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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (208 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Sí, podría, porque el presidente del segundo periodo es el mismo del primero.

—¿Niega usted que haya cambiado? Lo dejo en sus manos. Decida usted y yo me atendré a su decisión.

—El hombre ha estado a la altura del desafío, eso es todo. Ha ocurrido antes en la historia de Estados Unidos. —Pero Janek se hundió en el asiento, manifiestamente perturbado.

—No bebe —señaló Edwards.

—Nunca bebió… demasiado.

—Ya no es mujeriego. ¿Niega usted que lo fue en el pasado?

—Un presidente es un hombre. Sin embargo, durante los dos últimos años se ha consagrado al problema de la Federación.

—Admito que es un cambio para mejor, pero es un cambio. Desde luego, si él tuviera una mujer no se podría continuar con la farsa.

—Es una lástima que no tenga esposa —dijo Janek, pronunciando esa palabra arcaica con cierta timidez—. Así no existirían estas dudas.

—El hecho de que no la tuviera hacía más viable la confabulación. Aun así, es padre de dos hijos. Creo que no han visitado la Casa Blanca desde el Tricentenario.

—¿Por qué iban a hacerlo? Son mayores, tienen su propia vida.

—¿Los invitan? ¿El presidente tiene interés en verlos? Usted es su secretario privado. Debería saberlo. ¿Los invitan?

—Está perdiendo el tiempo. Un robot no puede matar a un ser humano. Ya conoce usted la Primera Ley de la robótica.

—La conozco. Pero nadie dice que el robot Winkler haya matado directamente al humano Winkler. Cuando el humano Winkler estaba entre la multitud, el robot Winkler se encontraba en el palco, y dudo que un desintegrador se pudiera apuntar desde esa distancia sin causar daños más devastadores. Lo más probable es que el robot Winkler tuviera un cómplice, un asesino a sueldo, como se decía en el siglo veinte.

Janek frunció el entrecejo; arrugó su rostro rechoncho en una mueca de dolor.

—La locura debe de ser contagiosa. Empiezo a tomar en serio la descabellada idea que usted me ha traído. Afortunadamente, no se sostiene. A fin de cuentas, ¿por qué el asesinato del humano Winkler se iba a efectuar en público? Todos los argumentos que niegan la destrucción del robot en público son válidos para la muerte del presidente en público. ¿No ve usted que eso acaba con su teoría?

—No… —empezó a decir Edwards.

—Sí. Nadie, excepto unos pocos funcionarios, sabían que ese aparato existía. Si el presidente Winkler hubiera muerto en privado y se hubiese eliminado su cuerpo, el robot podría haberle suplantado sin despertar sospechas; no habría despertado las de usted, por ejemplo.

—Siempre habría algunos funcionarios que lo sabrían, señor Janek. Eso hubiera ampliado el número de asesinatos. —Edwards se inclinó hacia delante con vehemencia—. Normalmente no existía ningún peligro de confundir al ser humano con la máquina. Me imagino que el robot no se utilizaba constantemente, sino sólo con propósitos específicos, y siempre habría individuos clave que sabrían dónde se encontraba el presidente y qué estaba haciendo. En tal caso, el asesinato debía cometerse en un momento en que esos funcionarios pensaran que el presidente era el robot.

—No le entiendo.

—Escuche. Una de las funciones del robot era darle la mano a la multitud, prestarse al «contacto físico». Cuando esto sucedía, los funcionarios que estuvieran al corriente sabían que quien saludaba era el robot.

—Exacto. Tiene usted razón. Era el robot.

—Sólo que se celebraba el Tricentenario y el presidente Winkler no se pudo resistir. Un presidente, especialmente un demagogo, un cazador de aplausos como Winkler, tendría que ser más que humano para ser capaz de renunciar a la adulación de la muchedumbre en semejante día y para cederle el puesto a una máquina. Y tal vez el robot alimentó cuidadosamente este impulso para que el día del Tricentenario el presidente le ordenara que permaneciera detrás del podio mientras él salía a saludar y a recibir las ovaciones.

—¿En secreto?

—Desde luego, en secreto. Si el presidente le hubiera avisado a alguien del Servicio, a sus ayudantes o a usted, no le habrían permitido hacerlo. La actitud oficial ante la posibilidad de un magnicidio ha sido muy obsesiva desde los acontecimientos de finales del siglo veinte. Así que con él estímulo de un robot evidentemente astuto…

—Está suponiendo usted que el robot es astuto porque supone que ahora actúa como presidente. Es un razonamiento en círculo. Si él no es presidente, no hay razones para pensar que es astuto ni que sea capaz de elaborar una conspiración así. Además, ¿qué motivo pudo inducir a un robot a tramar un magnicidio? Aunque no matara al presidente directamente, la eliminación indirecta de una vida humana también está prohibida por la Primera Ley, la cual establece que «un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño».

