Buenos Aires es leyenda 3 (23 page)

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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

BOOK: Buenos Aires es leyenda 3
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El relato es bastante esquemático. De las más de quinientas fojas, en ningún momento se explica claramente cómo Pristino Delgado llega a esa situación. Pero había un par de cosas que nos daban vueltas y la conclusión nos resultó francamente siniestra.

Como el viejo dicho afirma, la principal astucia del demonio es hacernos creer que no existe. Dos palabras sonaban a fuego en nuestro cerebro:

Ejecutor
,
Testigo
… ¿Efigenio B. y Fabio Delgado, tal vez?

Dando vuelta la ecuación podríamos transformarlos de víctimas en victimarios.

Nunca vimos la supuesta nota que le mandaron a Efigenio. Los datos de Delgado nos fueron proporcionados por el mismo Efigenio. Luego, ambos personajes desaparecieron.

Un escalofrío nos recorre la espalda.

¿Los hijos de Jack se ríen a nuestras espaldas, juegan con nosotros o tan sólo son una leyenda urbana?

P
ARTE
VII
Sed de venganza
San Cristóbal

El maquillaje eterno

Como todas las mañanas, Estela se despertó un par de minutos antes de que se encendiera la radio.

Estaba en la cama, boca arriba.

Como todas las mañanas lo primero que observó fueron aquellas manchas en el techo. De tanto mirarlas creía reconocer en aquel entramado amarillento el rostro de Luis.

Eso era lo único que le quedaba de su esposo muerto: unos hongos inmundos imitando sus facciones. Eso y las Melli, por supuesto. Si era por ellas que vivía.

La radio se encendió. Seis menos cinco. Había paro de subtes.

Estela fue hasta el cuarto de sus hijas. Las Melli dormían sobre sus camas enfrentadas. Tenían los cuerpitos prácticamente en la misma posición. Parecía como si un espejo cortara la habitación en dos, como sí una fuera el reflejo de la otra.

Eran hermosas. Eran Luis. Eran su vida.

Como todas las mañanas Estela se pegó una ducha, se secó, se vistió y tomó mate hasta que sonó el timbre: era Tito, ella cuidaría de las chicas hasta su regreso.

Estela besó a sus hijas dormidas y se fue.

La calle era un infierno.

El paro de subtes parecía haber hecho brotar gente de todos lados, como si salieran de las paredes, como si surgieran del mismo asfalto.

Los colectivos iban a paso de hombre.

Hubiera dado cualquier cosa por poder volver a su hogar, por quedarse con sus hijas, por hacerles el desayuno, llevarlas al cine.

Pero bien sabía que aquello era imposible, que tenía que ir a esa inmunda peluquería a maquillar viejas. Solo así podía darles de comer a sus amores, solo así podía ahorrar para pagarles el tratamiento que les salvaría las vidas. Los médicos le habían dicho que era un virus nuevo, mortal si no se lo combatía, sobre todos en chicos de tan poca edad. La medicación era cara, muy cara. Por eso tenía que subir al colectivo.

Llegó tarde.

Ninguna de sus máscaras faciales hubiera podido arreglar la cara de pocos amigos con la que Betty, la dueña de la peluquería, la recibió. De nada sirvió que Estela le dijera lo del paro de subtes y los embotellamientos. Betty la dejó sin descanso por ese día. No se perdía de mucho. Quince minutos a la mañana y media hora a la tarde.

El verdadero castigo lo tuvo de parte de las clientas. Que «tanto rubor no me gusta», que «el labial que me pusiste es de atorranta», que «apurate, querida, que no llego a la reunión». No era un ser humano para ellas, era una «cosa» que maquillaba y punto. Si hasta cuando la cruzaban fuera del local, cuando iba a tomarse el subte, la miraban extrañadas, como si no pudieran aceptar que tuviera una vida fuera de la peluquería.

Fue una de estas señoras la que desató la tragedia. Entró cuando estaban cerrando. Estela tuvo la esperanza de que quisiera un corte de pelo y nada más, entonces ella podría irse y ver a sus hijas y contar sus ahorros y calcular lo que le faltaba para pagarles el tratamiento…

Corte y maquillaje. En ese orden. La señora, clienta de la casa, tenía que ir a que le tiraran las cartas, y por cábala iba siempre arreglada.

Cuando a la vieja le estuvieran diciendo que en la semana entrante se le iba a resfriar la tortuga, ella todavía estaría viajando para llegar a su casa.

Estela tuvo que esperar los cuarenta minutos que duró el corte de pelo, como si fueran pocas las doce horas (de ocho a ocho) que llevaba trabajando.

La catástrofe se desató cuando una pizca de sombra para los ojos cayó sobre el cuello blanco de la camisa de la clienta.

