De La Noche a La Mañana (24 page)

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Authors: Federico Jiménez Losantos

Tags: #Ensayo, Economía, Política

BOOK: De La Noche a La Mañana
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Esas confianzas y discreteos conspiradores entre Aznar y los ansones, los ansones y Asensio, nosotros mismos y Aznar, deberían habernos puesto sobre la pista de lo que pasó. Pero ya digo que en este desencuentro o desengaño de la política y el periodismo tanta culpa o más tienen los engañados como el engañador. Porque cuando Aznar apostó por Asensio, nosotros, los despedidos por Asensio a las órdenes del felipismo, aunque íntimamente humillados y públicamente ofendidos, no dejamos de apoyar a Aznar. Y cuando Aznar, a través de los oficios de Miguel Ángel Rodríguez, nombró a una criatura del polanquismo audiovisual, Mónica Ridruejo, para la Dirección General de RTVE, teníamos que haber visto claro que Polanco no era para él un modelo abominable sino, de momento, inalcanzable. Sólo de momento. Y que para hacer un cesto como el de Polanco lo que Aznar buscaba eran mimbres —flexibles, verdes, anodinos, parejos—; pero que en su cestería sobraba hasta la mejor pieza de cerámica. Lo que Aznar buscaba era obediencia probada. Y nosotros sólo podíamos ofrecer fidelidad.

Pero cuando todavía estábamos tratando de asimilar la apuesta de Aznar por Asensio, éste le traicionó. Acosado por las deudas, que el Gobierno y su gran amigo de Telefónica se resistían a pagar, Antonio Asensio se echó en brazos de Polanco y le cedió los derechos del fútbol que, pacientemente, con la ayuda perspicaz de José María García, había ido firmando poco a poco a diversos clubes de Primera División. Polanco se hacía así con el monopolio del fútbol televisado de pago, lo que le convertía en dueño de un verdadero manantial de millones que le permitía comprar el medio que le apeteciera aunque fuese para cerrarlo, como ya había hecho con Antena 3 Radio. Desde el PSOE, con González al frente, no se recataban en decir que esa derrota era el anuncio del final del brevísimo periodo de gobierno aznarista entre el felipismo del reciente pasado y el inmediato porvenir o, para ser precisos, por volver. No fue una ilusión óptica o política. Todos lo veían así y obraron en consecuencia. Todos dieron por hecho en esas electrizantes Navidades que el PP ganaba o perdía el Gobierno para toda la legislatura o «para los restos» antes de Semana Santa. Todo o nada, a cara o cruz.

Aznar llamó entonces en su ayuda a los ex combatientes de la prensa, a los jubilados forzosos del antifelipismo en la radio, a los ostentosamente marginados en la televisión controlada por el nuevo Gobierno, la pública y la privada. Los «parientes pobres», los despreciados en la nueva situación porque, según decían varios ministros y lacayos monclovitas, sin cortarse un pelo, nos habíamos «significado demasiado» en la defensa del PP (¡o sea, la suya!) y no dábamos una imagen suficientemente «centrista», fuimos llamados a Moncloa con el afecto de ayer y la impaciencia de hoy, con ceniza en el cogote y sayal sobre la púrpura. Se nos pidió perdón por no haber visto claro quiénes eran los verdaderos amigos, no del Gobierno, sino de la libertad. Se nos juró que de esa lección no se olvidarían nunca. Se nos dijo también que nosotros tampoco habíamos calibrado bien la debilidad de su minoría parlamentaria y no comprendíamos que tenían que hacer concesiones que a ellos mismos les repugnaban… Total, que se nos dijo lo que queríamos oír y se supone que podíamos creer. Y otra vez nos vimos frente a Polanco y el PSOE y al lado de Aznar y su Gobierno. La guerra fue larga, los desperfectos, enormes y las bajas, cuantiosas. Pero finalmente, con Asensio entrando y saliendo de las alianzas como en un vodevil color de dólar, con el Gobierno artillando un frente en torno a TVE y a Telefónica, y con los antifelipistas veteranos de la COPE y
El Mundo
corriendo con el desgaste diario, la Guerra Digital, por agotamiento de ambas partes, llegó a su fin. Por lo menos se empató. Y después de las tablas, en vez de Asensio, apareció Juan Villalonga como el nuevo Polanco de Aznar. En torno a la primera compañía española iba a construirse el primer grupo multimedia español, o eso decían.

