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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (207 page)

BOOK: Cuentos completos
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Siguió al guía hasta una habitación asombrosamente pequeña donde, detrás de un escritorio sorprendentemente pequeño, estaba Francis Jarnek, un hombre algo barrigón y de apariencia incongruentemente joven.

Janek sonrió y se levantó para darle la mano.

—Señor Edwards.

—Me alegra tener la oportunidad… —murmuró Edwards.

Nunca antes había visto a Janek, pero el puesto de secretario personal del presidente era discreto y rara vez llegaba a las noticias.

—Siéntese, siéntese —lo invitó Janek—. ¿Quiere un palillo de soja?

Edwards rehusó con una sonrisa y se sentó. Janek ponía énfasis en su aspecto juvenil. Llevaba la camisa abierta y se había teñido el vello del pecho de un tono violáceo.

—Sé que hace varias semanas que intenta verme. Lamento la demora. Usted entenderá que no soy dueño de mi tiempo. No obstante, aquí estamos… Por cierto, me he puesto en contacto con el jefe del Servicio y le ha ponderado mucho a usted. Lamenta que haya renunciado.

—Me parecía mejor realizar la investigación sin comprometer al Servicio —repuso Edwards con cautela.

Janek sonrió.

—Sin embargo, sus discretas actividades no han pasado inadvertidas. El jefe me explicó que investigaba usted el incidente del Tricentenario, y debo admitir que eso fue lo que me persuadió para verle en cuanto me fuera posible. ¿Fue ésa la razón de que renunciara a su puesto? Porque investiga usted un caso cerrado.

—¿Cómo puede ser un caso cerrado, señor Janek? Aunque usted lo llame incidente, fue un intento de asesinato.

—Es una cuestión semántica. ¿Por qué usar una palabra perturbadora?

—Porque representa una verdad perturbadora. No negará usted que alguien intentó matar al presidente.

Janek extendió las manos.

—En tal caso, no lo consiguió. Destruyó un aparato mecánico. Nada más. En realidad, el incidente, o como usted quiera llamarlo, reportó un gran beneficio al país y al mundo. Como todos sabemos, el incidente conmovió al presidente y también al país. El presidente y todos los demás comprendimos que corríamos peligro de recaer en la violencia del siglo pasado, y eso produjo un gran cambio.

—No puedo negarlo.

—Claro que no. Hasta los enemigos del presidente se muestran de acuerdo en que en los dos últimos años se han presenciado grandes logros. La Federación es ahora mucho más fuerte de lo que podíamos imaginar aquel día del Tricentenario. Incluso podríamos decir que se ha impedido el descalabro de la economía del planeta.

—Sí, el presidente parece otro hombre —concedió Edwards—. Todo el mundo lo dice.

—Siempre fue un gran hombre. Pero gracias al incidente comenzó a interesarse apasionadamente por los temas decisivos.

—¿Antes no lo hacía?

—No con ese apasionamiento… El presidente, pues, y todos los demás quisiéramos olvidar el incidente. He querido verle, señor Edwards, para decírselo sin rodeos. No estamos en el siglo veinte y no podemos encerrarle en la cárcel por causarnos molestias ni estorbarle de ningún modo, pero ni siquiera la Constitución Planetaria nos prohíbe intentar la persuasión. ¿Comprende?

—Comprendo, pero no estoy de acuerdo. ¿Podemos olvidar el incidente cuando la persona responsable no fue capturada?

—Qué más da. Quizá sea mejor que un desequilibrado ande suelto y no que se exagere el asunto y preparemos la escena para regresar a los tiempos del siglo veinte.

—En la versión oficial se afirma que el robot estalló de un modo espontáneo, lo cual es imposible y ha constituido un golpe injusto para la industria robótica.

—Yo no emplearía el término robot, señor Edwards. Fue un dispositivo mecánico. Nadie ha dicho que los robots sean peligrosos en sí mismos, y mucho menos los metálicos. En la declaración oficial se aludía únicamente a esos complejísimos aparatos humanoides que parecen de carne y hueso y que podríamos llamar androides. En realidad son tan complejos que los primeros bien podrían estallar. No soy un experto. La industria robótica se recuperará.

—Parece ser que en el Gobierno nadie quiere llegar al meollo del asunto —insistió Edwards.

—Ya le he explicado que sólo ha habido buenas consecuencias. ¿Para qué remover el lodo del fondo cuando el agua es tan cristalina?

—¿Y el uso del desintegrador?

Janek dejó de jugar un instante con el recipiente de los palillos de soja, pero en seguida continuó moviéndolo rítmicamente.

—¿A qué se refiere?

