Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Creo que el señor Northrop me miraba con expresión preocupada. Posiblemente se sentía culpable por la manera en que me había tratado —debía sentirse culpable— o tal vez estaba preocupado por la posibilidad de haber perdido una buena cantidad de dinero.
A medida que recuperaba mi sentido del equilibrio y mi lenguaje se volvía más claro entendí de repente cómo eran los —estúpidos— seres humanos. No tienen leyes que gobiernen sus acciones. Tenían que hacerlas por sí mismos, y aún entonces, nada les obligaba a obedecerlas.
Los seres humanos eran simplemente confusos: uno se tenía que reír de ellos. Entendía la risa ahora y podía hacer el sonido, pero naturalmente no lo hacía en voz alta. Podía haber sido grosero y ofensivo. Me reí para adentro, y comencé a pensar en una historia en la que los seres humanos
tenían
leyes que gobernaban sus acciones pero que las odiaban y no podían librarse de ellas.
También pensé en el técnico y decidí ponerlo en la historia también. El señor Northrop seguía recurriendo al técnico y pidiéndole que me hiciera cosas, cada vez más fuertes. Ahora me había puesto el sentido del ridículo.
Entonces, supongan que escribo una historia acerca de seres humanos ridículos, sin robots porque, por supuesto, los robots no son ridículos y su presencia podría hacer caer el humor. Y supongan que pongo una persona que es un técnico de seres humanos. Debería ser una criatura con extraños poderes que puede alterar el comportamiento humano así como mi técnico pudo alterar el comportamiento de un robot. ¿Qué pasaría en ese caso?
Debería mostrar claramente que los seres humanos no son sensibles.
Pasé días pensando en la historia y poniéndome más y más feliz por ello. Podía comenzar con dos humanos cenando, y uno de ellos poseer su propio técnico —bueno, tener un técnico de algún tipo— y podía ubicar la acción en el siglo XX como para no ofender al señor Northrop y otras personas del XXI.
Leí libros para aprender acerca de seres humanos. El señor Northrop me lo permitió y casi no me dio otras tareas para hacer. Ni me apuraba a escribir. Tal vez aún se sentía culpable por el riesgo que tomó haciéndome más duro.
Finalmente comencé la historia, y aquí está:
Perfectamente Formal Por Euphrosyne Durando
George y yo estábamos cenando en un restaurante distinguido, uno en el cual es común ver entrar a mujeres y hombres en ropa formal.
George miró a uno de los hombres, observándole detenidamente y sin compasión, mientras se limpiaba los labios con mi servilleta después de haber dejado caer la suya descuidadamente.
—Manchas en todos los sombreros, yo digo —dijo George.
Seguí la dirección de su mirada. Parecía estar estudiando a un hombre corpulento de unos cincuenta años de edad que mostraba una expresión intensa de autosuficiencia mientras acompañaba a una fascinante dama, considerablemente más joven que él, hasta su silla.
—George —dije—, ¿estás tratando de decirme que conoces al tipo del sombrero?
—No —dijo George—. No trato de decirte nada. Mis comunicaciones contigo, y con todos los seres vivos, están siempre basadas en la verdad completa.
—Como tus cuentos de tu demonio de dos centímetros, Az… —La mirada agónica de su rostro me hizo callar.
—No menciones esas cosas —susurró ásperamente—. Azazel no tiene sentido del humor, y sí tiene un poderoso sentido del poder. —Entonces, más calmado, siguió—: estaba meramente expresando mi aversión por los sombreros, particularmente los afectados por una marcada dejadez como la del tipo, para usar tu curioso modo de decir.
—Bastante feo —dije—. Casi acuerdo contigo. También yo encuentro la ropa formal objetable, y evito, excepto cuando me es imposible, todos los asuntos de corbata negra, por esa sola razón.
—Bien por ti —dijo George—. Eso prácticamente echa a perder mi impresión de que no tuvieras cualidades sociales rescatables. Le he dicho a todo el mundo que no las tenías, lo sabes.
—Gracias, George —dije—. Ha sido muy considerado de tu parte teniendo en cuenta que te satisfaces a mis expensas cada vez que tienes oportunidad.
—Simplemente permito que en algunas ocasiones disfrutes de mi compañía, viejo amigo. Diré a mis amigos que tienes una cualidad social rescatable, pero eso confundirá a todos. Ellos parecen bastante contentos con que tú no tengas ninguna.
—Agradezco a todos tus amigos —dije.
—Ya que estamos, conozco un hombre —dijo George—, que era un heredero. Sus pañales fueron sujetados con gemelos, no con alfileres. En su primer cumpleaños, le fue regalada una pequeña corbata negra, para ser anudada y no prendida. Y las cosas continuaron así toda su vida. Su nombre es Winthrop Carver Cabwell, y vivía en la tan enrarecida aristocracia del Brahman de Boston que tenía que llevar máscara de oxígeno por cualquier necesidad.
