Cuentos completos (206 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
5.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Si tuviéramos los cohetes…

—Déjame adivinarlo. Podríamos conducir la nave hacia el agujero negro y utilizar nuestra muerte para enviar un mensaje. Eso tampoco funcionaría. Seguiría siendo una pulsación procedente de cualquier parte.

—No era eso lo que pensaba —protestó Funarelli—. No tengo interés en morir heroicamente. Pensaba en que tenemos tres motores. Si pudiéramos sujetarlos a tres rocas de buen tamaño y enviarlas de una en una al agujero, se producirían tres estallidos de rayos X y, si las lanzáramos con un día de diferencia, la fuente se detectaría perfectamente contra las estrellas. Eso sería interesante, ¿no? Los técnicos lo captarían de inmediato, ¿verdad?

—Tal vez. De todos modos, no tenemos cohetes y no podemos sujetarlos a las rocas aunque… —Estes se calló de pronto. Luego, añadió, con la voz alterada—: Me pregunto si los trajes espaciales están intactos.

—¡Las radios de los trajes! —exclamó Funarelli.

—Qué va, sólo llegan a pocos kilómetros. Estoy pensando en otra cosa. Estoy pensando en salir. —Abrió el armario de los trajes—. Parecen estar en buen estado.

—¿Para qué quieres salir?

—Quizá no tengamos cohetes, pero aún tenemos músculos. A1 menos yo. ¿Crees que podrías arrojar una piedra?

Funarelli intentó mover el brazo y una expresión de dolor le cruzó el semblante.

—¿Puedo saltar al Sol? —se lamentó.

—Pues yo saldré a arrojar unas cuantas… El traje parece estar en buenas condiciones. Quizá pueda echar unas cuantas en el agujero. Espero que funcione la burbuja de aire.

—¿Tenemos aire suficiente? —se alarmó Funarelli, con inquietud.

—¿Tendrá eso importancia dentro de dos semanas? —replicó Estes, con aire cansado.

Todo astrominero debe salir de la nave en ocasiones: para efectuar reparaciones, o para recoger un trozo de material.

Por lo general, se trata de un momento emocionante, ya que al menos supone un cambio.

Estes no sentía mucha emoción, sólo una gran angustia. Era una idea tan primitiva que le daba vergüenza. Morir ya era bastante malo, pero morir como un tonto era peor.

Se encontró en la negrura del espacio, con las estrellas rutilantes que había visto cien veces; pero con la diferencia de que, bajo el reflejo tenue del pequeño y lejano Sol, estaba también el fulgor opaco de cientos de trozos de roca que en otro tiempo debieron de formar parte de un asteroide y en ese momento componían una especie de pequeño anillo de Saturno en torno de un agujero negro. Las rocas parecían inmóviles, pues se desplazaban junto con la nave.

Estes evaluó la dirección en que giraban los astros y supo que la nave y las rocas se desplazaban en dirección contraria. Si podía arrojar una piedra en la dirección del movimiento de las estrellas, neutralizaría parte de la velocidad de la piedra en relación con el agujero negro.

Si neutralizaba poca velocidad o si neutralizaba demasiada, la piedra caería hacia el agujero, lo rozaría y regresaría al punto de partida; si neutralizaba la suficiente velocidad, se aproximaría hasta ser pulverízada por el efecto de marejada, y los granos de polvo perderían celeridad y caerían en espiral hacia el agujero, liberando rayos X.

Utilizó su red de acero de tantalio para recoger piedras, escogiéndolas del tamaño de un puño. Agradeció que los trajes modernos permitieran plena libertad de movimientos y no fueran ataúdes, como los de los primeros astronautas que llegaron a la Luna más de un siglo atrás.

Una vez que tuvo suficientes piedras, arrojó una y vio su brillo trémulo y cómo se desvanecía en la luz solar mientras caía hacia el agujero. Aguardó, pero no pasó nada. No sabía cuánto tardaría en caer en el agujero negro, suponiendo que cayera allí, pero contó hasta seiscientos y arrojó otra.

Una y otra vez repitió la operación, con una enorme paciencia nacida del temor a la muerte, y al fin se vio un repentino resplandor en la dirección del agujero negro: luz visible y un estallido de radiación de alta energía que sin duda incluía rayos X.

Tuvo que parar a recoger más piedras, y luego consiguió ya el adecuado cálculo de la distancia. Estaba acertando casi siempre. Se orientó de tal modo que el tenue destello del agujero negro se pudiera ver por encima de la nave. Ésa era una relación que no cambiaba mientras la nave giraba sobre su eje.

Notó que acertaba casi siempre. Aquel agujero negro debía de ser mayor de lo que él creía y engullía a su presa desde una mayor distancia. Eso lo hacía más peligroso, pero aumentaba las probabilidades de que los rescataran.

Regresó a la cámara de presión y entró en la nave. Tenía los huesos molidos y le dolía el hombro derecho.

Funarelli lo ayudó a quitarse el traje.

—Ha sido sensacional. Estuviste arrojando piedras al agujero negro.

Estes asintió con la cabeza.