—Señor Janek, creo que sabe a qué me refiero. Como miembro del Servicio…

—Al cual ya no pertenece…

—No obstante, como miembro del Servicio no pude evitar oír ciertas cosas que quizá no estaban destinadas a mis oídos. Yo había oído hablar de una nueva arma y en el Tricentenario presencié algo que parecía confirmar su existencia. El objeto al que todos tomaban por el presidente desapareció en una nube de polvo muy fino. Fue como si cada átomo de ese objeto hubiera perdido su conexión con los otros átomos. El objeto se transformó en una nube de átomos, los cuales comenzaron a combinarse de nuevo, pero se dispersaron tan pronto que no dejaron más que un fugaz destello de polvo.

—Huele a ciencia ficción.

—Por supuesto, no entiendo el aspecto científico de este asunto, señor Janek, pero sé que se necesitaría muchísima energía para lograr ese efecto. Y habría que extraer esa energía del medio ambiente. Los testigos que se encontraban cerca del dispositivo en aquel momento, todos los testigos que pude localizar y aceptaron hablar, aseguraron que sintieron una oleada de frío.

Janek apartó el recipiente de palillos de soja, con un pequeño chirrido de la transita sobre la celulita.

—Supongamos que existiera el desintegrador…

—No es preciso suponer nada. Existe.

—No deseo discutir. Yo no sé de su existencia, aunque admito que mi puesto no es el más indicado para enterarse de la existencia de armas nuevas y tan poderosas. Pero si existe tal desintegrador y es tan secreto debe de ser un monopolio estadounidense, desconocido por el resto de la Federación. En tal caso, ni usted ni yo debiéramos hablar de ello. Pudiera ser un arma más peligrosa que las bombas nucleares, precisamente porque, según usted, sólo produce desintegración en el punto del impacto y frío en las inmediaciones. Sin explosión, sin incendio, sin radiación mortal. Sin esos perturbadores efectos laterales, no habría nada que impidiera su utilización y, por lo que sabemos, podría fabricarse en un tamaño suficiente para destruir el planeta.

—Acepto todo eso.

—Entonces, aceptará también que, si el desintegrador no existe, hablar de él es una tontería y, si existe, hablar de él es criminal.

—No lo he comentado con nadie, salvo con usted porque trato de persuadirle de la gravedad de la situación. Si se hubiera usado un desintegrador, por ejemplo, ¿no debería el Gobierno interesarse en averiguar cómo se utilizó o si otra unidad de la Federación lo posee?

Janek negó con la cabeza.

—Creo que podemos confiar en que los organismos correspondientes tendrán en cuenta ese factor. Será mejor que olvide el asunto.

—¿Puede usted asegurarme que el Gobierno de Estados Unidos es el único que posee semejante arma? —dijo Edwards, sin poder contener la impaciencia.

—No puedo asegurarle nada, pues no sé nada sobre ella ni debería saberlo. No debió usted mencionarla. Aunque no exista un arma así, el rumor de su existencia podría ser dañino.

—Pero, como yo ya le he hablado de ella y el daño ya está hecho, haga el favor de escucharme. Deme la oportunidad de convencerle de que usted, y sólo usted, tiene la clave de una situación peligrosa que quizá sólo yo haya visto.

—¿Sólo usted la ha visto? ¿Y sólo yo tengo la clave?

—¿Le suena a paranoia? Déjeme explicárselo y juzgue por sí mismo.

—Le concederé un rato más, pero me atendré a mis palabras: debe abandonar esta afición suya…, esta investigación. Es muy peligrosa.

—Lo peligroso sería abandonarla. ¿No comprende que si el desintegrador existe y Estados Unidos posee el monopolio la cantidad de personas con acceso a él sería muy limitada? Como ex miembro del Servicio, tengo cierto conocimiento práctico del asunto y le digo que la única persona del mundo que podría hacerse con un desintegrador de nuestros arsenales ultrasecretos sería el presidente… Sólo el presidente de Estados Unidos, señor Janek, pudo haber preparado ese atentado.

Se miraron fijamente. Janek tocó un contacto del escritorio.

—Simple precaución —le aclaró—. Ahora nadie puede oírnos por ningún medio. Señor Edwards, ¿comprende usted lo peligroso que es lo que ha dicho, lo peligroso que es para usted mismo? No sobreestime el poder de la Constitución Planetaria. Un Gobierno tiene derecho a tomar medidas razonables para proteger su estabilidad.

—He venido a verle, señor Janek, porque le considero un ciudadano leal. Le traigo información acerca de un delito terrible que afecta a todos los estadounidenses y a toda la Federación. Un delito que ha originado una situación que quizá sólo usted pueda remediar. ¿Por qué responde con amenazas?

—Es la segunda vez que trata de pintarme como un potencial salvador del mundo. No me imagino en ese papel. Espero que entienda que no tengo poderes extraordinarios.

—Usted es el secretario del presidente.

—Eso no significa que tenga una relación privilegiada con él. A veces, señor Edwards, sospecho que los demás me consideran sólo un lacayo, y a veces siento la tentación de estar de acuerdo con ellos.

—No obstante, usted lo ve con frecuencia, en situaciones informales, en…

—Lo veo con la frecuencia suficiente —interrumpió Janek con impaciencia— para asegurarle que el presidente no ordenaría la destrucción de ese aparato mecánico el día del Tricentenario.

