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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (365 page)

BOOK: Cuentos completos
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Diseñó un disparador automático para la máquina. En teoría, debía invertir el impulso (cualquiera que éste fuese) y hacer volver el objeto (desde cualquier dirección y cualquier distancia que pudiera haber recorrido). No siempre funcionaba, pero cinco conejos habían sido retornados sin sufrir ningún daño.

Si al menos hubiera podido lograr un disparador infalible, Weill lo habría intentado personalmente. Se
moría
de ganas de probarlo, una reacción muy impropia de un físico teórico, pero que correspondía a la emoción totalmente previsible de un fanático de la ciencia ficción particularmente aficionado a las producciones espaciales de las décadas anteriores al actual año de 1976.

Era inevitable, pues, que se produjera el accidente. Por ningún motivo se hubiera colocado entre los témpodos movido por una decisión consciente. Sabía que las probabilidades de no regresar eran de dos entre cinco. Por otra parte, se moría de ganas de intentarlo, de modo que tropezó con sus torpes pies patosos y avanzó tambaleante entre esos dos témpodos de forma totalmente accidental… Pero ¿hay realmente accidentes?

Podía salir proyectado tanto hacia el pasado como hacia el futuro. Tal como ocurrieron las cosas, fue proyectado hacia el pasado.

Podía haber salido proyectado incontables milenios hacia el pasado o sólo un día y medio. El caso es que fue proyectado a cincuenta y un años atrás, hasta una época en que el escándalo de «Teapot Dome»
[11]
estaba en su apogeo, pero la nación seguía imperturbable junto a Coolidge
[12]
, y se escudaba en la certeza de que nadie en el mundo era capaz de derrotar a Jack Dempsey
[13]

Pero había algo que Weill no podía saber por sus teorías. Sabía lo que podía ocurrir con las partículas en sí, pero no tenía forma de prever qué ocurriría con las relaciones entre las diversas partículas. ¿Y existen relaciones más complejas que las del cerebro?

Conque lo que sucedió fue que mientras Weill viajaba hacia atrás en el tiempo, su mente fue «desbobinándose», por así decirlo. No del todo, por fortuna, pues Weill aún no había sido concebido el año anterior al sesquicentenario de los Estados Unidos, y un cerebro con un desarrollo menos que nulo habría representado una clara desventaja.

Se «desbobinó» a trompicones, parcial y chapuceramente, y cuando Weill se encontró sentado en un banco de un parque, no muy lejos del lugar donde vivía en 1976, en la parte baja de Manhattan, donde experimentaba en dudosa simbiosis con la Universidad de Nueva York, se vio transportado al año 1925, con un dolor de cabeza abismal y una idea muy poco clara de cuál era su situación.

Se encontró mirando fijamente a un hombre de unos cuarenta años, con el cabello untado de brillantina, pómulos salientes, nariz ganchuda, que compartía con él el mismo banco.

El hombre parecía preocupado.

—¿De dónde ha salido usted? —dijo—. Hace un momento no estaba usted aquí. —Hablaba con acento claramente teutónico.

Weill no estaba seguro. No podía recordarlo. Pero una frase parecía haberle quedado grabada en medio del caos que hervía en su cabeza, aun cuando no estuviera muy seguro de su significado.

—Máquina del tiempo —tartamudeó. El otro se puso tieso.

—¿Lee usted novelas seudo-científicas? —dijo.

—¿Qué? —dijo Weill.

—¿Ha leído
La máquina del tiempo
de H. G. Wells?

La repetición de la expresión pareció apaciguar un poco a Weill. Su dolor de cabeza se había calmado un poco. El nombre Wells le sonaba familiar, ¿o sería ése su propio nombre? No, su nombre era Weill.

—¿Wells? —dijo—. Yo me llamo Weill. El otro le tendió una mano.

—Yo soy Hugo Gernsback. De vez en cuando escribo alguna novela seudocientífica, pero desde luego no es correcto llamarlas «seudo». Produce la impresión de algo falso. Y no es así. Deberían estar bien escritas y entonces serían ciencia ficción. Me gustaría abreviar ese nombre —sus negros ojos chispearon— y llamarlas cientificción.

—Sí —dijo Weill mientras hacía esfuerzos desesperados por recomponer sus memorias fragmentadas y sus experiencias «desbobinadas», sin encontrar más que impresiones y estados de ánimo—. Cientificción. Es mejor que seudo. Pero aún no acaba de…

—Si está bien escrita. ¿Ha leído mi
Ralph 124C41 + ?

—Hugo Gernsback —dijo Weill y frunció el entrecejo—. El famoso…

—Modestamente famoso —dijo el otro con una inclinación de cabeza—. Llevo años editando revistas sobre temas de radio e inventos eléctricos. ¿Ha leído usted
Science and Invention
[14]
?

Weill captó la palabra «inventos» y en cierto modo ello estuvo a punto de hacerle comprender lo que quería decir al hablar de una «máquina del tiempo».

—Sí, sí —dijo, ansioso de saber más.