«¿Qué hiciste, tarada?» fueron las palabras que la condenaron. Cuando trajo una gasa húmeda para limpiarle la mancha, Estela recibió un lapidario «No me toques», y entonces la clienta fue a hablar con Betty.

La echaron.

Las Melli murieron cinco meses más tarde.

El último beso que Estela les dio a sus hijas fue como el de todas las mañanas, con los ataúdes enfrentados, como si uno fuera el reflejo del otro.

La tragedia de Estela (algunas versiones la nombran como Stella Maris, otras con el extraño y redundante nombre de Estela-Estela) es contada y recontada, con más o menos palabras, por ciertos habitantes de San Cristóbal, barrio en el que habría estado, si es que aún no está, la peluquería de Betty.

Los que dicen conocer la historia aseguran que Estela, luego del entierro de sus dos hijas, se suicidó. Los que arriesgan más detalles cuentan que llegó a su casa, se puso de pie bajo el techo del dormitorio, se introdujo un revólver en la boca y gatillo. Si bien toda la habitación quedó salpicada de sangre y materia encefálica, fue el techo el sector que más restos de Estela recibió. Y aquellos restos se transformaron en manchas, manchas que nadie pudo limpiar, manchas que se agregaron a las otras manchas, las de humedad, las que Estela veía todas las mañanas.

—La que fuera la casa de Estela y las Melli —nos dijo J
ESUSA
P., habitante de una típica «casa chorizo» sobre Avenida Independencia— es ahora la planta baja de un edificio en Once (otros testimonios la situaron en Caballito). Nadie podría darse cuenta de que es así si no fuera por un detalle: aquel cielo raso del dormitorio permanece intacto.

Al parecer, el boca en boca continuó agregándole elementos a esta versión, pues nos encontramos con testimonios que iban aún más allá, como el de P
ATRICIO
G., que nos dijo:

—Muchos quisieron limpiar aquellas manchas de humedad y sangre, pero ninguno lo logró. Ni siquiera los que las taparon con pintura, porque al tiempo brotaron de nuevo. Yo nunca vi las manchas, pero dicen que el dibujo es eterno, que aún puede ser visto en la planta baja de un edificio, y que si lo mirás bien descubrís que las manchas de humedad forman la cara de un hombre, y las de sangre la de una mujer. Y que hasta parece que se estuvieran besando.

Incluso hubo otros que llegaron a decir que de alguno de los rincones de aquel techo aún cuelgan «estalactitas de sangre seca y tejido».

No es esta la única versión que pretende poseer la verdad con respecto a lo ocurrido luego del fallecimiento de las hijas de Estela. Nosotros buscábamos otra, una versión que también coqueteaba con cierto aspecto de la eternidad, pero que tenía más olor a mito urbano, una versión que había llegado a nuestros oídos tiempo atrás.

Dicha versión nos aguardaba en la segunda peluquería que visitamos en San Cristóbal. Resultó que el dueño conocía esa «otra historia de Estela», esa que solo unos pocos se animan a contar. Nos hicimos los asombrados, como si no conociéramos esa historia apócrifa, y dejamos que el hombre hablara:

—Hace tiempo me lo contó una clienta. Parece que la mujer, esa Estela, no fue la que se mató. La que se pegó un tiro fue la tipa que le cuidaba las hijas. Ella también tenía que pagarle un tratamiento a uno de sus hijos, y como al morirse las nenas de la maquilladora se quedó sin trabajo, bueno, no lo soportó.

—¿Y con Estela qué pasó, entonces? —preguntamos.

—Miren que son todas pavadas —nos advirtió el hombre—, cuentos de viejas.

—¿Las recuerda? ¿Recuerda cuáles eran esas «pavadas»?

—Sí, más o menos. Como les dije, es un chisme que corre entre las señoras. Esta mujer, la clienta, me dijo que si algún día le llegan a tocar el timbre ofreciéndole una sesión de maquillaje gratis, no abre ni borracha, porque dicen que se trata de Estela vengándose de todas las clientas de la peluquería donde trabajaba, y de las amigas de las clientas, y de las amigas de las amigas también, y así, como son estas clase de historias, de manera que ninguna mujer pueda decir «a mí no me puede pasar, yo no tengo nada que ver con esa peluquería».

—¿Pero qué ocurre si le abren la puerta? ¿Cómo se venga Estela?

La respuesta la conocíamos, pero queríamos escucharla en boca de aquel hombre.

—Dicen que las maquilla pero que no lo hace nada bien, que les deja la cara muy pálida, como si estuvieran muertas. No le reprochan nada porque es gratis, entonces esperan a que se vaya para sacarse aquel desastre. Pero el asunto es que el maquillaje no sale.

Volvimos a hacernos los desinformados.

