Read Buenos Aires es leyenda 3 Online
Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes
Tags: #Cuento, Fantástico
La ecuación parece sencilla: dos leyendas urbanas surgidas, cada una, de hechos reales luego exagerados por el boca en boca, ambas compartiendo un protagonista de características similares. Solo habría que conseguir que sendos protagonistas sean la misma persona y listo, mitos fusionados. ¿Pero cómo hacer que un adinerado habitante del barrio termine trabajando por unos pesos en un Centro Comercial? ¿Se agotó su fortuna? No es muy creíble, Don Patricio era bueno, pero no tonto. ¿Se la robaron? Esta versión pudo haber existido durante un tiempo, pero al tildar a Villa Pueyrredón de «peligrosa» no les caería muy simpática a sus habitantes y habría perdido fuerza. Y así, mutando, tanteando una y otra variante, respetando las leyes darwinianas del mito (la supervivencia de la versión más apta), en algún momento alguien relacionó los hechos de finales de 2001 y descubrió que era la amalgama perfecta: Don Patricio había sido víctima del corralito.
Nunca sabremos si la leyenda urbana se construyó de esta manera, pero no deja de ser una posibilidad, interesante por cierto.
Una última observación. Tal vez se trate de una coincidencia, pero no podemos hacer la vista gorda.
Las crónicas dicen que, para aquella célebre campaña de
Coca-Cola
de 1930 que consolidó la iconografía de Santa Claus, el primer modelo que se tomó para delinear el aspecto del personaje fue un vendedor jubilado llamado… Lou Prentice. ¿No les suena? Lou Prentice, Luis Pretiche. Sí, el nombre completo de nuestro Papá Noel barrial: Patricio Luis Pretiche. ¿Será esta la prueba de que Don Patricio no existió, de que alguien inventó la historia y que luego su protagonista fue tomando el nombre, porteñizado, de este olvidado vendedor, en quien se basa la actual figura del Padre Navidad? ¿Habrá que darles la razón a aquellos que aseguran que el desinteresado periplo de Don Patricio es solo una fábula navideña?
Pero por más que ataquemos, una y otra vez, la veracidad de este relato, solo volveremos a comprobar lo difícil que es echar por tierra un mito: cuanto más apretamos el nudo, más lucha por existir.
Piensen si no en el mito de Papá Noel, pero no en el barrial, piensen en ese mito que vivió en cada uno de nosotros cuando éramos niños, ese que llenó de magia nuestras primeras Navidades, ese que fue derribado por aquel desconsiderado compañero de escuela. Papá Noel son los padres. ¡Qué idea tan absurda! Idea que, sin embargo, terminábamos por creer, porque todos la creían, porque nuestros mismos padres se revelaban como tales. Pero ¿qué autoridad tenía ese compañero para desacreditar semejante leyenda? ¿Qué sabían, en definitiva, nuestros padres de la existencia o no de aquel ídolo? Ellos dejaron de creer en Papá Noel por las mismas razones que nosotros, y luego habían tomado su lugar, y a sus padres, nuestros abuelos, les habría pasado algo semejante, y así. El escepticismo hacia Papá Noel tiene todo el aspecto de un mito, pues se trata de una costumbre que se transfiere de generación en generación sin hacerse grandes preguntas: Papá Noel no existe y punto. ¿Cuál es la leyenda entonces? ¿La que nos habla de aquel gordito vestido de rojo que nos visita el 24 de diciembre a la noche o la que nos asegura que nuestros padres se hacen pasar por ese mismo gordito?
No es fácil matar un mito. Y el de Papá Noel no es la excepción. O me van a decir que, en el fondo, oculta por un manto de «madurez», no guardamos la esperanza de que Papá Noel realmente exista.
Aquel regalo junto al arbolito, ese que no dejamos nosotros ni vimos que fuera dejado por nadie, ese de envoltorio brillante; podemos suponer que fue dejado por algún familiar sin que nos diéramos cuenta, o podemos pensar que lo dejó… ¿por qué no?… Él.
¿Quién no conoce este cuento de hadas?
En la ciudad alemana de Hamelin había una imparable invasión de ratas. Los roedores eran los dueños de la ciudad y parecía que nada los detendría.
En un gesto desesperado, el alcalde ofreció una enorme bolsa llena de monedas de oro para aquel que eliminara la plaga. Nadie se presentaba.
Cuando las esperanzas se estaban perdiendo, apareció un personaje inusual. Alto, delgado, vestido de brillantes colores, un sombrero con una pluma y una flauta. El personaje aseguró que antes del final del día terminaría con el problema.
