Read Buenos Aires es leyenda 3 Online
Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes
Tags: #Cuento, Fantástico
En el film, «Eterno resplandor de una mente sin recuerdos» (
Eternal Sunshine of the Spotless Mind
, 2004) se planteaba la posibilidad de borrar voluntariamente ciertos recuerdos problemáticos. Yendo aún más lejos, en «El vengador del Futuro», (
Totall Recall
, 1990) se hablaba de implantes de recuerdos.
Acá no.
Haciendo un trámite de rutina en el barrio de Caballito, descubrimos un cartel pegado en una columna de alumbrado público que nos llamó mucho la atención:
«NO PERMITAMOS QUE NOS ROBEN LA MEMORIA».
Debajo de semejante título y en letra más chica se planteaba una serie de recomendaciones. Estas iban desde no salir solos de casa pasadas las 7:00 PM, hasta las cosas más mínimas como atarse una cinta de un determinado color en la muñeca. Y daba una advertencia, una insólita advertencia.
Allí había un mito.
Como si fuera un barrio salido de la película «Memento» (
Memento
, 2000), en donde el protagonista perdía la memoria a corto plazo a partir de un hecho traumático, comenzamos a ver anotaciones por todos lados. Carteles, cosas básicas como por ejemplo:
Esta columna es un semáforo. Si está en verde espere, amarillo esté atento, rojo puede cruzar.
Al principio, nadie quería hablar del tema. Entonces, nos sumamos a la movida de los carteles y empezamos a pegar los nuestros.
Por fin, y después de un mes, un tal Ariel nos mandó un correo electrónico con un recorte de diario. Era sobre un accidente que involucraba a un colectivo. «Oficialmente» al transporte de pasajeros le fallaron los frenos, se subió a una vereda y terminó incrustado en el living de una casa. Por suerte solo hubo heridos leves en el colectivo y la casa estaba vacía.
«Eso es lo que se dijo —aclaró Ariel en su mail—, pero la verdad es otra. Al colectivo no le fallaron los frenos, el chofer simplemente no recordaba cómo tenía que frenar. Le robaron ese recuerdo, se lo afanaron. Y el barrio sabe que fueron ellos, Los Albinos».
Por fin la primera pista concreta. ¿Quiénes eran Los Albinos?
Recorriendo el barrio, nuestra leyenda se fue armando de pequeños fragmentos y todos confluían, en apariencia, en dos personas, dos hombres con esas características, es decir, con una ausencia total de pigmentación.
Pronto, los testimonios se acumularon:
E
RNESTO
Z. (comerciante): «Son albinos, no sé de qué tipo pero son horribles, con esos ojos rojos, el pelo más blanco que la leche y encima, mellizos».
M
ARCOS
F. (homeópata): «Dicen que tienen más de cien años y que son inmortales porque logran que sus células olviden que deben morir».
E
VA
C. (empleada): «Algunos dicen que se llaman Mika y Boris pero para todo el mundo son Los Albinos».
La confitería
Las Violetas
merece un párrafo aparte porque es patrimonio histórico de nuestra ciudad. Inaugurada en 1884 su estilo ecléctico pero con un leve predominio de art déco, sus molduras doradas la hacen una esquina que llena de orgullo al barrio de Almagro.
Ariel, la persona que nos había enviado el mail, estaba nervioso. Las gotas de sudor hacían extraños dibujos en su calva a pesar de que en la confitería había aire acondicionado.
—Hay veces que, como ahora, me siento un pelotudo contando esto, pero les puedo asegurar que es muy real y si te pasa sentís como… como si se hubieran metido con algo muy íntimo, como si hubieran violado las cosas que más preciabas.
Unos segundos de silencio, luego Ariel continuó.
—Los cité acá porque me siento más seguro fuera de Caballito, sobre todo por lo que tengo que contarles.
A pesar de aquella seguridad manifiesta, Ariel miró hacia los costados antes de empezar.
—Ese día me encontré con Alberto, un coleccionista de sobres de azúcar o glucófilo, como yo. Un flaco muy pero muy grosso y súper acelerado.
—¿Quién te habló de Los Albinos? —preguntamos.
—Justamente Alberto. En ese momento todavía se podía fumar tranquilo, no como ahora. Me acuerdo que estaba envuelto en una nube de humo. Se notaba que tenía algo importante para contarme, movía los dientes como si tuviera algo metido ahí, pero no sabía cómo arrancar y me empezó a hacer toda una historia.
—¿Cuál?
—Después de que apagó el pucho, sacó con mucho cuidado varios sobres de su colección y los puso sobre la mesa. «¿Qué ves?», me dijo. «Algunos ejemplares que no tengo», le contesté. «No, boludo, de verdad», me insistió. «Y bueno, vos sabés que estas cositas me gustan, es como si los dibujitos de los sobres me transportaran a lugares, a épocas que ya no existen». «Perfecto, ¿y eso qué viene a ser?», me preguntó. «Recuerdos», le mandé, rápido. Entonces, Alberto empezó a guardar en sus bolsillos los ejemplares hasta dejar uno solo. «Sería terrible quedarse sin recuerdos, ¿no?». Y ahí me largó lo de Los Albinos. Que a él lo habían atacado y que después se avivó de lo del azúcar.