—¿No sale? ¿Por cuánto tiempo no sale?

—No sale más. No pueden sacárselo con nada. No les digo que es una pavada, si hasta hay algunos que dicen que Irma, la que vive al lado de la farmacia, tiene la cara deformada porque cayó en la trampa de Estela y quiso sacarse el maquillaje con ácido, cuando todos sabemos que la pobre sufrió esas quemaduras cuando su antigua casa se incendió.

Fuimos a lo de Irma, pero no quiso hablar con nosotros. Una vecina suya nos confirmó lo del incendio, pero también nos comentó que a ella le parecía que Irma tenía esas cicatrices en la cara desde antes del siniestro.

Dejamos en paz a Irma y seguimos recomiendo San Cristóbal, buscando algún rastro de la que fuera la peluquería de Betty. Pero, tanto los dueños como los empleados de algunos de los locales que visitamos, nos confirmaron que nunca habían ofrecido servicio de maquillaje.

Nos encontramos con una Betty, sí, pero sólo era una joven empleada que lavaba el cabello de los clientes en una peluquería ubicada unas cuadras más allá de los límites del barrio.

También nos encontramos con dos construcciones abandonadas que, en el pasado, habrían funcionado como peluquerías; pero nos fue imposible confirmar si algunas de ellas se trataba del cadáver de nuestro mítico local.

La búsqueda tampoco rindió sus frutos en la otra dirección, en la de Estela: ni San Cristóbal, ni Balvanera, ni Caballito guardaban rastros del paradero de alguna maquilladora que hubiera perdido algún hijo a raíz de alguna extraña enfermedad.

Nada de Betty, nada de Estela; pero las leyendas urbanas tienen muchos tentáculos, y siempre hay alguno de ellos que, si uno es paciente y está atento, se deja ver.

Fue así que nos topamos, dentro de San Cristóbal, con lo que podríamos llamar «la esquina de los espectros», un lugar cuya fama, en un comienzo, no parecía guardar ninguna relación con la leyenda de la maquinadora.

Pudimos haberlo dejado de lado, pero nuestra experiencia nos decía que nunca está de más profundizar un poco: los disfraces del mito urbano son muy variados y astutos, y uno debe animarse a ver qué hay debajo de la máscara.

Profundizamos entonces, y bien que hicimos.

Nos enteramos que, según los vecinos, dos formas fantasmagóricas pueden ser vistas, durante ciertas noches cenadas, en la esquina de Urquiza y Estados Unidos.

D
ORA
P.: «Yo las vi tres veces, y les confieso que es una experiencia aterradora. Son dos figuras blancas que flotan cerca de la esquina, justo delante de la cara de piedra».

La
cara de piedra
que menciona Dora se trata de un rostro de mujer tallado sobre la antigua fachada de una casa, sobre la calle Estados Unidos, a pocos metros de la inquietante esquina. Y a decir verdad, aquel semblante de granito es siniestro. Más que la obra de un humano, da la impresión de ser el rostro de una mujer atrapada bajo el cemento. Pero aquellas facciones no parecen estar pidiendo ayuda, sino todo lo contrario: casi puede asegurarse que estudian el mundo desde algún lugar sin nombre, si hasta sus ojos de roca parecen seguir el tránsito de los mortales que se atreven a pasar delante de ella.

¿Y qué tiene que ver todo esto con Estela y su venganza?

Ocurrió que los testimonios se fueron sucediendo, arriesgando diferentes explicaciones a este fenómeno, la mayoría asociando a las figuras blancas con espectros de algún tipo. Y esto fue así hasta que nuestra perseverancia dio sus frutos:

A
LEJANDRA
C.: «Mi tía dice que son mujeres que fueron víctimas de Estela, que se juntan para ver si alguna de ellas descubrió la manera de sacarse el maquillaje. Empezaron a ir a esa esquina tapadas con largas mantas blancas para que nadie les viera el rostro. Ahora ya lo tomaron como una especie de uniforme. Por eso las confunden con fantasmas. Mi tía dice que a veces son tres o hasta cuatro las que se juntan. Lo que no entiendo es por qué, mejor, no usan el teléfono».

Algunos creen poder responderle a Alejandra: dicen que estas pobres mujeres se juntan allí para pedirle piedad al rostro femenino tallado en la vieja fachada, ya que esta escultura se trataría del semblante de la temida Estela. Los que defienden esta versión aseguran que la maquilladora, luego de «embellecer» las facciones de tan solo unas diez víctimas, murió, pero dejó su rostro grabado en piedra para que las diez desgraciadas lo veneren como si fuera la imagen de un santo, para que le supliquen, para que le rueguen las perdone y les devuelva el aspecto que antes lucían. Las desgraciadas se habrían ido suicidando, de ahí que solo queden tres o cuatro.

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