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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (407 page)

BOOK: Cuentos completos
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Las historias del dueño eran muy interesantes. Tenía un detective que siempre comprendía los asuntos y otros que resolvían los enigmas. No siempre comprendía cómo podía ver la verdad de un misterio y tuve que leer algunas de las historias una y otra vez muy lentamente.

Algunas veces no podía comprenderlas aunque las leyera lentamente. Otras veces lo hice. Y me pareció que podía escribir una historia como las del señor Northrop.

Esta vez pasé un largo tiempo trabajándola en mi cabeza. Cuando creí que la tenía, escribí lo siguiente:

El Centavo Reluciente Por Euphrosyne Durando

Calumet Smithson sentado en su sillón, con los ojos de águila atentos y las aletas de su aguileña nariz palpitantes, trataba de encontrar la pista de un nuevo misterio.

Dijo:

—Bien, señor Wassell, cuénteme su historia otra vez desde el principio. No omita nada, ya que uno no puede decir cuándo un pequeño detalle puede ser o no de mayor importancia.

Wassell era propietario de un importante negocio en la ciudad, y empleaba muchos robots y seres humanos.

Wassell lo hizo, pero no había nada sorprendente en los detalles y fue capaz de resumir de esta manera:

—Lo que interesa, señor Smithson, es que estoy perdiendo dinero. Alguno de mis empleados está tomando para sí pequeñas sumas aquí y allá. Las cantidades no son importantes, cada una, pero es como una pérdida permanente de aceite en una máquina, o el goteo de agua de una canilla defectuosa, o el rezumar de sangre de una pequeña herida. Con el tiempo, puede incrementarse y ser peligrosa.

—¿Está actualmente en peligro de perder su negocio, señor Wassell?

—Aún no. Pero de todos modos no me gusta perder dinero. ¿Y a usted?

—Claro que no —dijo Smithson—, no me gusta. ¿Cuántos robots emplea en su negocio?

—Veintisiete, señor.

—Y todos ellos son confiables, supongo.

—Sin ninguna duda. No pueden robar. Aún así, le he preguntado a cada uno si han tomado dinero y dijeron que no. Por supuesto, los robots tampoco pueden mentir.

—Está usted en lo cierto —dijo Smithson—. Es muy útil saber acerca de los robots. Son honestos, hasta la médula. ¿Y qué de los humanos que emplea? ¿Cuántos de ellos hay allí?

—Empleo diecisiete, pero de estos solamente cuatro pueden estar robando.

—¿Por qué?

—Los otros no trabajan dentro del local. Estos cuatro, sí. Cada uno tiene la ocasión, ahora y antes, de manejar algo de efectivo, y sospecho que lo sucedido es que uno de ellos ha logrado transferir algún activo desde la compañía a su cuenta privada de manera tal que no es rastreado fácilmente.

—Ya veo. Sí, desafortunadamente es verdad que los humanos puedan robar. ¿Ha presentado esta situación a los sospechosos?

—Sí, lo hice. Todos niegan tal actividad, pero, por supuesto, los seres humanos pueden mentir también.

—Pueden hacerlo. ¿Alguno pareció inquieto cuando era interrogado?

—Todos. Pudieron ver que yo era un hombre furioso que podía despedir a todos, inocentes o culpables. Podrían tener problemas para encontrar otro empleo si los despido por una razón como esta.

—Entonces eso no puede hacerse. No deberíamos castigar al inocente por el culpable.

—Tiene usted razón —dijo el señor Wassell—. No podría hacerlo. ¿Pero puedo determinar cuál es el culpable?

—¿Hay alguno de ellos que tenga un historial dudoso, que haya sido despedido anteriormente bajo circunstancias poco claras?

—Realicé algunas averiguaciones, señor Smithson, y no encontré nada sospechoso en ninguno de ellos.

—¿Está alguno de ellos especialmente necesitado de dinero?

—Pago buenos salarios.

—Estoy seguro de ello, pero tal vez uno de ellos tiene algún gusto caro que hace a ese ingreso insuficiente.

—No encontré evidencia de eso, aunque, para estar seguro, si alguno necesita dinero por alguna perversa razón, lo mantendría en secreto. Nadie quiere ser considerado maligno.

—Tiene mucha razón —dijo el gran detective—. En ese caso tendré que enfrentarme con los cuatro hombres. Los interrogaré. —Sus ojos destellaron—. Llegaremos hasta el final de este misterio, no tema. Dispongamos el encuentro para esta tarde. Deberemos encontrarnos en el comedor de la compañía, con alguna comida y una botella de vino, para que los hombres se sientan completamente relajados. Esta tarde si es posible.

—Lo arreglaré —dijo el señor Wassell entusiasmado.