—¿Y qué le parece la cientificción que incluyo en cada número?

Otra vez la cientificción. La palabra tenía un efecto sedante sobre él, y sin embargo no acababa de ser la expresión justa. Algo más… No exactamente…

—Algo más. No exactamente… —repitió.

—¿No exactamente todo lo que debería ser? Sí, he estado pensando en ello. El año pasado envié una circular solicitando suscripciones para una revista que sólo publicase cientificción. Deseaba titularla «Scientifiction». Los resultados fueron muy decepcionantes. ¿A qué lo atribuiría usted?

Weill no le oía. Seguía concentrado en la palabra «cientificción», que no acababa de parecerle adecuada, aunque no conseguía entender por qué.

—El nombre no es adecuado —dijo.

—¿No le parece adecuado para una revista? Tal vez sea eso. No he encontrado un buen nombre; algo que atraiga la atención, algo que deje claro lo que recibirá el lector, y lo que éste buscará en la revista. Eso es. Si pudiera encontrar un buen nombre, lanzaría la revista sin preocuparme de mandar circulares. No preguntaría nada. Simplemente la colocaría en todos los quioscos de los Estados Unidos la primavera próxima; y ya está.

Weill se le quedó mirando con expresión vacía.

—Naturalmente —prosiguió el hombre—, quiero publicar relatos que ayuden a conocer las ciencias y al mismo tiempo sepan divertir y entusiasmar al lector. Deberían contribuir a abrirle las vastas perspectivas del futuro. Los aeroplanos cruzarán el Atlántico sin escalas.

—¿Los aeroplanos? —Weill tuvo una visión pasajera de una gran ballena de metal que se elevaba por la fuerza de sus propios gases de escape. Duró sólo un instante y se desvaneció.

—Grandes, capaces de transportar a cientos de personas y más veloces que el sonido —dijo.

—Desde luego. ¿Por qué no? Constantemente comunicados por radio.

—Satélites.

—¿Qué? —Ahora le tocaba sorprenderse al otro.

—Las ondas de radio rebotan sobre un satélite artificial situado en el espacio.

El otro asintió enérgicamente.

—En
Ralph 124C41+
vaticino el uso de ondas de radio para detectar objetos a distancia. ¿Espejos espaciales? También lo he vaticinado. Y televisión, naturalmente. Y energía atómica.

Weill estaba galvanizado. Las imágenes iban sucediéndose en un orden incongruente frente al ojo de su cerebro.

—El átomo —dijo—. Sí. Bombas nucleares.

—De radio —dijo complacido el otro.

—De plutonio —dijo Weill.

—¿Qué?

—Plutonio. Y fusión nuclear. A semejanza del Sol. Nylon y plástico. Insecticidas para matar los insectos. Computadoras para matar los problemas.

—¿Computadoras? ¿Querrá decir robots?

—Computadoras de bolsillo —dijo Weill entusiasmado—. Pequeños objetos. Caben en una mano y resuelven los problemas. Radios pequeñas. También caben en una mano. Cámaras para sacar fotografías y revelarlas en la misma caja. Holografías. Imágenes tridimensionales.

—¿Escribe usted cientificción? —preguntó el otro.

Weill no le escuchaba. Concentraba todos sus esfuerzos en intentar atrapar las imágenes. Éstas iban haciéndose más claras por momentos.

—Rascacielos —dijo—. De vidrio y aluminio. Autopistas. Televisión en color. El hombre en la Luna. Sondeos en Júpiter.

—El hombre en la Luna —dijo el otro—. Julio Verne. ¿Lee usted a Julio Verne?

Weill movió negativamente la cabeza. Todo estaba bastante claro ahora. Su mente se estaba recuperando un poco.

—Un paseo sobre la superficie de la Luna en la televisión. Todo el mundo lo contempla. Y fotografías de Marte. No hay canales en Marte.

—¿No hay canales en Marte? —dijo el otro, sorprendido—. Hay observaciones.

—No hay canales —dijo firmemente Weill—. Volcanes. Los más grandes. Cañones, los más grandes. Transistores, láser, taquiones. Se capturan los taquiones. Se los obliga a ir contra el tiempo. A moverse a través del tiempo. A moverse a través del tiempo. Una-ma-…

La voz de Weill empezaba a perderse y sus contornos fueron desvaneciéndose. Y sucedió que el otro hombre apartó los ojos en ese preciso instante, fijó la mirada en el cielo azul y murmuró:

—¿Taquiones? ¿Qué estará diciendo este hombre?

Pensó que si un desconocido al que había conocido casualmente en el parque mostraba tanto interés por la cientificción, ello tal vez fuera una buena señal indicativa de que había llegado el momento de sacar la revista. Y entonces recordó que no sabía cómo llamarla y descartó la idea decepcionado.

Bajó la vista justo a tiempo para escuchar las últimas palabras de Weill:

—Viaje taquiónico a través del tiempo… un… relato… sor… prendente… —Y desapareció, para retornar de golpe a su propio tiempo.

