que nos pusiéramos unas vendas negras tapándonos los ojos, y sobre ellas unos anteojos parecidos a los que él calzaba. Lo hicimos y seguimos viajando durante un largo rato. Más de media hora después nos detuvimos. Nos hicieron bajar y lo primero que percibimos fue un fuerte olor a pasto recién cortado. Había máquinas de algún tipo, las oíamos funcionar, pero nunca pudimos precisar en dónde nos encontrábamos.

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