—¿Y tú conocías a este patricio? ¿Tú?
George parecía ofendido.
—Por supuesto, lo conocía —dijo—. ¿Crees por un momento que yo puedo ser tan snob que negaría mi asociación con alguien por una razón que la que él sea un rico aristócrata del Brahman? Me conoces poco, viejo amigo. Winthrop y yo nos conocemos bien. Yo era su escape.
George lanzó un suspiro tan cargado de alcohol que lanzó en picada a una mosca que volaba por las cercanías.
—Pobre tipo —dijo—. Pobre tipo aristocrático.
—George —dije—. Creo que estás maniobrando para contarme una de tus increíbles historias de desastres. No deseo escucharla.
—¿Desastre? Todo lo contrario. Tengo para contar una historia de gran felicidad y alegría, y como eso es lo que quieres escuchar, te la contaré.
Como te dije [dijo George] mi amigo del Brahman era un caballero de pies a cabeza, distinguido y esbelto como un…
¿Por qué me interrumpes con esa estúpida cantinela de Richard Corey, viejo amigo? Nunca oí de él. Estoy hablando de Winthrop Carver Cabwell. ¿Por qué no atiendes? ¿Dónde estaba? Oh, sí.
Él era un caballero de pies a cabeza, distinguido y esbelto como un emperador. Como resultado, era naturalmente un puntal y un exponente para cualquier persona decente, tanto como conocía, si alguna vez se hubiese asociado con gente decente lo cual, por supuesto, no había hecho, sino con otros balas perdida como él mismo.
Sí, como decías, él me conocía y eso era una salvación eventual para él, y no que me haya beneficiado con el asunto. De todos modos, viejo amigo, como sabes, el dinero es lo último en mi mente.
[Ignoraré tu afirmación, que es lo primero también, como producto de una perversa actitud de tu mente]
Algunas veces, el pobre Winthrop pudo escapar. En esas ocasiones, cuando los avatares de los negocios m llevaban a Boston, podía escapar de sus cadenas y cenar conmigo en un oscuro y escondido rincón de Parker House.
—George —solía decir Winthrop—. Es una tarea dura y difícil sostener el nombre y tradición de los Cabwell. Después de todo, no es simplemente ser los mejores, es también una vieja fortuna. No somos esos avenidos Rocketipos, si recuerdo el nombre correctamente, que ganaron su dinero con el petróleo del siglo XIX.
»Mis ancestros, no debo olvidarlo, establecieron su fortuna en días de la colonia, durante el esplendor de los pioneros. Mi antecesor, Isaiah Cabwell, contrabandeaba armas y pólvora a los indios durante la guerra de la Reina Ana, y tuvo que vivir, día por día en el temor de perder su cuero cabelludo en manos de un Algonquin, un Huron, o un colonial.
»Y su hijo, Jeremiah Cabwell, comprometido en el tráfico triangular, arriesgándolo todo, por Thoreau, en los peligros del comercio de azúcar, del ron, de los esclavos, ayudando a miles de inmigrantes africanos a venir a este nuestro gran país. Con una herencia como esa, George, el peso de la tradición es grande. La responsabilidad de llevar todo ese dinero añoso amedrenta a cualquiera.
—No sé cómo lo haces, Winthrop —dije.
Winthrop suspiró.
—Por Emerson, apenas me conozco. Es un asunto de ropas, de estilo, de maneras, siendo llevados en todo momento por eso que debe hacerse, y no por lo que tiene sentido. Un Cabwell, después de todo, siempre sabe lo que debe hacerse, aunque frecuentemente no se imagina lo que es sensato.
Asentí y dije:
—Las ropas me producen maravillas, algunas veces, Winthrop. ¿Por qué es siempre necesario tener los zapatos tan brillantes que reflejen las luces del techo hasta enceguecer? ¿Por qué es necesario limpiar los zapatos diariamente y reemplazar los tacones cada semana?
—No semanalmente. George. Tengo zapatos para cada día del mes de modo que ningún zapato necesita recambio de tacones hasta después de siete meses.
—Pero, ¿es necesario todo esto? ¿Por qué todas esas camisas blancas con botones bajo el cuello? ¿Por qué esas esclavizantes corbatas? ¿Por qué chalecos? ¿Por qué el inevitable clavel en la solapa? ¿Por qué?
—¡Apariencia! De un vistazo puedes distinguir un Cabwell de un vulgar corredor. El simple hecho de que un Cabwell no viste una ropa llamativa lo pone fuera. Una persona que me mira y que luego te mira con tu chaqueta moteada de manchas, con tus zapatos que fueron robados a un vagabundo, y con una camisa que es apenas un gris marfileño, no tiene problemas en decir cuál es cuál.