La muerte de Antonio Herrero y el fin de una época

El invierno del 97 fue muy distinto al del 96. Todavía conmocionados por los mamporros de la Guerra Digital, se produjo una verdadera cascada de sucesos, entre esperpénticos y trágicos, que debilitó dramáticamente al grupo de periodistas más sólido de cuantos habían apoyado a Aznar contra el felipismo y, en medio de una crispación terrorífica, hizo desaparecer al hombre que empezaba a convertirse en la obsesión particular de Aznar. Dados los límites de este ensayo, no entraré en detalles. Tiempo habrá. Pero señalaré los hitos de aquel «invierno de nuestro descontento»: «Pacto de la Academia» entre Anson y Cebrián, que acarreó mi salida de
ABC
; aparición del vídeo contra Pedro Jota, tratando de quitarlo de la dirección de
El Mundo
o del mundo, sin más; campaña contra Antonio Herrero por el «caso Monica Lewinsky» para echarlo de la COPE; campaña contra Luis Herrero por su programa de debate en Televisión Española; campaña de Luis María Anson contra sus ex amigos de la AEPI (el «sindicato del crimen» según Cebrián y los abogados periodísticos del GAL) denunciando una «conspiración político-mediática» para sacar del Gobierno a Felipe González mediante una campaña de difamación, ya que no se le podía ganar en las urnas; más campañas del PSOE,
El País
y la SER contra Antonio Herrero, lo mismo calumniando a su padre muerto que adjudicándole supuestos negocios ilegales en Marbella, que luego los tribunales ratificaron como perfectamente legales; campañas de televisión comparando a José María García con Hitler, y así sucesivamente.

Paralelamente, Villalonga le había pedido a Luis Herrero que se encargase de la dirección de informativos de Antena 3 Televisión. Además del desquite, era una posibilidad de romper el cerco que se estaba cerrando en torno a la COPE, singularmente a Antonio, y éste mismo le aconsejó que aceptara la oferta. Pero entonces llegó el veto de la mismísima Moncloa, o sea, de Aznar, negándose a que los náufragos del «antenicidio» pudiéramos salvarnos de ese cerco de aniquilamiento «en comandita», como le gustaba decir al presidente del Gobierno. La consigna primera del Presidente con respecto a nosotros, los que el polanquismo llamaba «sus amigos», había sido la dispersión. Pero se radicalizó en lo que respecta a Antonio Herrero, que en esos meses de invierno y primavera había hecho frente, con su valor y generosidad habituales, a todas las campañas: las denuncias de la «conspiransón» en la prensa de Asensio; las del PSOE y Polanco contra él; el acoso del PSOE contra Luis, y, encima, el vídeo contra Pedro Jota.

El día 1 de mayo por la noche, Luis y yo supimos fehacientemente que Aznar no soportaba que Antonio Herrero siguiera haciendo en su programa lo que siempre hizo, es decir, lo que creía que debía hacer y de la forma que le parecía. Pero Aznar se quejaba ya sin motivo, porque Antonio nunca volvió a ponerse ante el micrófono. Al día siguiente, 2 de mayo de 1998, a primera hora de la tarde, Antonio, nuestro Antonio, murió en un accidente de submarinismo deportivo. Le estalló una úlcera sangrante de estómago que sin duda se había agravado en aquellos meses de máxima tensión. Sobrevino entonces un periodo de luto y de reproches. Unos, descompuestos, como los de García contra Aznar por no acudir al entierro. Otros, los de Luis Herrero y míos, tratando de recomponer la COPE, que había perdido a Encarna Sánchez un año antes y que ahora se quedaba sin su puntal informativo básico: Antonio Herrero.

Forzado Luis Herrero a hacerse cargo de
La mañana
—Luis no quería de ninguna manera pero le forzamos entre todos— y, meses después, yo de
La linterna
, el del 99 fue un año de estiaje y melancolía. Villalonga empezó a entenderse con Polanco para que no atacara a su compañía y acabó enfrentándose violentamente con Aznar desde los propios medios de comunicación de Telefónica, encargados a personajes inquebrantablemente leales al Presidente… hasta que le mandaron insultarlo. Lo hicieron sin vacilar. Pero pese al desgaste, Aznar consiguió la onerosa caída de Villalonga. Segundo polanquito ahogado.

Aznar echó entonces a flotar dos polanquitos más, con el respaldo activo de la nueva estrella del Gobierno Josep Piqué: José Manuel Lara, heredero del imperio Planeta, que tiene la televisión por cable, participa en otra televisión en abierto y al que se le ha concedido una radio digital; y Nemesio Fernández-Cuesta, nuevo presidente de Prensa Española, a quien el Gobierno le ha concedido una licencia de televisión en abierto, otra de radio digital y, según él, le ha confiado el proyecto de desembarcar en la COPE para hacerse con la gestión, controlar férreamente a los profesionales y conjurar así definitivamente el fantasma, entiéndase, el ejemplo, de Antonio Herrero.

Podría contar cómo en un primer momento desde La Moncloa trataron de convencernos —y en parte, ay, lo consiguieron— de que la asociación o confederación de COPE y
ABC
era una forma natural de darse mutua fortaleza empresarial y blindar la libertad de los profesionales en dos medios que compartían un mismo público, una ideología semejante y una relación con el Gobierno que ése deseaba óptima. Podría dar detalles sabrosísimos sobre mi vuelta al
ABC
en andas, casi en brazos de Nemesio, que a su vez entró en el accionariado de COPE gracias a los buenos oficios de Luis Herrero. Podría recordar momentos estelares en la Historia del Bochorno Ideológico y capítulos enteros de la enciclopedia de la Iniquidad Periodística. Pero, en fin, tiempo habrá de todo, cuando sobre tiempo. Baste consignar que antes de cumplir seis meses dentro yo había tenido que salir de ABC por un ataque de celos del nuevo director Ótelo Zarzalejos; que Nemesio había apalabrado un paquete de acciones de COPE a Juan Abelló a espaldas de la Iglesia y de Luis Herrero, que aún no se lo cree; que desde el Gobierno se alentó el fichaje de José María García por Telefónica, antes y después de Villalonga, hecho que resucitó a Onda Cero y dio otro golpe mortal de necesidad a la COPE. Y, lo más importante: que Aznar no parecía preocupado por que se impusiera el control de Nemesio o de cualquiera sobre la COPE, sin temor a la desbandada de los profesionales. En rigor, lo deseaba para provocarla.