—Amplianos más, por favor.
—Sé que ustedes escuchan de todo. Así que no se cierren. Parece que el azúcar funciona como un símbolo. O directamente funciona como algo orgánico.
—Creo que entendemos. Siguiendo ese razonamiento, jugaría el papel de la cruz en el caso de los vampiros, como un símbolo del bien.
—Algo así… pero esto sería como el ajo. Como que neutraliza su capacidad.
—Pero a tu amigo no lo ayudó.
—A mí sí, pero déjenme comentarles algo más de Alberto. Después de que guardó los ejemplares puso varias fotos sobre la mesa. Eran unas fotos que tenían unos cuántos años. En una, Alberto se veía con el pelo muy negro, con mucho pelo, en la playa, con dos chiquitos. Los tres cagándose de risa. Entonces me explicó, más o menos con estas palabras: «Estas fotos me las tomaron en Mar del Plata en el 93. Y según me dijeron mis hijos —porque esos dos pendejos que ves son mis hijos—, fueron las mejores vacaciones de nuestras vidas. Bueno, no me las acuerdo un carajo». «No entiendo lo que me querés decir», respondí. Y ahí fue directo al grano: «Esos engendros, no sé de qué manera, te sacan los recuerdos, te los sacan ¿entendés?, te los extirpan como si fuera con un bisturí. Los tenés y después no los tenés más. No es amnesia. Yo miro esa foto y es como si mirara a otro tipo muy parecido». «Pero si ves fotos, ¿no volvés a recordar?», le pregunté. «No», me respondió llorando de bronca.
La entrevista no terminaba acá. A
RIEL
S. se refirió a su «enfrentamiento con Los Albinos».
—Fue en Rosario y Viel, frente al Parque Rivadavia. Entonces, no había dónde refugiarte. Era una noche de junio con una neblina terrible y ahí estaban esas dos cabezas blancas que se confundían con la bruma. Tenían ropas negras y les juro que parecía que flotaban. Uno de cada lado de la calle. Eran ellos, estoy seguro. No lo dudé y me zampé dos sobrecitos de azúcar y seguí caminado como si nada. Me temblaban tanto las piernas que casi me tropiezo. Igual alcancé a escuchar como si fuera un susurro que me heló la espalda, era algo en otro idioma, algo agudo, tenía el tono de una orden, y se te metía por los oídos, por los dos oídos. Doblé por Beaucheff y no miré hacia atrás.
La cuestión era saber el origen del mito. Ariel nos dijo que buscáramos en un hogar para ancianos, ubicado en las inmediaciones del Parque Centenario. Alguien le había contado que Los Albinos habían «practicado» ahí.
Después de varios días, logramos obtener el testimonio de E
MANUEL
G., enfermero de ese geriátrico, un pequeño hombre con un guardapolvos enorme.
—Les aclaro que yo nunca los vi. Esto primero me lo contó un enfermero que trabajó hasta el año pasado y después un abuelo de acá me lo confirmó. Ellos trabajaban de voluntarios. Eran muy callados, pero laburaban bien. Hacían las camas, les ponían y sacaban las chatas a los viejos, los llevaban al jardín que ven ustedes ahí, a tomar sol. Todo iba bien hasta que empezaron a caer como moscas. Obviamente, si se te muere la clientela te empezás a preocupar. Al principio se pensó que era una especie de virus.
Emanuel se arregló el guardapolvo pero era inútil. Las arrugas eran demasiadas, inocultables. Luego continuó.
—El director notó que la tasa de mortandad más alta se localizaba en donde se movían los albinos, que por otra parte nadie sabía distinguir, porque eran casi iguales. Otro dato curioso es que todos los que morían tenían un gesto de felicidad en la cara.
—¿Cómo es eso? —preguntamos mientras Emanuel no dejaba tranquilas las mangas de su guardapolvo.
—Imagínense un vampiro, un vampiro sediento… Estos albinos eran medio pendejos y no tenían medida. La cuestión para mí es muy sencilla. Hasta orgánica. Si vos sacás todos los recuerdos, hasta el corazón deja de funcionar, olvida su función, y estas ramitas secas que son los vejetes no oponían resistencia. Igual, me sigo quedando con lo que decía don Remigio.
—¿Quién?
