Buenos Aires es leyenda 3 (15 page)

Read Buenos Aires es leyenda 3 Online

Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

BOOK: Buenos Aires es leyenda 3
12.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

Otra de sus aclamadas caridades consistió, según las crónicas, en la desinteresada ayuda que brindó a tres muchachas sumidas en la pobreza. Era tal la miseria en la que se hallaban estas mujercitas que les resultaba imposible casarse, por lo que su padre pensaba prostituirlas para poder sobrevivir. Fue entonces que el bueno de Nicolás, cierta noche, lanzó unas monedas de oro por la chimenea de aquella humilde casa, las cuales cayeron justo dentro de unas medias que las jóvenes habían colgado para que se secaran. Con aquel dinero pudo casarse la mayor de las muchachas. Nicolás repitió aquella acción en las dos noches siguientes, salvando a las tres chicas de un oscuro destino.

Chimenea, medias, regalos, noche… átomos primordiales del mito de Papá Noel.

Así y todo, el amado San Nicolás fue encarcelado y torturado, como parte de las persecuciones a los cristianos que llevó a cabo el emperador Licinio entre los años 316 y 318. Se cuenta que cuando fue liberado, gracias a otro emperador, Constantino, su aspecto distaba mucho de la rechoncha imagen del actual Santa Claus. Denegrido y raquítico, lleno de cicatrices y con el rostro quemado, el sacerdote regresó a Mira.

Según consta, murió el 6 de diciembre del año 345. Y fue esta la fecha que se tomó en algunos países europeos para instalar la leyenda: San Nicolás repartiría regalos a todos los niños buenos durante la noche del 5 al 6 de diciembre. En aquellas primeras versiones llevaba sus vestiduras eclesiásticas, generalmente verdes y blancas, montaba un burro o un caballo y, además de los numerosos obsequios, transportaba un manojo de varas para los niños desobedientes.

Uno de los países que alimentaba esta creencia era Holanda. Allí San Nicolás era
Sinter Klaas
, y tenía un ayudante, un tal
Zwarte Piet
o
Pedrito el Negro
. Los holandeses que luego emigraron a Norteamérica llevaron con ellos al santo de los regalos y dejaron a su ayudante.

En la tierra del Tío Sam, con la complicidad de escritores, dibujantes y la misma gente,
Sinter Klaas
se convirtió en Santa Claus, su caballo fue reemplazado por un trineo tirado por renos (tal vez el legendario equino no pudo soportar el sobrepeso ganado por su patrón), y el 6 de diciembre original se corrió al 25, fusionándose con la Navidad cristiana.

Las últimas pinceladas a la actual versión de San Nicolás se dieron en 1931, en la campaña navideña de
Coca-Cola
, donde aparece con su traje rojo, cinturón y botas negras.

Hasta aquí la metamorfosis mítica que dio origen a Santa Claus, Papá Noel para nosotros (del francés
Bonhomme Noël
), que transformó a un sencillo sacerdote en casi un superhéroe con residencia en el Polo Norte.

Ahora volvamos allí donde empezamos: Argentina. Buenos Aires. Villa Pueyrredón.

Hasta no hace mucho tiempo, en la noche de Navidad, los habitantes del barrio recibían sus respectivos regalos… de las manos del mismísimo Papá Noel. O, al menos, eso es lo que dice el mito urbano.

¿Cómo es esto?

La historia comienza cuando un viejo residente de Villa Pueyrredón, al que todavía se lo suele citar con nombre y apellido, Patricio Luis Pretiche, Don Patricio para la mayoría, gana el Gordo de Navidad. El hombre había jugado solo por tradición: para él comprar un billetito en todas las Fiestas, era tan importante como el pan dulce. Y decimos solo por tradición porque Don Patricio tenía un muy buen pasar económico merced a una herencia familiar que bien guardada estaba en el Banco.