En fin, por resumir, la situación en el mundo de la radio sólo cuatro años después de que el flamante presidente del Gobierno nos invitara a comer en Moncloa a García, Antonio Herrero, Luis Herrero y a mí para pedirnos personalmente ayuda en su lucha contra la concentración de medios de comunicación, es aproximadamente pavorosa. Si Aznar se sale con la suya de acabar con lo que la COPE ha significado hasta hoy en la opinión española, bien para convertirla en altavoz de
ABC
o subsumirla en Onda Cero, bien para arruinarla y cerrarla; y si, tras ese éxito liberal y democrático de Aznar, por cualquier causa de fuerza mayor se adelantaran las elecciones y ganara el PSOE, éste dispondría, sólo en la radio, de la cadena SER y asociadas, Radio Nacional y asociadas y la cadena de Telefónica, llámese Onda Cero, COPE a cero o Cerocope, y asociadas. ¿Qué habría enfrente? Nada. Pero en Moncloa podrían sonreír, porque tampoco habría nadie. El sueño de Felipe González lo habría convertido en realidad José María Aznar.

Podríamos añadir infinidad de datos y de detalles para completar este análisis y para respaldar este fúnebre presagio sobre la ausencia de pluralidad futura en la radio española. Pero lo ya citado puede bastar para entender algunas cosas que nadie entiende y otras que empezamos a entender algunos cuando acaso ya sea demasiado tarde para remediarlas. Pero está en nuestra mano hacerlo. O, al menos, está en nuestro ánimo intentarlo.

El incipiente dogma de la infalibilidad de Aznar

Los que fuimos injuriados y perseguidos por denunciar el despotismo fehpista desde sus orígenes y que, si renunciamos a la modorra intelectual y a la pensión de ex combatientes, seremos muy probablemente perseguidos e injuriados por denunciar el naciente despotismo aznarista, con su escuela de servilismo y su secuela de corrupción, tenemos contraída una deuda de eterna gratitud con Justino Sinova y Guillermo Cortázar, editores de
España. La segunda transición
y
La España en que yo creo. Discursos políticos (1990-1995)
, ambos firmados por el hoy presidente del Gobierno.

Porque es muy posible que si finalmente se implanta lo que, parodiando la sátira de Azaña sobre Primo de Rivera y la «infalibilidad del sable», podríamos llamar «el incipiente dogma de la infalibilidad de Aznar», algunos tengamos en un futuro cercano que justificar ante los jóvenes españoles cómo y por qué le apoyamos tan resueltamente para instalarse en el Poder, donde, como dijo él mismo citando aVon Mises, «se alberga la semilla del mal». Gracias a la conservación en esos libros del discurso político de Aznar en la oposición, imbuido del más acendrado liberalismo, podremos negar toda responsabilidad de origen en la repetición de los disparates y atropellos del felipismo por parte de un aznarismo que sólo se diferenciará de él por el bigote del ídolo y los apellidos de los idólatras Esto último, en la hipótesis más halagüeña. E improbable.

Ojalá podamos entonces decir, con su discurso en la mano y si es que nuestro comportamiento intelectual no nos obliga a un prudente y sonrojado silencio, que los argumentos utilizados por Aznar para atacar, con nuestra modesta ayuda y en nuestra limitada proporción, los abusos de González eran, son rigurosa, angustiosa y absolutamente válidos; y lo prueba que siguen siéndolo contra cualquier abuso de poder y contra el fatal endiosamiento del inquilino de La Moncloa, llámese Felipe o José María. Podremos, en fin, explicarnos y defendernos con esta frase de Aznar que en su día, el 25 de noviembre de 1994, oímos, sentimos e hicimos nuestra, y que igual que termina podría haber encabezado estas páginas: «Nuestra acción se alimenta de convicciones, de principios básicos que guían nuestras decisiones, y cada uno de nuestros movimientos viene orientado por un conjunto preciso de objetivos que constituyen el núcleo último de nuestra actividad política. Cuando éstos se pierden, el fin primordial de la obra política queda condenado a su mínima expresión, a la sola conservación de un mero poder personal».

Dixit, et salvavi animam meam
.

Este ensayo, publicado en el número 8 de
La Ilustración Liberal
a finales de abril de 2001 puede leerse completo en mi libro
Con Aznar y contra Aznar
(La Esfera de los Libros, Madrid, 2002, pp. 310-337). Y lleva como apéndice esta brevería publicada en
Libertad Digital
el 16 de septiembre de 2002 y que no llegó a tiempo a la imprenta:

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