—Un jovato divino, un personaje querido por todos, pero bueno, no podía durar para siempre. Don Remigio había sido químico o algo así, o al menos es lo que decía. Importante era, porque el gobierno le bancaba su estadía acá. Su muerte no tiene nada que ver con los Albinos. Don Remigio vivió hasta los cien. Y no quiso vivir más. «Ya está, pibe», me dijo esa mañana, «cien es una linda cifra. Hice todo lo que se me cantó en este mundo. Vamos a conocer los otros mundos, nomás». Ese mismo día palmó. Pero a lo que voy, es que un día, mucho antes, lo encontré apretando con fuerza una pelotita de goma con sus dientes, ¡tenía todos los dientes el hijo de puta! Pensé que era un ataque o algo así. «Quedate tranquilo —me dijo—, es una forma de sintonizar. De concentración. Hacés presión con la mandíbula, la sangre circula mejor y pensás mejor también. Y a veces es de mucha ayuda, creeme». «¿Por ejemplo?», le pregunté. «Con los cazadores me ayudaba», me dijo. Y ahí me contó de dos personajes que, según don Remigio, eran lo que antiguamente se denominaba devoradores de pecados, una especie de limpiadores de pecados. Mucho tiempo después me avivé de que seguramente se refería a estos flacos. El viejo, re pícaro, decía que él se acordaba de todo y ningún pelandrún chupacirios le iba a sacar nada. También habló de que la Iglesia ortodoxa rusa podía tener algo que ver. Según Remigio, los rusos hicieron desaparecer a los mellizos; él creía que estaban escondidos muy cerca. Habló de La Casa Rusia, si no me equivoco.
Representante de la Federación Rusa en la Argentina, La Casa Rusia, ubicada en Rivadavia al 4200, tiene entre sus objetivos «promover el conocimiento de la historia y la cultura de su pueblos. Igualmente, difundir su actual política interna y externa, su
potencial científico
, cultural y económico».
Subrayamos lo de potencial científico porque la leyenda tomaría este concepto para sustentar que tal vez los albinos, Mika y Boris, vivirían allí.
En la Administración, una mujer, una auténtica
mamushka
, con el aspecto estereotipado que el imaginario popular tiene de los rusos —típicos rasgos eslavos, una figura contundente y un acento inconfundible— atribuyó todo a una persona: Ávalos, el loco Ávalos como todo el mundo lo conoce.
Como buen paranoico extremo, fue muy difícil ubicarlo.
Nos mostró expedientes en ruso o eso aparentaba. Lo más curioso de todo fue la forma de la entrevista: un viejo auto Valiant. Toda la información que Ávalos nos proporcionó fue arriba de su vehículo.
—Si te movés permanentemente, les cuesta más ubicarte —nos aclaró de inmediato este hombre de unos 50 años, de riguroso pelo teñido azabache y un bigote tipo anchoíta aún más oscuro. Su vestimenta también aparentaba mimetizarse con su auto. Hasta podríamos decir que parecía ser un actor y se lo planteamos. Ávalos no se inmutó y siguió desarrollando su teoría.
—Los rusitos, al igual que los alemanes, son gigantes dormidos, sanguíneamente expansionistas. En el caso de Rusia, con el comunismo no les funcionó. Ok, entonces tenemos la mafia rusa y el capitalismo a lo ruso y el poder, el dominio, ¿me entienden? Ahora se hacen los buenos, los democráticos, me lo van a hacer creer a mí. Antes que me digan algo, los yanquis son una mierda también pero al menos si no los jodés no te joden, sólo te espían, nada más. Cuando todavía Rusia era comunista y se llamaba URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) en plena Guerra Fría, se utilizaban técnicas de lavado de cerebro o reprogramación cerebral para adoctrinamiento o simplemente para que el enemigo no pudiera, en caso de atrapar a un espía, poder extraerle información. Por supuesto, y como todo era secreto, a lo largo del tiempo se han tejido las más variadas historias al respecto.
Para seguir con el paralelismo con el séptimo arte, dos películas, «El Candidato de Manchuria» y su remake, «El Embajador del Miedo» (2004), reflejan la reprogramación cerebral. Pero ¿qué hay de cierto?
—Hace algunos años —continuó Ávalos—, hubo un rumor tan fenomenalmente fantástico que se desechó por completo tiempo después: el proyecto Vladivostok P21 que hablaba de una reversión al proceso de borrado, es decir, el agente borraba la información y la incorporaba a la suya. Los albinitos estos son globos de prueba que tiran los rusos para ver qué pasa.
Le preguntamos cuál sería el fin de
robar los recuerdos
.
—Es lo más parecido a
1984
(se refiere a la famosa novela de George Orwell) que vi en mi vida. En el libro, que habré leído unas cincuenta veces, el partido y el protagonista, Winston Smith, se encargaban de alterar los datos y reemplazarlos por otros falsos que después se daban por ciertos. Imaginen un ejército de estos individuos. Primer paso, unos te borran los recuerdos… y ¡quién les dice! tal vez después venga otra «serie» de ellos y te meta ahí, en el vacío que te dejaron, otras memorias. A mí que no me jodan. Yo estoy bien con mis recuerdos.
Le comentamos la experiencia de Ariel y de Alberto con los sobres de azúcar.
—Esa solución no es tan mala pero no es demasiado efectiva. No sé por qué raro motivo les cuesta más con el azúcar. Yo encontré, mejor dicho encontramos, una receta magistral que dura más, al menos por ahora. La idea sería que el barrio se vacunara. Igual, todo esto es tan imposible que no puede ser difundido en forma masiva porque pueden crear conciencia. No tengo pruebas concretas, fotos ni nada porque Los Albinos te hacen olvidar por un segundo su presencia y cuando reaccionás ya no están. Y para eso no hay azúcar ni ninguna receta magistral que valga.