Hugo Gernsback se quedó mirando horrorizado el lugar que había ocupado el hombre. No le había visto llegar y ahora tampoco había visto realmente cómo se marchaba. Su mente descartaba una verdadera desaparición. Qué hombre más raro; iba vestido con ropas de extraño corte, pensándolo bien, y sus palabras eran descabelladas y confusas.

El mismo desconocido lo había dicho: un relato sorprendente. Sus últimas palabras.

Y entonces Gernsback murmuró la frase por lo bajo:

—Un relato sorprendente… ¿
Relatos sorprendentes
?
[15]
Una sonrisa asomó en las comisuras de su boca.

La criba (1976)

“The Winnowing”

Habían transcurrido cinco años desde que el muro, cada vez más denso, del secreto comenzó a cerrarse en torno a los trabajos del doctor Aaron Rodman.

—Para su propia protección… —le habían advertido.

—En manos de personas sin escrúpulos —habían explicado.

Desde luego, en las manos adecuadas (las suyas, por ejemplo, pensaba el doctor Rodman bastante desesperado), el descubrimiento significaba a todas luces la mayor bendición para la salud humana desde que Pasteur elaboró la teoría de los gérmenes, y la clave más perfecta jamás encontrada para llegar a comprender el mecanismo de la vida.

Sin embargo, tras la conferencia que pronunció en la Academia de Medicina de Nueva York poco después de cumplir su cincuenta aniversario, y en el primer día del siglo XXI (la fecha parecía escogida a propósito), le habían impuesto la obligación de guardar silencio y ya no podía hablar, excepto con determinados funcionarios. Ciertamente, tampoco podía publicar nada.

Pero el Gobierno le mantenía. Disponía de todo el dinero que pudiera necesitar y las computadoras estaban a su disposición para hacer lo que le placiese con ellas. Sus trabajos progresaban rápidamente y los hombres del Gobierno acudían a recibir sus enseñanzas, a que les ayudara a comprender.

—Doctor Rodman —preguntaban—, ¿cómo se explica que un virus pueda propagarse de célula en célula dentro de un organismo y, sin embargo, no sea contagioso de un organismo a otro?

A Rodman le fatigaba tener que repetir una y otra vez que no conocía todas las respuestas. Le molestaba verse obligado a emplear el término «virus».

—No es un virus —decía—, ya que no se trata de una molécula de ácido nucleico. Es algo completamente distinto: una lipoproteína.

La cosa iba mejor cuando sus interlocutores no eran también profesionales de la medicina. Entonces podía intentar explicárselo en términos generales sin embarrancarse constantemente en cuestiones de detalle.

—Toda célula viva —decía en esos casos—, y cada una de las pequeñas estructuras contenidas en la célula, están rodeadas de una membrana. El funcionamiento de cada célula depende de qué moléculas pueden pasar a través de la membrana en uno y otro sentido y a qué ritmo pueden hacerlo. Una ligera alteración en la membrana modificará enormemente la naturaleza del flujo y, con ello, la naturaleza química de la célula y el carácter de su actividad.

—Todas las enfermedades pueden estar causadas por alteraciones en la actividad de la membrana. A través de tales alteraciones pueden lograrse todas las mutaciones. Cualquier técnica capaz de controlar las membranas permitirá controlar la vida. Las hormonas controlan el cuerpo en virtud de su efecto sobre las membranas, y mi lipoproteína viene a ser más bien una hormona artificial, no un virus. La lipoproteína se incorpora a la membrana y con ello induce la producción de más moléculas semejantes a ella misma… y aquí llegamos a la parte que tampoco yo comprendo.

»Pero las sutiles estructuras de las membranas no son siempre exactamente idénticas en todos sus aspectos. De hecho, difieren en todos los seres vivos; no coinciden exactamente en ningún par de organismos. Una lipoproteína nunca afectará del mismo modo a dos organismos individuales distintos. Lo que en un caso abrirá las células de un organismo a la glucosa, aliviando así los efectos de la diabetes, en otro caso cerrará las células de otro organismo a la lisina, con lo cual le causará la muerte.

Eso era lo que aparentemente les interesaba más; que se tratase de un veneno.

—Un veneno selectivo —decía Rodman—. De entrada, sería imposible determinar, sin detalladísimos estudios computerizados de la bioquímica de las membranas de un individuo concreto, los posibles efectos de una lipoproteína concreta sobre el mismo.

Con el tiempo, fue cerrándose el cerco a su alrededor, su libertad se vio cortada, aunque sin detrimento de su confort, en un mundo en el que en todas partes comenzaba a perderse la libertad y también el bienestar mientras una humanidad desesperada veía abrirse más y más las quijadas del infierno.

Corría el año 2005 y la población de la Tierra sumaba seis mil millones de habitantes. De no ser por las hambrunas, la cifra alcanzaría los siete mil millones. Mil millones de seres humanos habían muerto de hambre en la pasada generación, y muchos más correrían aún igual suerte.

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