El flautista se dirigió a la calle principal y al hacer sonar su mágico instrumento, las alimañas quedaron automáticamente fascinadas y siguieron al flautista hasta un precipicio. Las ratas se lanzaron y desaparecieron para siempre. Completada su obra, volvió a la ciudad para hacer efectiva su recompensa. Y entonces…
Este es uno de los antiguos barrios de Buenos Aires y como tal, cercano a las derivaciones del
Mar Dulce
, como denominó el español Juan de Solís al Río de la Plata.
Los inicios del barrio vienen del siglo XVII, cuando empezaron a instalarse construcciones rústicas que almacenaban cueros y otros productos que entraban o salían de la ciudad. Estas construcciones se conocían como «barracas». Ya en el siglo XIX era utilizado por las familias más adineradas del país como lugar de esparcimiento, lo que produjo la edificación de esmeradas casonas y casas quintas. Familias como los Álzaga, los Balcarce o los Montes de Oca se codeaban y lucían sus poderosas mansiones. Ese momento de esplendor se interrumpió de manera abrupta debido a la epidemia de fiebre amarilla de 1871, que se lleva la vida de al menos 13.000 personas. La peste alcanza tales dimensiones que produce una reestructuración definitiva de Buenos Aires. En el caso de Barracas, las familias, dueñas de esas prodigiosas mansiones, huyen hacia el norte de la Capital.
Acá queremos detenernos para puntualizar lo que podría ser un antecedente de las leyendas actuales.
Cuando se produce el brote de fiebre, en un conventillo de San Telmo se celebraba el carnaval. Cuenta la leyenda que, al año siguiente, junto con el Rey Momo, la máxima autoridad del festejo, aparece un muchacho negro de apellido Apey, el negrito Apey, que tocaba una especie de tambor llamando a las almas en pena que no querían abandonar sus casas y las conducía directamente al Riachuelo para que se purificaran y ascendieran para su descanso eterno. Recordemos que en esa época el Riachuelo, si bien era sucio por los desperdicios, sobre todo de las curtiembres, no estaba prácticamente contaminado. Según se cuenta, estas ceremonias que tomaban algunos elementos africanos y autóctonos fueron prohibidas por la Iglesia, horrorizada de esos «ritos paganos». Pero los carnavales continuaron igual…
Barracas entonces se pobló con inmigrantes de muchas nacionalidades pero en especial italianos, reconvirtiendo al barrio en un lugar de gente trabajadora y también de gente de baja calaña que se juntaba en diferentes cafetines de la zona. La incorporación de varios puentes entre la capital y la provincia le dio un lugar estratégico y Barracas tuvo un vertiginoso crecimiento que se mantiene hasta mitad del siglo XX, cuando comienzan a cerrarse fábricas. Finalmente, una autopista a principios de los ochenta desvaloriza al barrio.
Y llegamos a fines de los 80.
Y al Flautista.
Todo o casi todo nos remite a José Schiarrota, mejor conocido como Don Pepe. Este verdadero monumento de ternura y abnegación para con los más chicos merece un párrafo aparte. Su historia se remonta a los años 40. Junto a un grupo de amigos construyó dos plazas, una para varones y otra para nenas, ubicadas en General Hornos y Aristóbulo del Valle. No contento con esto, Don Pepe sorteaba juguetes que le pedía a los fabricantes como donación. Aparentemente esto no era por casualidad, ya que Don Pepe era corredor de juguetes, y por ese motivo conocido por todos los fabricantes de los mismos. La cuestión siguió y aprovechando su fama los recolectaba y donaba a escuelas y hogares de Barracas. En las fiestas se disfrazaba de Rey Mago.
En los 90, gracias a la Municipalidad y a la ayuda de comerciantes y vecinos, se pudo construir, en el predio de las plazas, un Polideportivo, con la particularidad de que es el único que fue bautizado con el nombre de su personaje inspirador estando este aún vivo. Por lo tanto, al lugar se lo bautizó como Polideportivo Don Pepe.
Como decíamos antes, nuestra leyenda tiene mucho que ver, o al menos uno de sus posibles orígenes, con este personaje apodado El Papá Noel de Barracas.
Don Pepe, en uno de sus últimos viajes al interior, habría conocido a nuestro Flautista, que se hacía llamar Hassan y provenía de Túnez. Esto habría ocurrido a finales de los 80, cuando la Argentina se encontraba sumida en plena hiperinflación. Don Pepe veía con mucha preocupación este proceso y redoblaba sus esfuerzos para llevarle alegría a sus queridos niños. Por lo que se trae a Hassan y lo lleva a diferentes lugares, entre ellos al hospital de Pediatría Pedro de Elizalde, donde el Flautista (y aquí se mezclan diferentes estereotipos) habría fascinado a una serpiente cobra para salir de su canasta y también habría alejado a todos los roedores del hospital. Se cuenta que la melodía que producía su extraña flauta curó a varios niños.