Alma bondadosa, el afortunado ganador decidió invertir el dinero del premio en la felicidad de los niños de su amada Villa Pueyrredón. Fue así que, un poco en honor al premio ganado, otro poco aprovechando su natural barriga y su barba canosa y enrulada, se convirtió en el Papá Noel del barrio, un Papá Noel con todas las letras.

Algunos comentan que este buen hombre no habría podido tener hijos con su difunta esposa, y que ahí residía la raíz de su amor a los niños.

—Todavía recuerdo cuando Don Patricio vino a contarme su idea —nos reveló L
UCRECIO
M., padre de Marcelo, el mismo cuyas palabras abrieran este capítulo—. Me pidió que las cartas que los chicos le escribieran a Papá Noel se las dejáramos en el buzón de su casa, y que no compremos ningún regalo, que él se iba a encargar. Y así fue. Se apareció la noche de Navidad, a eso de las doce menos cinco, vestido de rojo y riéndose ¡jo, jo, jo!, con los regalos que Marcelito y Josefina habían pedido. Por las dudas, con mi señora habíamos comprado otras cositas, así que ese año los pibes se llenaron de juguetes. Y después nos enteramos. Don Patricio había hecho lo mismo con cada familia del barrio. Era un fuera de serie.

Cuentan que en aquella Navidad, a la que algunos sitúan a comienzos de la década del ochenta, si bien en algunas casas se recibieron los obsequios antes de la medianoche y en otras después, los adelantos o los retrasos, según el caso, no fueron de importancia. Así que, sencillamente, todos quedaron contentos: los chicos por haber recibido sus regalos de manos del mismísimo Papá Noel, los grandes por la alegría de los pequeños y porque se ahorraban el dinero de las dádivas, y Don Patricio por haberle podido brindar a su barrio una Navidad diferente.

De más está decir que estaba todo dado para que aquel «evento» barrial se repitiera en la siguiente Navidad. Y, según el mito, así sucedió, Don Patricio volvió a calzarse el traje rojo. Y en la Navidad que le siguió a aquella volvió a hacerlo. Y en la siguiente también. Y parece que cada año que pasaba mejoraba sus entradas: dicen que, a pesar de su edad, más de cincuenta por aquella época, comenzó a ingresar por alguna que otra ventana, y hasta aseguran que había una o dos casas a las que entraba por la chimenea.

¿Serán estos últimos rumores síntomas de que el boca en boca metió la cola exagerando una historia relativamente sencilla?

Es posible.

Como todo mito, este tiene dos extremos. En uno están las personas que defienden la veracidad de las andanzas navideñas de Don Patricio, como Marcelo y su papá, mientras que en el otro están los que desconfían de todo el asunto, como A
BEL
O., mozo de un bar sobre la calle J. L. Cabezón, quien nos dijo:

—La historia del Papá Noel ese la escuché mil veces y siempre le cambian algo. Que a mí me conste, el tipo ese ni existió. Mirá que llevo cuarenta años de mozo en el barrio y nunca lo vi. A mi casa, por lo menos, no vino a dejarme ni un sorrentino.

F
ERNANDA
D., dueña de una librería, también guarda sus objeciones al mito:

—Villa Pueyrredón no será grande como Palermo pero tampoco son tres manzanas locas. Por más que le busques la vuelta es imposible que una sola persona recorra todas las casas del barrio en hora, hora y media. No se puede. Lo de Patricio es un lindo cuento y nada más.

Matemática y físicamente, Fernanda tiene razón. Pero no es tan fácil matar un mito, pues aun agonizando se revuelve buscando una oportunidad, una posibilidad de seguir existiendo.

Versiones que hablan de un gemelo de Don Patricio que lo ayudaría a repartir los regalos (una suerte de
Zwarte Piet
porteño) o de cierta máquina teletransportadora, bien pueden tratarse de una muestra de esos manotazos desesperados que da la leyenda urbana al sentirse atacada.

