Read Buenos Aires es leyenda 3 Online
Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes
Tags: #Cuento, Fantástico
«… los matarifes se sentaban o acostaban en el suelo junto a los postes del corral, y fumaban cigarros; mientras, el ganado, sin metáfora, esperaba que sonase la última hora de su existencia; pues así que tocaba el reloj de la Recoleta, todos los hombres saltaban a caballo, las tranqueras de todos los bretes se abrían y, en poquísimos segundos, se producía una escena de confusión aparente, imposible de describir. Cada uno tenía un novillo salvaje en la punta del lazo; algunos de estos animales huían de los caballos y otros los atropellaban; muchos bramaban, algunos eran desjarretados y corrían con los muñones; otros eran degollados y desollados. […] Estuve más de una vez en medio de este espectáculo salvaje y algunas veces, realmente, me vi obligado a salvar, galopando, mi vida…».
En los orígenes del barrio, en los primeros tiempos de los nuevos corrales de Mataderos, el sistema de matanza no difería mucho del descrito por Head, salvo que este se practicaba sobre un piso de empedrado en lugar de hacerlo sobre playas cubiertas de barro y restos de cadáveres. La sangre de las reses derivaba hacia el arroyo Cildáñez, actualmente entubado, tiñéndolo de rojo y convirtiéndolo para los pobladores en el «arroyo de la sangre».
Algunos documentos cuentan que había quienes se arrojaban a este arroyo y bebían de él, suponiendo que «… las virtudes que la leyenda adjudica a la sangre de la hacienda recién sacrificada se mantienen, aunque debilitadas, en los primeros tramos donde el hilo de agua se hace escarlata».
¿Qué extraño equilibrio anidaba en aquellos mataderos, en donde convivía tanta muerte caótica con la posibilidad de engañar a la vejez?
Lo cierto fue que el mito de la sangre bovina se fue apagando a medida que, con el correr del tiempo, disminuía la labor en la hacienda; y siguió así hasta desaparecer por completo en 1929 cuando la matanza de animales se trasladó al edificio del Frigorífico.
Incluso podemos especular con la teoría de que la leyenda del Alquimista fue surgiendo a modo de reemplazo del extinguido mito, como si el barrio no pudiera continuar sin una cercana promesa de vida eterna.
Sin embargo, a pesar de nuestras conjeturas, no son pocos los que en Mataderos piensan que la historia del Alquimista es mucho más que un simple «cambio de figuritas mitológicas». Ellos dicen que el Alquimista existe realmente:
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F. (vecino): «No sé dónde vive exactamente, pero desde que tengo memoria anda por el barrio. Y siempre lo vi igual. Ahora hace un tiempo largo que le perdí el rastro; el viejo es así, se encierra por una temporada y después sale. Dicen que si tenés la suerte de que te convide un mate estás salvado. Al menos por ese año no te enfermás de nada».
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R. (vecina): «Esa es una historia muy antigua, pero nadie se pone de acuerdo. Algunos lo llaman Don Justo, otros Don Miguel, otros Don Ramiro. Y señalan siempre a un viejo distinto. Yo igual creo que el hombre existe, y le conviene toda esa confusión. Hay quienes llegan a hablar de su mate como si se tratara del cáliz de Cristo».
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G. (lencería): «Yo lo que sé, lo sé por mi abuelo. De chica, un día el nono me dijo "¿Sabés, Sarita?, lo que se dice del Alquimista es cierto. Mirá". Y me mostró dos fotos. Una muy antigua que no sé de dónde la había sacado. Era de cuando se inauguraron los mataderos en marzo de 1900 La otra foto la había recortado de un diario. Mostraba la toma del frigorífico Lisandro de la Torre en 1959. Me acuerdo que me asusté mucho cuando el nono me señaló que había un hombre mayor que aparecía en ambas fotos. Ahí estaba, idéntico, mezclado entre la gente, en una imagen y en la otra. Era el mismo. Ya estaba viejo en 1900, y sesenta años después estaba igual. Nunca pude olvidarme de su cara, de su barba, de sus ojos. Mi abuelo decía que ese hombre era inmortal, que se llamaba Miguel, como el ángel de la Biblia, y que todavía vivía en el barrio. A mí, una vez, me pareció verlo».
Lamentablemente el abuelo de Sara murió hace treinta años. Y las fotos se esfumaron con él.
Pero el tema se hallaba lejos de morir. Todo lo contrario: estaba a punto de dispararse en una dirección inesperada.
Si hay algo que hemos aprendido con el pasar de tantos mitos es que el ser perseverantes siempre nos conduce a algo singular, sorprendente. Y esta investigación no fue la excepción.
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E. apareció cuando cumplíamos nuestra décima jornada de «rastrillaje barrial». Nos conectó con él el dueño de un puesto de diarios sobre la Avenida Directorio, quien se asomó entre sus revistas y se ofreció a ayudarnos a encontrar lo que sea que estuviésemos buscando, ya que hacía un par de días que nos veía deambulando por el barrio sin rumbo fijo. Cuando le revelamos el motivo de nuestro peregrinaje, nos habló de Rafael.