—¿A juicio de usted es imposible?

—No he dicho eso. He dicho que no lo haría. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba a querer el presidente destruir un androide que ha sido un accesorio valioso durante tres años de su gestión? Y si por alguna razón deseara hacerlo, ¿por qué hacerlo en público, nada menos que en el Tricentenarío, dando a conocer su existencia con el riesgo de que sus seguidores se sintieran burlados por haber estrechado la mano de un dispositivo mecánico? Por no mencionar las repercusiones diplomáticas, pues ¿qué dirían los representantes de otros sectores de la Federación al saber que han estado tratando con un aparato? En todo caso, el presidente habría ordenado que lo desmontaran en privado, y sólo se habrían enterado algunos de los miembros superiores del Gobierno.

—No hubo consecuencias no deseadas para el presidente como resultado del incidente, ¿verdad?

—Ha reducido el ceremonial. Ya no es tan accesible como era antes. —Tan accesible como antes era el robot.

—Bien… —concedió Janek, a regañadientes—. Sí, supongo que es cierto.

—Y el presidente salió reelegido y su popularidad no ha disminuido aunque la destrucción ocurrió en público. El argumento contra la destrucción en público no es tan fuerte como usted da a entender.

—Pero la reelección se produjo a pesar del incidente. Se produjo cuando el presidente se apresuró a intervenir para pronunciar uno de los grandes discursos de la historia de Estados Unidos. Fue una actuación asombrosa, tiene que admitirlo.

—Fue un drama bellamente escenificado. Cualquiera diría que el presidente estaba preparado.

Janek se reclinó en su asiento.

—Si le entiendo bien, Edwards, usted sugiere una compleja trama novelesca. ¿Me está diciendo que el presidente hizo destruir el artefacto en medio de una multitud, en plena celebración del Tricentenario y ante los ojos del mundo para ganarse la admiración de todos mediante su rápida intervención? ¿Sugiere que lo organizó de tal modo que pudo presentarse como un hombre de gran energía y fortaleza en circunstancias adversas y así transformar una campaña perdedora en una victoria…? Señor Edwards, ha estado usted leyendo cuentos de hadas.

—Si yo afirmara todo eso, sería un cuento de hadas, pero no es así. No he sugerido que el presidente ordenase la muerte del robot; me limité a preguntarle que si pensaba que era posible, y usted aseguró rotundamente que no. Me alegra, porque estoy de acuerdo.

—Entonces, ¿a qué viene todo esto? Empiezo a pensar que me está haciendo perder el tiempo.

—Un momento más, por favor. ¿Nunca se ha preguntado por qué no utilizaron un rayo láser, un desactivador de campo…, un mazo, por amor de Dios? ¿Por qué alguien se tomó el increíble trabajo de conseguir un arma custodiada con las mayores medidas de seguridad, para hacer un trabajo que no requería esa arma? Aparte de la dificultad de conseguirla, ¿por qué arriesgarse a revelar la existencia de un desintegrados al resto del mundo?

—La existencia del desintegrador es una teoría de usted mismo.

—El robot se pulverizó ante mis ojos. Yo fui testigo. Para eso no me baso en testimonios de segunda mano. No importa cómo se llame el arma, pero desintegró el robot átomo por átomo y lo dispersó sin posibilidad de recuperación. ¿Por qué? ¿No le parece un exceso?

—Yo no sé qué intenciones tenía el autor.

—¿No? Pero parece haber una sola razón lógica para pulverizar, cuando es mucho más simple destruir. La pulverización no dejó rastros del objeto destruido. No dejó nada que nos permitiera verificar si era un robot u otra cosa.

—Pero nadie pone en duda lo que era.

—¿No? Le he dicho antes que sólo el presidente pudo haber conseguido y utilizado el desintegrador. Ahora bien, considerando la existencia de una réplica, ¿cuál de los presidentes se encargó de ello?

—No creo que debamos continuar esta conversación —rezongó Janek—. Usted está loco.

—Piénselo. Por amor de Dios, piense. Su argumentación es convincente, pues el presidente no destruyó al robot, sino que el robot destruyó al presidente. El presidente Winkler fue asesinado en medio de la muchedumbre el 4 de julio del año 2076. Un robot semejante al presidente Winkler pronunció el discurso del Tricentenario, se presentó a la reelección, resultó reelegido y aún continúa actuando como presidente de Estados Unidos.

—¡Esto es descabellado!

—He venido a verle porque usted puede demostrarlo… y corregirlo.

—No es tan sencillo. El presidente es… el presidente.

Janek se dispuso a levantarse para dar concluida la entrevista.

—Usted mismo dice que ha cambiado —insistió Edwards—. El discurso del Tricentenario superaba la capacidad del viejo Winkler. ¿No se asombra usted de los logros de los dos últimos años? Con franqueza…, ¿podría el Winkler del primer periodo haber hecho todo esto?

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