—La Primera Ley no es absoluta —replicó Edwards—. ¿Y si dañar a un ser humano salva la vida de otros dos, o de otros tres, o incluso de otros tres mil millones? El robot pudo haber pensado que salvar a la Federación era más importante que salvar una vida. A1 fin y al cabo, no era un robot común. Estaba diseñado para imitar al presidente hasta el extremo de poder engañar a cualquiera. Supongamos que tenía la perspicacia del presidente Winkler, sin sus flaquezas, y supongamos que él sabía que podía salvar a la Federación, mientras que el presidente no era capaz.

—Usted puede razonar así, pero ¿cómo sabe que un aparato mecánico razonaría de ese modo?

—Es el único modo de explicar lo que sucedió.

—Creo que es una fantasía paranoica.

—Entonces, dígame por qué el objeto destruido resultó pulverizado. Sólo cabe sospechar que era el único modo de ocultar que se había destruido a un ser humano y no a un robot. Déme otra explicación.

Janek se sonrojó.

—No lo acepto.

—Pero puede usted probar que es así… o probar lo contrarío. Por eso he venido a verle a usted, a usted precisamente.

—¿Cómo puedo probar una cosa o la otra?

—Nadie ve al presidente en la intimidad como usted. A falta de una familia, usted es la única persona con la que comparte momentos informales. Estúdielo.

—Lo he estudiado, y le digo que no…

—No lo ha estudiado porque no esperaba nada anormal. Los pequeños indicios no significaban nada para usted. Estúdielo ahora, con la conciencia de que podría ser un robot, y ya verá.

—Puedo tumbarlo de un golpe y buscar metal con un detector ultrasónico —ironizó Janek—. Hasta un androide tiene un cerebro de platino e iridio.

—No será necesario una acción tan drástica. Limítese a observarlo y verá que es tan diferente del hombre que fue que no puede ser un hombre.

Janek miró al reloj de la pared.

—Hemos estado conversando más de una hora.

—Lamento haberle ocupado tanto tiempo, pero espero que comprenda la importancia de todo esto.

—¿Importancia? —dijo Janek. Su aire de abatimiento se transformó de pronto en una expresión esperanzada—. ¿Pero es de veras tan importante?

—¿Cómo podría no serlo? Tener un robot como presidente de Estados Unidos ¿no es importante?

—No, no me refiero a eso. Olvídese de lo que pueda ser el presidente Winkler. Sólo piense en esto: alguien que actúa como presidente de Estados Unidos ha salvado a la Federación, la ha mantenido unida y ahora dirige el Consejo defendiendo la paz y el compromiso constructivo. ¿Admite todo eso?

—Claro que lo admito. ¿Pero qué me dice del precedente que se establece? Un robot en la Casa Blanca hoy por una razón muy buena puede conducir a un robot en la Casa Blanca dentro de veinte años por una razón muy mala, y luego a robots en la Casa Blanca sin ninguna razón. ¿No ve que es importante ahogar las primeras notas de ese trompetazo que anuncia el ocaso de la humanidad?

Janek se encogió de hombros.

—Supongamos que averiguo que es un robot. ¿Lo proclamamos ante todo el mundo? ¿Sabe qué efecto tendría eso en la estructura financiera del planeta? ¿Sabe…?

—Lo sé. Por eso he venido a verle en privado en lugar de darlo a conocer al público. Debe usted comprobarlo y llegar a una conclusión. Luego, si descubre que el presunto presidente es un robot, como sin duda así será, deberá usted persuadirlo para que renuncie.

—Y si él reacciona ante la Primera Ley como usted dice, hará que me maten, pues seré una amenaza para su experto manejo de la mayor crisis internacional del siglo veintiuno.

Edwards meneó la cabeza.

—El robot actuó antes en secreto y nadie trató de contrarrestar los argumentos que él empleó para consigo mismo. Usted podría reforzar una interpretación más estricta de la Primera Ley con sus argumentaciones. De ser necesario, podemos conseguir la ayuda de alguno de los dirigentes de Robots y Hombres Mecánicos S.A., que construyeron el robot. Una vez que él renuncie, le sucederá la vicepresidenta. Si el robot Winkler ha encauzado al mundo por la buena senda, perfecto; entonces la vicepresidenta puede continuar por esa senda, pues es una mujer decente y honorable. Pero no podemos tener un gobernante robot ni debemos consentirlo nunca más.

—¿Y si el presidente es humano?

—Lo dejo en sus manos. Usted sabrá.

—No estoy tan seguro. ¿Y si no puedo decidir? ¿Y si no me animo? ¿Y si no me atrevo? ¿Cuáles son los planes que tiene usted?

—No lo sé. —Edwards parecía cansado—. Quizá deba acudir a Robots y Hombres Mecánicos. Pero no creo que llegue a ese extremo. Ahora que he puesto el problema en sus manos, confío en que usted no descansará hasta haberlo solucionado. ¿Quiere ser gobernado por un robot?

Se puso de pie y Janek le dejó marcharse. No se dieron la mano.

Janek se quedó reflexionando a la luz del crepúsculo.

¡Un robot!