Y parece que esa lucha por persistir da sus réditos, al menos en este caso, ya que terminamos escuchando en la boca de algunos vecinos una variación de la historia que resuelve los problemas planteados en los últimos dos testimonios. Esta línea alternativa afirma que Don Patricio fue realmente el Papá Noel que se cuenta, pero su recorrido se habría restringido a tan solo una docena de hogares, aquellos donde vivía gente que apreciaba. De ahí que no acusara serías impuntualidades en su labor. De ahí que Abel, el mozo, no recibiera nunca su visita.

No es una opción descabellada. Es más, quizá se trate de la más lógica de todas, y funciona muy bien como base real del mito urbano: luego el boca en boca, con su tendencia a exagerar las historias, habría extendido el itinerario de nuestro personaje a toda Villa Pueyrredón.

¿Y qué fue lo que pasó con nuestro Santa Claus barrial?

El destino de Don Patricio es asombroso. Su final, o, al menos, el que cuenta la gente, es en sí mismo un relato cercano y perturbador.

Diciembre de 2001. Crisis económica. Cacerolazo. El despiadado corralito no perdona a nadie… ni siquiera a Papá Noel.

Sí, Don Patricio fue una de las tantas víctimas de aquella masacre financiera. De los ahorros que guardaba en el banco, los que no se devaluaron simplemente desaparecieron. Y fue así que se encontró cerca de los ochenta años, sin familia y casi en bancarrota.

Aquella Navidad porteña no fue tan feliz, y menos en Villa Pueyrredón. En el barrio no hubo Papá Noel, al menos en persona, como estaban acostumbrados sus habitantes.

Se dice que en un primer momento, en agradecimiento a tantos ¡jojojos!, los vecinos realizaban una colecta mensual para ayudar a Don Patricio, pero parece que la buena voluntad no era suficiente porque en los días previos a la Navidad de 2002 o 2003, depende la versión, aquel hombre que nunca había tenido problemas de dinero, aceptó una changa: hacer de Papá Noel en una galería comercial, para que los chicos se saquen fotos con él.

Patricio Luis Pretiche volvía a calzarse su mítico traje. Si bien no repartiría regalos de casa en casa, el fin era el mismo: llevar alegría a los más pequeños.

Cuentan, entonces, que en una de esas calurosas tardes de mediados de diciembre, la cola, a la espera de un saludo y una foto, era inmensa. Y aquella Diosa Fortuna que le sonriera unas décadas atrás, haciéndolo poseedor de un dineral, ahora, no contenta con lo del Corralito, le volvía a dar la espalda a Don Patricio: el aire acondicionado del complejo se descompuso de repente, lo que provocó que, por primera vez, no la pase nada bien dentro de aquel traje rojo y blanco. El anciano comenzó a transpirar y transpirar, de gotas a ríos, de ríos a cataratas, la presión le fue bajando, hasta que ya no pudo mantenerse en pie y tuvo que permanecer sentado. Sin embargo, a pesar de su sufrimiento, él no demostraba nada, seguía como si estuviera en el Polo Norte, sonriéndole a cada chico que se sentaba en su regazo.

Él amaba a los niños.

Y sucedió que, así como estaba, sentado en su trono de terciopelo, empapado de sudor bajo el colorido traje, Don Patricio se descompuso del todo y, sin que tuviera tiempo a nada, sufrió un infarto fulminante.

Dicen que el débil quejido que emitió se perdió en el barullo de la galería, y que hasta pudo haberse confundido con un cansino
jojojo
.

Don Patricio había muerto… y nadie se dio cuenta. Su grueso cuerpo quedó en la misma posición, sentado en el trono. Su cabeza se ladeó un poco, el gorro se inclinó ocultándole los ojos.

Y nadie se dio cuenta.

Los chicos se siguieron sacando fotos. Algunos pensaron que Papá Noel estaba cansado, que por eso ya no se reía y se quedaba en su asiento. Pero habían esperado tanto aquel momento que, ni bien les tocaba, se sentaban en el regazo de su ídolo, lo abrazaban, clic, y a buscar la foto.