—Él sabe —nos dijo—. Y además le gusta hablar del asunto. Yo le creo la mitad de las cosas. Un día me dijo que recibía mensajes de Perón por la radio. Pero a ustedes les puede servir.
Debíamos esperarlo hasta las seis y media de la tarde.
—Nunca falta —nos aseguró—. Se acostumbró a cuando el
Crónica
sacaba la Quinta y la Sexta, y como ahora no salen más le tengo que guardar la edición de la mañana.
Y así fue. Rafael se hizo presente seis y media en punto. El dueño del puesto nos presentó al hombre, de unos cincuenta años, lentes de marco grueso, gorra de cuero con visera, rompevientos, pantalón de gimnasia y mocasines al tono. Todo un personaje. Ya con el diario bajo el brazo, el recién llegado se dispuso a escucharnos.
No hizo falta mucho preámbulo para que Rafael hablara. Apenas nombramos la leyenda del Alquimista de Mataderos, sonrió y comenzó.
—Van a pensar que es el típico caso de la historia contada por el amigo del amigo, pero es así nomás: soy amigo de uno de los mejores amigos del hombre que están buscando. Yo tampoco quería creerlo en un principio, pero es hacerlo o reventar. Don Justo, el Alquimista, no se muere más.
Ante semejante certeza, tomamos la palabra.
—¿Usted llegó a verlo en persona?
—Sí, una sola vez, el día que mi amigo me llevó a su casa.
—Entonces sabe dónde vive.
—Sí, pero no se los puedo decir. Lo prometí. Son muchos los que saben que Don Justo está acá, en el barrio, pero muy pocos los «elegidos» que conocen la dirección exacta de su hogar. Y él quiere que siga siendo así. Dicen que entre esos pocos «elegidos» hay famosos, gente de la farándula que lo visitan periódicamente, como Nacha Guevara y Teté Coustarot, pero eso sí que no se los puedo asegurar.
—¿Es cierto que el mate de este hombre tiene algo de milagroso?
—Don Justo siempre le agrega a su mate unas gotitas del elixir de la vida, una cantidad que no te hace eterno, pero te deja con una salud de fierro. Así se mantiene él, tomando sus mates, y está siempre igual.
—Entonces los famosos que citó vienen por el mate también.
—Les repito que tengo mis dudas de que esas visitas existan. Pero de ser cierto, sí, pienso que vendrán a matear con Don Justo para seguir evitando la vejez.
—Pero él no la evitó, él se mantiene viejo.
—Eso es cosa de él.
La conversación se extendió unos pocos minutos, pero Rafael no nos dijo mucho más. Parecía apurado. Y realmente lo estaba.
—Me tengo que ir —se excusó—. Está por empezar el partido y no me quiero perder nada. Les voy a dar la dirección de mi amigo, me agarraron en un buen día. De todas maneras no creo que los reciba.
Nueva Chicago, el equipo de fútbol más popular del barrio, jugaba en menos de una hora.
Rafael nos dio la dirección de Ernesto, tal el nombre de su amigo y, según sus palabras, mano derecha del mítico Alquimista. Le dimos las gracias y Rafael se despidió con un extraño consejo.
—Conozco los libros de ustedes. Muéstrenselos a Ernesto, sobre todo el segundo.
Luego dio media vuelta y se alejó, el diario siempre bajo el brazo. Lo último que le vimos hacer fue meter una mano en el bolsillo de su rompevientos y sacar lo que nos pareció una radio portátil. Se la llevó al oído y dobló la esquina, desapareciendo para siempre.
¿La previa del partido o un mensaje del más allá?
No revelaremos la dirección exacta de Don Ernesto, pero sí diremos que la misma nos resultó interesante.
Antes de desembarcar en Mataderos poseíamos diferentes versiones del mito del Alquimista. Unas pocas de ellas, si bien no especificaban el domicilio exacto del legendario personaje, arriesgaban la calle en la que se hallaría su morada, una calle con un nombre singular: Viejo Bueno.
Es más, guardábamos un testimonio que aseguraba que tal denominación homenajeaba al Alquimista, haciendo referencia a su espíritu bondadoso, espíritu que lo llevaba a compartir su posesión más preciada a través de algo tan sencillo como un buen mate.
Nos duele desacreditar un matiz tan romántico como este último, pero todo parece indicar que el nombre de esta breve arteria urbana (se extiende solo por tres cuadras, entre Albariño y Basualdo) no le hace honor a nuestro héroe. A pesar de que en muchos de los mapas que circulan por la ciudad podemos verla bajo la etiqueta que ya citamos, Viejo Bueno, debería verse, si queremos respetar su verdadero origen, bajo las mismas letras, en el mismo orden, pero formando una sola palabra: Viejobueno. ¿Por qué? Pues porque hacen referencia a Domingo Viejobueno, un antiguo jefe de la policía de Buenos Aires.