Aquel hombre había entrado allí para sostener, con argumentos totalmente racionales, que el presidente de Estados Unidos era un robot.

Tendría que haber sido fácil disuadirlo. Pero Janek recurrió a todos los argumentos que se le ocurrían, siempre en vano, y el hombre no había titubeado ni un momento.

¡Un robot como presidente! Edwards estaba seguro de ello y seguiría estándolo. Y si Janek insistía en que el presidente era humano Edwards acudiría a Robots y Hombres Mecánicos. No descansaría.

Pensó en los veintiocho meses transcurridos desde el Tricentenario y en lo bien que había salido todo, teniendo en cuenta las probabilidades. ¿Y ahora?

Se sumió en sombríos pensamientos.

Aún tenía el desintegrador, pero no sería necesario usarlo en un ser humano cuya naturaleza corporal no estaba en cuestión. Bastaría con un silencioso disparo láser en un paraje solitario.

Le resultó difícil manipular al presidente en el trabajo anterior, pero en este caso ni siquiera tendría que enterarse.

O
TROS RELATOS DE
C
IENCIA
F
ICCIÓN
Varados frente a Vesta (1938)

“Marroned off Vesta”

—¿Quieres hacer el favor de dejar de caminar de un lado a otro? —dijo Warren Moore desde la litera—. Nadie se beneficiará con ello. Piensa en nuestras bendiciones. Estamos herméticamente sellados, ¿no?

Mark Brandon giró para mostrar los dientes y escupir rabiosamente.

—Me alegra que eso te satisfaga. Por supuesto no sabes que nuestras reservas de aire durarán sólo tres días. —Desafiante reanudó su interrumpida caminata.

Moore bostezó, se estiró y adoptó una posición más cómoda antes de contestar.

—El uso de tanta energía sólo ayudará a consumirla más rápidamente. ¿Por qué no sigues el ejemplo de Mike, y tomas las cosas con calma?

“Mike” era Mike Shea, hasta ayer miembro de la tripulación del
Silver Queen
. Su cuerpo rechoncho descansaba sobre la única silla de la habitación, y sus pies sobre la única mesa. A la mención de su nombre levantó la cabeza, y ensanchó la boca en una sonrisa torcida.

—Hay que esperar que pasen cosas como esta de tanto en tanto —dijo—. Cabalgar los asteroides es un asunto riesgoso. No deberíamos haber tomado el atajo. Hubiésemos demorado más, pero el camino era el único seguro. Pero no, el capitán quería cumplir el horario; tenía que pasar… —Mike escupió con rabia— y aquí estamos…

—¿Qué es el atajo? —preguntó Brandon.

—Pienso que nuestro amigo Mike sugiere que deberíamos haber evitado el cinturón de asteroides, siguiendo una ruta fuera del plano de la elíptica —contestó Moore—. ¿No es así, Mike?

Mike dudó antes de contestar cautelosamente:

—Sí, supongo que es así.

Moore sonrió plácidamente y continuó.

—Bueno, yo no le echaría demasiada culpa al capitán Crane. La pantalla de repulsión debe haber fallado cinco minutos antes de que ese pedazo de granito nos chocara. Eso no fue culpa suya, aunque por supuesto deberíamos haber evitado el depender de la pantalla. La
Silver Queen
se deshizo en pedazos, y es realmente un milagro que esta parte de la nave permaneciese intacta y, lo que es más, hermética.

—Tienes un concepto curioso acerca de la suerte, Warren —interrumpió Brandon—. Siempre lo has tenido, por lo menos desde que te conozco. Aquí estamos, en la décima parte de una nave espacial, que consiste de sólo tres cuartos intactos, con aire suficiente para tres días y ninguna perspectiva de seguir viviendo después, y tú tienes la infernal osadía de discursear acerca de la suerte.

—Comparado con otros que murieron instantáneamente cuando nos chocó el asteroide, hemos tenido suerte.

—Eso piensas, ¿eh? Bueno, déjame informarte que la muerte instantánea no es tan mala comparada con la que vamos a tener que pasar. Morir sofocado es una manera sumamente desagradable de morir.

Moore aventuró una esperanza.

—Tal vez encontremos una salida…

—¡Por qué no enfrentamos la realidad! —Brandon tenía el rostro encendido y la voz le temblaba—. Estamos condenados les digo. ¡Terminados!

Mike envolvió a ambos con la mirada, dudando, antes de toser para atraer la atención.

—Bueno, señores, ya que todos estamos metidos en el mismo lío no tiene sentido mezquinar las cosas. —Sacó del bolsillo una pequeña botella que contenía un líquido verdoso—. Esto es Jabra, graduación A, y no soy tan orgulloso como para no compartirlo equitativamente.

Al verlo Brandon exhibió el primer signo de agrado en algo más de un día:

—Agua Jabra, de Marte. ¿Por qué no lo dijiste antes? —Una mano firme aprisionó su muñeca en el momento en que estaba por asir la botella. Al levantar la vista se topó con los tranquilos ojos azules de Warren Moore.

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