Como en todo mito, la tarea de rastrear testimonios fue sumamente ardua. Recorrimos el viejo edificio del Hospital de Niños, ubicado en Av. Montes de Oca y Av. Caseros sin obtener resultados. Las negativas e inclusive las burlas eran lo corriente. Después de dos días de investigación en el hospital, nos marchamos con las manos vacías. Resignados, nos fuimos a tomar un café a un pequeño buffet del hospital. La investigación no venía demasiado bien, ya que Don Pepe había fallecido y se había llevado muchos detalles de nuestra leyenda a la tumba.
En eso, se nos acerca un hombre de unos cuarenta años con una bata verde, de las que se ponen los médicos. Aquí reproducimos el diálogo:
—Sé que están buscando información sobre Hassan, el tipo de la flauta, ¿no?
—Así es.
—Yo soy médico del Pedro Elizalde y no les voy a revelar mis datos porque en la institución se ha arrojado un manto de silencio sobre Hassan.
—¿Por qué?
—Imagínense, alguien que con la música puede curar a la gente. El caso es que cuando ese personaje pasó por acá, yo era practicante. Me acuerdo que ese día el hospital estaba conmocionado porque vendría Don Pepe.
—Lo conocemos.
—Ah, bueno, me ahorro los comentarios. Cayó con un montón de bolsas de juguetes y detrás de él apareció un hombre rarísimo, muy delgado. Tenía la cara de un color… como si se hubiera puesto betún. Y los ojos parecían dos piedras negras.
—¿Es verdad que tenía una serpiente, una cobra exactamente, que hizo salir de su canasta?
—Eso no lo vi. Si bien como practicante no me manejaba libremente, pude observar cuando entró en Oncología. Hacía sonar ese instrumento y el sonido parecía acariciarnos. Por favor, ver la sonrisa de esos pibes, no tenía precio. Pero lo más increíble sucedió días después. Era comentario en todo el hospital. Cada uno de los chicos a los cuales el Flautista les había obsequiado, digamos, su melodía, mostraba cierta mejoría. Hubo un par de casos de remisión tumoral. Oficialmente no hubo comentarios. Como yo era todavía joven decidí ir a buscar al Flautista, quería traerlo de vuelta. ¡Ya me imaginaba ganando el premio Nobel!
—Fue a verlo a Don Pepe, seguramente.
—Claro, eso fue lo primero que hice. Me acuerdo que hasta llevé radiografías. Le pregunté cómo ubicar al Flautista. «Me encantaría, muchachito,» me dijo, «pero se las tomó. Tenía otros compromisos. ¿Pero estuvo bien?».
Me dio una palmada en la espalda con una de sus manos enormes, como diciendo «y qué le vas a hacer» y me habló de sus otros proyectos. No me quedé satisfecho con la respuesta, y traté de averiguar. Ahí me enteré lo del pacto.
—¿El pacto?
—Sí. Parece que hubo un malentendido. El Flautista entendió que Don Pepe le iba a pagar por sus servicios. Cuando se enteró de que no era así, se fue. Dijo que esa promesa incumplida tendría consecuencias. Nunca pude averiguar cuáles. De todas maneras, utilicé la música con algunos pacientes. No sé si se curan, pero al menos les hace bien. A veces me dicen que soy como un Patch Adams, ese médico que, dicen, utilizaba la terapia del humor como tratamiento.
—¿Y pudo encontrar al Flautista?
—No, pero me dijeron que lo habían visto varias veces por el barrio, por la calle California. Estuve recorriéndola varios días pero jamás me lo crucé. Aunque pasaron muchos años, si se enteran de algo, tendría muchas preguntas para hacerle. Y no por mí, sino en nombre de la ciencia.
De inmediato orientamos nuestra investigación a la calle mencionada. Los resultados preliminares eran muy desalentadores. Era como una respuesta colectiva: «Por acá vimos pasar de todo, chorros, villeros, políticos, pero nunca alguien con una flauta, seguramente se la hubieran afanado». Archivamos el mito un largo tiempo. Esperábamos que la leyenda siguiera su curso y saliera a la luz.
Dio resultado.
Y no solo eso, nos topamos con un personaje inesperado: la «Vieja del Agua».
Si bien se la asocia con un personaje servicial, amiga de sus amigos, alguien rústico y de buenos sentimientos, su historia alcanza dimensiones inesperadas.
«Estamos un poco mejor gracias a la vieja del agua», es la respuesta casi unánime.
Y algo de esa respuesta estaba en el Riachuelo, ese curso de agua impura, que rodea parte de la zona sur de nuestra Capital.