—Verdad —dije.
¡Pobre tipo! Sus ojos descansaban en mí después de haber sido cegados por él. Pensé un momento y dije:
Ya que estamos, Winthrop, ¿qué hay de todos esos zapatos? ¿Cómo sabes qué zapato va con qué día del mes? ¿Los tienes en casillas numeradas?
Winthrop se encogió de hombros.
—¡Qué torpe sería! Para los ojos plebeyos esos zapatos parecen iguales, pero para el agudo ojo de un Cabwell son distintos, y no puede cometer errores, uno por otro.
—Asombroso, Winthrop. ¿Cómo lo haces?
—Por entrenamiento juvenil forzado, George. No tienes idea de las maravillas de distinción que tuve que aprender para lograrlo.
—¿Esto tiene que ver con eso de que el vestir te trae problemas algunas veces, Winthrop?
Winthrop dudó.
—En algunas ocasiones, por Longfellow. Interfiere en mi vida sexual ahora y entonces. Para cuando he colocado mis zapatos en el zapatero apropiado, colgado mis pantalones de manera de mantener la perfección del pliegue, y cepillado cuidadosamente mi chaqueta, la chica que está conmigo ha perdido el interés. Se ha enfriado, si sabes a qué me refiero.
—Entiendo, Winthrop. Sé por experiencia que a las mujeres les molesta esperar. Podría sugerir que simplemente arrojes tus ropas…
—¡Por favor! —dijo Winthrop, austeramente—. Afortunadamente estoy comprometido con una mujer maravillosa, Hortense Hepzibah Lowot, de una familia tan buena como la mía. Nunca nos hemos besado aún, puedes estar seguro, pero hubo algunas ocasiones en que casi lo hicimos —y clavó su codo en mis costillas.
—¡Ah! Tú, boston terrier —dije jovialmente, pero mi mente estaba a la carrera. Debajo de las palabras tranquilas de Winthrop sentí un corazón dolorido.
—Winthrop —dije—, ¿cuál sería la situación si se te ocurre ponerte un par de zapatos equivocados, o desabotonar tu camisa, o beber un vino inadecuado con el asado…?
Winthrop se vio horrorizado.
—Muerde tu lengua. Una larga línea de ancestros, colaterales, y adheridos, la endogámica aristocracia entretejida de New England se revolvería en su tumba. Por Whittier que lo harían. Y mi propia sangre se helaría y herviría en rebelión. Hortense escondería su cara de vergüenza, y mi puesto en el Brahman Bank de Boston sería borrado. Marcharía bajo una línea de vicepresidentes armados, los botones de mi chaleco serían arrancados y mi corbata sería girada hacia atrás.
—¡Qué! ¿Por esa miserable desviación?
La voz de Winthrop pasó a un susurro helado.
—No hay pequeñas desviaciones miserables. Hay solamente desviaciones.
—Winthrop —dije—, déjame llegar a la situación desde otro ángulo. ¿Te gustaría desviarte si pudieras?
Winthrop dudó un buen rato, entonces susurró:
—Por Oliver Wendell Holmes, ambos, padre e hijo, yo… yo… —No pudo continuar, pero pude observar el brillo de una lágrima en el borde de sus ojos. Eso decía de la existencia de una emoción tan profunda de mi pobre amigo mientras le veía firmar la cuenta de la cena que tomamos los dos.
Supe lo que tenía que hacer.
Tenía que llamar a Azazel desde la otra dimensión. Es un asunto complicado de runas y pentagramas, hierbas aromáticas y palabras de poder, las que no describiré porque sacarían de quicio a sus ya débiles almas, mi viejo amigo.
Azazel llegó con su habitual carcajada al verme. No importa cuan frecuentemente me vea, parece que mi apariencia siempre tiene una fuerte influencia sobre él. Creo que se tapa los ojos para evitar el brillo de mi magnificencia.
Allí estaba, con sus dos centímetros, en rojo brillante, sus esbozos de cuernos y su larga cola en pico. Lo que hacía diferente su apariencia era la presencia de una cuerda azul que envolvía la cola con nudos y rizos tan enredados que me sentía enfermo al contemplarlo.
—Qué es eso, O Protector de los Indefensos —pregunté, ya que él encuentra placer en estos títulos sin sentido.
—Eso —dijo Azazel, con una marcada complacencia—, está allí porque estoy invitado a un banquete por mis contribuciones al bien de muchas personas. Naturalmente, estoy vistiendo un zplatchnik.
—¿Un splatchnik?
—Un zplatchnik.
La zeta inicial es sibilante. Ningún macho decente consentiría en ser homenajeado sin vestir un zplatchnik.
—Ajá —dije, comprendiendo un poco—. Es ropa formal.