Así fue que cuando Rafael nos indicó que la casa de su amigo Ernesto quedaba sobre Viejobueno, no pudimos evitar que nos llamara la atención. ¿Casualidad? Seguramente. Aun así no podemos silenciar nuestras mentes: de ser ciertas las versiones que rescatamos, ¿vivirán sobre la misma calle Don Ernesto y el esquivo Alquimista? Esta cercanía, ¿habrá colaborado para el nacimiento de la amistad que, según nuestro informante, los une?
Llegamos al domicilio indicado. Luego de llamar a la puerta unas tres veces, la misma se abrió apenas unos centímetros, y a través de aquella mínima brecha surgió una voz lenta y carrasposa:
—¿Qué buscan?
—¿El señor Ernesto?
—¿Qué buscan?
—El señor Rafael nos dio su dirección. Nos dijo que usted era una de las personas más allegadas al hombre que llaman el Alquimista. Nosotros…
El hombre no nos dejó terminar.
—No me interesa. No tengo ganas de hablar ahora.
—Pero…
—Adiós.
La puerta comenzó a desandar el corto camino que había recorrido. Entonces recordamos el consejo de Don Rafael. Con la velocidad de un vaquero en un duelo, «desenfundamos» el ejemplar de
Buenos Aires es leyenda 2
que habíamos llevado y lo pusimos delante del ya casi inexistente espacio que separaba la hoja del marco.
—Somos escritores, queremos mostrarle nuestro traba…
La puerta se cerró con un ruido a madera rota. No habíamos sido lo suficientemente rápidos. Esperamos unos instantes. Nada. Pensamos en insistir, en golpear a la puerta una vez más. De hacerlo las cosas podían ponerse peor, sin dudas. Tal vez otro día…
—¿Por qué pusieron una paloma en la tapa? —la puerta se había abierto unos centímetros otra vez. La voz del hombre salía por el nuevo resquicio.
—Por muchas razones, pero digamos que ilustra la primera investigación del libro, acerca de un mito urbano referente a las palomas de Plaza Congreso.
No extendimos más nuestra explicación por miedo a que nuestro interlocutor pensara que nos abusábamos de su repentina predisposición a escucharnos.
El silencio se extendió durante unos segundos. Entonces la puerta se abrió hasta la mitad. Detrás de ella había un anciano de pelo y barba gris. Se paraba bien erguido. Era flaco y muy alto. Mediría, estimamos, cerca de los dos metros. Desde aquellas alturas nos miraban unos ojos vivaces que resaltaban en la penumbra del interior de la casa.
Brotó un «Pasen» desde algún lugar debajo de aquellos ojos, y la figura del anciano retrocedió, hundiéndose en las sombras.
Nuestras investigaciones nos han regalado momentos en los que creemos estar dentro de un capítulo de
Los Expedientes Secretos X
, en los que nos sentimos en la piel de los inolvidables Mulder y Scully.
Este fue uno de esos momentos.
Cruzamos el umbral.
Ruido a madera rota.
La puerta se había cerrado a nuestras espaldas.
Cuando nos acostumbramos a aquellas tinieblas pudimos distinguir un ambiente amplio de techos altísimos. La sala comunicaba por medio de arcadas a otras tres habitaciones. Desde una de ellas nos llegó la voz del hombre.
—¿Té, café, mate?
Nos inclinamos por el café. Al rato, la misma figura barbada que nos había recibido, apareció con dos tazas llenas y las dejó sobre un viejo escritorio, en el que descansaba una máquina de escribir y algunos papeles desordenados. El hombre acercó dos sillas al escritorio y él se sentó en otra que ya estaba allí. Luego nos señaló el par de asientos que acababa de traer. Obedecimos y también nos sentamos.
Mientras dábamos los primeros sorbos de café, nuestro anfitrión nos confirmó que se trataba de Ernesto, amigo de Rafael, aunque amigo no fue la palabra que utilizó…
—Casi no me quedan amigos. A Rafael lo conozco y punto. He tenido buenas charlas con él. Nada más. ¿Puedo? —Ernesto se refería al ejemplar de
Buenos Aires es leyenda 2
que sosteníamos.
—Es todo suyo —le dijimos mientras se lo extendíamos. Ernesto lo tomó con manos arrugadas y callosas—. Acéptelo como un regalo, como un agradecimiento por su hospitalidad.
—Seamos honestos, caballeros: no soy bueno recibiendo gente. Así que lo de hospitalidad guárdenselo para otra ocasión. Me gustan las palomas.
—Ah, sí… qué bueno —dijimos rogando que no se pusiera a revisar el primer capítulo del libro. Allí no se describían a las palomas justamente como animalitos inofensivos.
—Me gustan en serio. Son de otro planeta.
Esa última afirmación, dicha por otra persona, habría significado algo así como «son extraordinarias» o «me apasionan». Dicha por Ernesto sonó a que realmente las aves provenían del espacio exterior.
Para nuestro alivio solo consultó el índice y dejó el libro sobre el escritorio.
—¿Y bien? —dijo acomodándose en su asiento. Tomamos la pregunta como una invitación a abrir el juego sobre nuestra leyenda urbana. Y así lo hicimos. Le hablamos de los rumores, del mito, de lo que decía la gente del barrio, de lo que decía Rafael.