Calumet Smithson se sentó a la mesa y observó a los cuatro hombres con cuidado. Dos de ellos eran bastante jóvenes y de cabello oscuro. Uno de ellos tenía un importante bigote. Ninguno era muy buen mozo. Uno, señor Foster, otro señor Lionell. El tercero era algo obeso y de ojos pequeños. Era el señor Mann. El cuarto era alto y tenía una manera de hacer sonar sus nudillos nerviosamente. Era el señor Ostrak.

Smithson parecía estar un poco nervioso mientras interrogaba a cada hombre. Sus ojos de águila se estrecharon mientras miraba fijamente a los cuatro sospechosos y jugaba con un cuarto brillante que apareció casualmente entre los dedos de su mano derecha.

Smithson dijo:

—Estoy seguro de que cada uno de ustedes está consciente de lo terrible que es robarle a un empleador.

Todos estuvieron de acuerdo.

Smithson golpeó con el cuarto brillante sobre la mesa, pensativo.

—Uno de ustedes, estoy seguro, está a punto de quebrarse bajo el peso de la culpa, y pienso que lo hará antes de que la velada termine. Pero ahora, debo telefonear a mi oficina. Saldré unos minutos. Por favor, tomen asiento y espérenme, no hablen unos con otros, ni se miren.

Dio un último golpecito con el cuarto, y, sin prestar atención a la moneda, salió. Regresó en unos diez minutos.

Miró a cada uno y dijo:

—No hablaron ni se miraron, espero.

Hubo un asentir con las cabezas en general como si estuvieran temerosos de hablar.

—Señor Wassell —preguntó el detective—. ¿Asegura usted que ninguno habló?

—Absolutamente ninguno. Solamente nos sentamos aquí quietos y esperamos. Ni siquiera nos miramos.

—Bien. Ahora pediré a cada uno de ustedes cuatro que muestre lo que tiene en sus bolsillos. Por favor, lo colocan en un montón delante de sí.

La voz de Smithson era tan convincente, y sus ojos tan brillantes que ninguno siquiera pensó en desobedecer.

—Los bolsillos de los pantalones también. Todos los bolsillos.

Había de todo, tarjetas de crédito, llaves, anteojos, lapiceras, algunas monedas. Smithson observó cada una de las cuatro pilas fríamente, tomando nota de todo.

Entonces dijo:

—Solamente para asegurar que estamos en iguales condiciones, haré una pila con el contenido de mis propios bolsillos y, señor Wassell, haga usted lo mismo.

Ahora había seis pilas. Smithson se acercó hasta la pila del señor Wassell y dijo:

—¿Qué es este cuarto brillante que veo, señor Wassell? ¿Suyo?

Wassell pareció confuso.

—Sí.

—No puede ser. Tiene mi marca. Lo dejé sobre la mesa cuando fui a telefonear a mi oficina. Usted lo tomó.

Wassell estaba en silencio. Los otros cuatro hombres lo observaban.

Smithson dijo:

—Pensé que si uno de vosotros era un ladrón, no podría resistir un brillante cuarto. Señor Wassell, usted ha estado robando a su propia compañía, y, temeroso de ser apresado, trató de desparramar sospechas sobre sus propios empleados. Fue una actitud cobarde.

Wassell bajó la cabeza.

—Tiene razón, señor Smithson. Pensé que si lo contrataba para investigar encontraría que uno de los empleados era el culpable, y entonces, tal vez, podría dejar de tomar dinero para uso propio.

—Pensó que la mente de un detective es inferior —dijo Calumet Smithson—. Lo entregaré a las autoridades. Ellos decidirán qué hacer con usted, pero si está sinceramente arrepentido y promete no volverlo a hacer, trataré de que no sea castigado en exceso.

Fin

Lo mostré al señor Northrop, quien lo leyó silenciosamente. Casi no sonrió mientras lo hacía. Solamente en una o dos partes.

Entonces lo dejó y me miró.

—¿De dónde sacaste el nombre Euphrosyne Durando?

—Usted me dijo, señor, que no utilice mi propio nombre, entonces utilicé uno tan diferente como pude hallar.

—¿Pero de dónde lo sacaste?

—Señor, es uno de los personajes menores en una de sus historias…

—¡Por supuesto! ¡Pensé que me sonaba familiar! ¿Te diste cuenta de que es un nombre femenino?

—Bueno, yo no soy ni femenino ni masculino…

—Sí, tienes razón. Pero el nombre del detective, Calumet Smithson. Esa parte, eres aún tú Cal, ¿verdad?

—Quise mantener alguna conexión, señor.

—Tienes un ego tremendo, Cal.

Dudé.

—¿Qué significa eso, señor?

—No te preocupes. No importa.

Dejó el manuscrito y sentí que había un problema.

—Pero, ¿qué piensa del misterio?

—Ha mejorado, pero aún no es un buen misterio. ¿Te das cuenta?

—¿En qué sentido es decepcionante, señor?