—Sí, y esperó que mi traje haya detenido los rayos X. No quiero morir envenenado por la radiación.

—Se verá esto en la Tierra, ¿verdad?

—Sin duda, pero quién sabe si le prestarán atención. Lo registrarán y se preguntarán qué es; pero ¿qué los hará venir a echar un vistazo? Tengo que pensar en algo que los haga venir, en cuanto haya descansado un poco.

Una hora después, se puso otro traje espacial. No tenía tiempo para esperar a que las baterías solares del primero se recargaran.

—Espero no haber perdido la puntería —dijo.

Salió de nuevo, y resultó evidente que, aun concediendo un mayor margen en cuanto a velocidad y dirección, el agujero negro seguía engullendo las piedras que se le acercaban.

Estes recogió tantas piedras como pudo y las dejó cuidadosamente en una hendidura del casco de la nave. No se quedaban allí, pero se desplazaban con suma lentitud y, cuando Estes hubo apilado todas las que pudo, las que estaban allí al principio no se habían dispersado más que bolas en una mesa de billar.

Luego, las arrojó, tenso al principio, pero con creciente confianza, y el agujero negro centelleó una y otra vez.

Le pareció que era cada vez más fácil acertar en el blanco, que el agujero negro crecía con cada impacto y pronto los devoraría con sus fauces insaciables.

Era sólo su imaginación, desde luego. Finalmente, se le acabaron las piedras, aunque de todos modos no hubiera podido arrojar más. Tenía la sensación de haberse pasado allí horas enteras.

Cuando estuvo de regreso en la nave, Funarelli lo ayudó a quitarse el casco.

—Es todo —dijo Estes—. No puedo hacer más.

—Provocaste bastantes destellos —lo animó Funarelli.

—Muchísimos, y sin duda los registrarán. Ahora tendremos que aguardar. Tienen que venir.

Funarelli lo ayudó a quitarse el resto del traje a pesar del dolor. Luego, se quedó de pie, gruñendo y jadeando.

—¿De veras crees que vendrán, Ben?

—Yo creo que sí —respondió Estes, como si pudiera forzar los hechos por la mera fuerza del deseo—. Tienen que venir.

—¿Por qué dices que tienen que venir? —preguntó Funarelli, en el tono de alguien que desea aferrarse a una esperanza, pero no se atreve.

—Porque me he comunicado. Somos no sólo los primeros que se topan con un agujero negro, sino los primeros que lo usan para comunicarse. Somos los primeros en usar el sistema de comunicación más avanzado del futuro, el que podría enviar mensajes de una estrella a otra y de una galaxia a otra, y que también podría ser la máxima fuente de energía…

Resollaba, y parecía fuera de sí.

—¿De qué estás hablando?

—He tirado las piedras con un ritmo concreto, Harvey, y los estallidos de rayos X surgieron a ese mismo ritmo: tres destellos consecutivos, una pausa, tres destellos espaciados, otra pausa y otros tres parpadeos consecutivos; y así sucesivamente.

—¿Y?

—Es anticuado, muy anticuado, pero es algo que todos recuerdan de los tiempos en que la gente se comunicaba usando cables por donde circulaba corriente eléctrica.

—¿Te refieres al fotógrafo…, perdón, al fonógrafo?

—El telégrafo, Harvey. Esos destellos que produje se registrarán y la primera vez que alguien mire ese registro se armará un revuelo. No sólo detectarán una fuente de rayos X, sino una fuente de rayos X moviéndose lentamente contra las estrellas, lo que será indicio de que se produce en nuestro sistema solar. Pero además verán una fuente de rayos X que una y otra produce la señal de SOS. Y, si una fuente de rayos X grita pidiendo socorro, sin duda vendrán a toda prisa… al menos… para ver qué… hay…

Se quedó dormido. Cinco días después llegó una nave robot.

El incidente del tricentenario (1976)

“The Tercentenary Incident”

Cuatro de julio del año 2076. Por tercera vez, el sistema convencional de numeración, basado en potencias de diez, había llevado los dos últimos dígitos del año a ese inolvidable 76 que presenció el nacimiento de la nación.

Ya no era una nación en el viejo sentido, sino una expresión geográfica, parte de esa totalidad más amplia que conformaba la Federación de toda la humanidad de la Tierra, junto con las colonias de la Luna y del espacio. Sin embargo, por cultura y por herencia continuaban existiendo el nombre y la idea, y esa parte del planeta, designada con aquel viejo nombre, seguía siendo la zona más próspera y avanzada del mundo. Y el presidente de Estados Unidos aún era el personaje más poderoso del Consejo Planetario.

Lawrence Edwards contemplaba la pequeña figura del presidente desde sesenta metros de altura. Vagaba sin rumbo sobre la multitud, sintiendo en la espalda el carraspeo del motor de flotrón. Lo que veía Edwards se parecía a lo que cualquiera vería en una escena de holovisión. Cuántas veces habría visto él figuras así de pequeñas desde su sala de estar, figuras diminutas en un cubo luminoso y con aspecto de ser tan reales como homúnculos vivientes, hasta que las traspasabas con la mano.