Nadie sabe con certeza cuánto duró aquello, pero gente como A
DOLFO
A. no pueden olvidar el instante en el que se supo la verdad.

—Fue terrible. Yo estaba haciendo la cola con mi hijo, y el chico que pasó a sacarse la foto estaba emocionadísimo. Se tiró encima de Papá Noel para abrazarlo, y el viejo se desplomó sobre el pesebre, haciéndolo pedazos. Todos los nenes empezaron a gritar. Nunca se me va a borrar de la mente la cara de aquel chico, el que había pasado: estaba pálido, asustado, como si a Papá Noel lo hubiera matado él.

La versión «oficial» encuadra el siniestro acontecimiento en una galería cerrada, como citamos; pero algunos, como Adolfo, no opinan lo mismo.

—Ninguna galería. Pasó al aire libre, en el Centro Comercial. ¡Me lo van a decir a mí, que estuve presente! No se rompió ningún aire acondicionado, no, era un día que hacía un calor de locos, más de cuarenta de térmica. El pobre viejo se tuvo que haber cocinado dentro de ese traje.

Por un lado Adolfo parece opinar certeramente, ya que para Navidad y Año Nuevo suelen hacerse celebraciones a cielo abierto en el Centro Comercial de Villa Pueyrredón.

Pero por otro lado el sentido común indica que, de haber sucedido los hechos en este tipo de festejos, los empleadores de Don Patricio deberían haberlo ubicado, aunque más no fuera por su edad, en algún lugar climatizado. Y aquí la versión del aire acondicionado roto vuelve a ganar validez.

Desandamos algunas de las calles del Centro Comercial, como Artigas, Griveo y Mosconi, buscando mayor información acerca del día final de Don Patricio. Muchos de los comerciantes dijeron no haber oído nunca la historia, y los pocos que sí la conocían, la tildaron de fábula navideña sin bases reales.

¿Escepticismo o pocas ganas de manchar el negocio propio con una muerte? Quizás ambas cosas… o quizá ninguna, quizá todo el asunto se trate de eso, de una fábula. ¿Pero cómo se originó entonces? M
AVI
G., una paseante de aquel Centro Comercial, fue la que nos brindó una posible pista:

—Yo no estaba en el Centro, ese día. Aunque después me lo contó medio barrio. Parece que un tipo vestido de Papá Noel se descompuso y se desmayó; pero nada más, el hombre no se murió, al rato volvió en sí. Me dijeron que los chicos que esperaban para sacarse una foto entraron en pánico. Lógico, pobrecitos; ver a Papá Noel en ese estado fue un shock para ellos.

Y luego tendríamos una vez más el boca en boca haciendo de las suyas. No es difícil imaginar a algunos de esos chicos huyendo de aquella galería inmediatamente después del incidente, demasiado asustados como para aguardar y enterarse de la recuperación de su ídolo. Para ellos Papá Noel había muerto delante de sus narices y así lo transmitirían.

Una cosa más: en ningún momento Mavi identificó al Santa Claus desvanecido con nuestro Don Patricio.

—Que yo sepa, era un tipo cualquiera —nos dijo—, nadie de importancia.

Ahora, si analizamos las dos mitades de esta leyenda urbana, tanto la que describe la «época de oro» de Don Patricio como la que relata su final, veremos que cada una parece valerse por sí misma, como si en un origen hubieran existido por separado. ¿Estaremos ante la fusión de dos mitos que tiempo atrás supieron ser independientes? De ser así, las últimas palabras de Mavi bien pueden tratarse de un eco de aquella condición perdida.

Other books

Pushout by Monique W. Morris
Hey Sunshine by Tia Giacalone
The Wedding Secret by Jeannie Moon
The Last Original Wife by Dorothea Benton Frank
PrideandSurrender by Julia Devlin