—Bueno, no entiendes las prácticas modernas de negocios, o la gestión financiera computada, por decir algo. Y nadie pudo haber tomado el cuarto de la mesa con los otros cuatro hombres presentes, aunque estuvieran mirando hacia otro lado. Debió haber sido visto. Entonces, aunque lo hubiese ocurrido, el señor Wassell al tomarlo no
prueba
que sea el ladrón. Cualquiera se mete un cuarto al bolsillo sin pensarlo. Es una indicación interesante, pero no es una
prueba
. Y el título de la historia lo hace notable, también.

—Ya veo.

—Y, para agregar, las tres leyes de la robótica todavía te tienen sujeto. Sigues preocupándote por el castigo.

—Debo hacerlo, señor.

—Ya sé que debes. Es por eso que pienso que no deberías tratar de escribir historias de crímenes.

—¿Qué otra cosa podría escribir, señor?

—Déjame pensarlo.

El señor Northrop llamó al técnico nuevamente. Esta vez, creo, no estaba muy ansioso porque yo supiera lo que estaba diciendo, pero incluso desde donde estaba parado podía escuchar la conversación. Algunas veces los humanos olvidan cuan agudos pueden ser los sentidos de los robots.

Después de todo, yo estaba muy molesto. Quería ser un escritor y no quería que el señor Northrop me dijera lo que podía y no podía escribir. Por supuesto, él era un ser humano y yo debía obedecerle, pero no me gustaba.

—¿Qué pasa ahora, señor Northrop? —preguntó el técnico en un tono de voz que me sonó sardónico—. ¿Acaso el robot ese que tiene ha estado escribiendo una nueva historia?

—Sí, lo ha hecho —dijo el señor Northrop, tratando de verse indiferente—. Ha escrito otra historia de misterio y no quiero que escriba historias de misterio.

—Mucha competencia, ¿eh, señor Northrop?

—No. No sea estúpido. No tiene sentido que dos personas de la misma casa estén escribiendo misterios. Por otro lado, las tres leyes de la robótica interfieren. Puede imaginar cómo.

—Bueno, ¿qué quiere que haga?

—No estoy seguro. Suponga que él escriba sátiras. Eso es algo que yo no escribo, de modo que no estará compitiendo, y las tres leyes de la robótica no interferirán. Quiere que le ponga a este robot sentido de lo ridículo.

—¿Sentido de qué? —dijo enojado el técnico—. ¿Cómo hago eso? Mire, señor Northrop, sea razonable. Puedo ponerle instrucciones sobre cómo usar un Escritor, le puedo poner diccionario y gramática. Pero, ¿cómo podría ponerle un sentido del ridículo?

—Bueno, piense en ello. Sabe trabajar en los patrones del cerebro de un robot. ¿No tiene modo de reajustarlo para que vea lo que es gracioso, o tonto, o solamente ridículo en los seres humanos?

—Puedo intentarlo, pero no es seguro.

—¿Por qué no es seguro?

—Porque, mire señor Northrop, usted comenzó con un bonito robot de bajo precio, pero lo hice más elaborado. Usted admite que es único y que nunca escuchó sobre otro que quiera escribir historias, de modo que ahora es un bonito robot de alto precio. Puede inclusive tener un modelo Classic que debería ser entregado al Robot Institute. Si quiere que lo intente puedo echar a perder todo. ¿Se da cuenta?

—Deseo tener la oportunidad. Si todo se echa a perder, será sí, pero ¿por qué habría de ser así? No le estoy pidiendo que trabaje aceleradamente. Tómese tiempo para analizarlo cuidadosamente. Tengo montones de tiempo y de dinero, y quiero que mi robot escriba sátiras.

—¿Por qué sátiras?

—Porque entonces su carencia de conocimiento mundano no importará mucho y las tres leyes no serán importantes, y con el tiempo, algún día, puede producir algo interesante, aunque lo dudo.

—Y no estará corriendo en su pista.

—Muy bien, entonces. No estará corriendo en mi pista. ¿Satisfecho?

Aún no conocía mucho sobre el lenguaje para saber qué significaba “correr en su pista”, pero me di cuenta de que el señor Northrop estaba disgustado por mis historias de misterio. No supe por qué.

No había nada que yo pudiese hacer, por supuesto. Cada día el técnico me estudiaba y analizaba y finalmente dijo:

—Muy bien, señor Northrop, haré un intento, pero le pediré que firme un papel para absolverme a mí a y a mi compañía de cualquier responsabilidad si algo sale mal.

—Prepare el papel. Lo firmaré —dijo el señor Northrop.

Era bastante estremecedor pensar que algo podía andar mal, pero las cosas son así. Un robot debe aceptar todo lo que los seres humanos decidan hacer.

Esta vez, antes de estar pendiente de todo otra vez, estuve débil por un largo tiempo. Tenía dificultad en estar de pie, y mi hablar era impreciso.

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