No se podía traspasar con la mano las decenas de millones de figuras que cubrían los espacios abiertos que rodeaban el Monumento a Washington. No se podía traspasar con la mano al presidente. En cambio, lo que sí se podía hacer era tocarlo, extender el brazo para estrecharle la mano.

Edwards pensó socarronamente que hubiera sido mejor prescindir de esta tangibilidad y deseó encontrarse a más de cien kilómetros de distancia, vagando sin rumbo en el aire sobre un yermo aislado y no allí, donde debía estar alerta a cualquier indicio de desorden. No hubiera tenido que estar allí de no ser por la dichosa mitología del «contacto físico».

Edwards no admiraba al presidente Hugo Allen Winkler, el número cincuenta y siete del país.

El presidente Winkler le parecía un hombre vacío, un seductor, un cazador de votos, un politicastro. Era un hombre decepcionante, después de las esperanzas depositadas en él durante sus primeros meses de gobierno. La Federación Mundial corría el peligro de desmembrarse antes de haber cumplido su misión, y Winkler no podía hacer nada para impedirlo. Se necesitaba una mano fuerte, no una mano complaciente; una voz férrea, no una voz meliflua.

Allí estaba, estrechando manos en medio del espacio protector creado por el Servicio, mientras Edwards y otros agentes vigilaban desde arriba.

El presidente sin duda se presentaría a la reelección y era probable que resultase derrotado. Eso no haría sino empeorar las cosas, pues el partido de la oposición estaba empeñado en destruir la Federación.

Edwards suspiró. Se acercaban cuatro años desdichados —quizá cuarenta— y él lo único que podía hacer era vagar por el aire, dispuesto a comunicarse con los agentes de tierra por contacto láser en cuanto advirtiera un disturbio.

Y de pronto vio… No era más que un soplo de polvo blanco, un destello fugaz bajo el sol.

¿Dónde estaba el presidente? Lo había perdido de vista en la polvareda.

Miró hacia donde lo había visto por última vez. El presidente no se podía haber alejado mucho.

Entonces reparó en el tumulto. Lo notó primero entre los agentes del Servicio, que parecían haber perdido la cabeza y se movían como por espasmos. Luego, se contagió la gente que se encontraba más cerca de ellos y, finalmente, los que estaban más lejos. El ruido creció, transformándose en estruendo.

Edwards no necesitó oír las palabras que constituían ese rugido en ascenso. El griterío ya era bastante elocuente. ¡El presidente Winkler había desaparecido! Súbitamente se había convertido en un puñado de polvo.

Edwards contuvo el aliento en un eterno segundo de aturdida impaciencia, mientras la muchedumbre se iba enterando y se dispersaba en una feroz estampida. Y… una voz resonante vibró por encima de la algarabía y ante ese sonido el ruido se disipó, murió, se transformó en silencio. Si antes parecía un programa de holovisión, ahora parecía que alguien hubiera apagado el sonido.

¡Por Dios, es el presidente!, pensó Edwards.

Pues la voz era inconfundible. Winkler se encontraba en el palco custodiado desde donde iba a pronunciar el discurso del Tricentenario, el palco que diez minutos antes había abandonado para estrechar unas cuantas manos de integrantes de la multitud.

¿Cómo había regresado allí?

Edwards escuchó:

—Nada me ha sucedido, conciudadanos. Lo que habéis presenciado fue el fallo de un dispositivo mecánico. No era vuestro presidente, así que no dejemos que un fallo mecánico estropee la celebración del día más feliz que ha presenciado el mundo… Conciudadanos, prestadme atención…

Y lo que siguió fue el discurso del Tricentenario, el mejor discurso que Winkler había pronunciado nunca, el mejor discurso que Edwards había oído nunca. Escuchaba con tanto interés que casi se olvidó de su tarea de vigilancia.

Winkler hablaba con gran lucidez. Comprendía la importancia de la Federación y lograba comunicarla.

Pero Edwards recordó los insistentes rumores de que los nuevos descubrimientos en robótica habían permitido construir una réplica del presidente, un robot que podía desempeñar las funciones meramente ceremoniales, que podía estrechar la mano de los seguidores sin aburrirse ni fatigarse y que, en caso de un atentado…

Pensó, con repentina alarma, que eso era lo que había sucedido. Se trataba de un robot y, en cierto modo…, había sido víctima de un atentado.

Veintitrés de octubre del año 2078…

Edwards alzó los ojos cuando el pequeño guía robot se le acercó y dijo con voz cantarina:

—El señor Janek le recibirá ahora.

Se levantó, sintiéndose alto en comparación con ese rechoncho guía metálico. Pero no se sentía más joven. En los dos últimos años se le habían acentuado las arrugas del rostro.

Other books

Zombie Dawn Exodus by Michael G. Thomas
Fahrenheit 451 by Ray Bradbury
The Buzzard Table by Margaret Maron
Romancing the West by Beth Ciotta
The Savage Gentleman by Philip Wylie
Maxed Out by Kim Ross
The Cottage at Glass Beach by Heather Barbieri
Why Darwin Matters by Michael Shermer
The Silences of Home by Caitlin Sweet
The Big Bite by Gerry Travis