Read Descanso de caminantes Online

Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Otros, #Biografía, #Memorias

Descanso de caminantes (14 page)

BOOK: Descanso de caminantes
7.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Parece que los tres fueron «pioneros» de Cañuelas.

—Si yo supiera lo que pienso.

—Si yo supiera lo que quiero.

—Si no hiciera lo que no quiero.

—Si supiera decir que no.

—Si no creyera que hay tiempo.

—Si no creyera que todo es lo mismo, y que entonces más vale ceder.

Soy feliz mientras los amores no progresan. Tarde o temprano la mujer los pone en marcha hacia el matrimonio y yo, con desaliento, me digo: «A preparar la valija. ¡Qué tristeza!».

En mi juventud nadie andaba con documentos en este país. Mi tío Justi nos sorprendió durante un almuerzo, en avenida Quintana, cuando dijo: «Yo llevo encima la cédula, para que sepan quién soy si me muero en la calle». Debía presentir algo, porque murió (de enfermedad, en su casa) a los pocos meses, en agosto de 1935. Yo solamente en los viajes andaba con documentos (el pasaporte). Con la inseguridad que, en su cornucopia de males, nos trajo Perón, poco a poco todo el mundo tomó la costumbre de llevar consigo la cédula.

Febrero, 1980
. La vieja señora de Saint en su automóvil, cada vez que había algún inconveniente por el tráfico, por la pinchadura de un neumático, etc.:

—Qué tino tuvo Paul de quedarse en casa.

Mar del plata
. Por nuestra tendencia a «irnos quedando» en los lugares, nunca partíamos a Mar del Plata, como deseábamos, en diciembre; ni siquiera en los primeros días de enero. Desde allá, mis amigas me reclamaban, por carta y por teléfono. Yo alegaba inconvenientes circunstanciales; las más veces, lo confieso, enfermedades de Silvina.

Mis amigas no creían demasiado en tales enfermedades, pero porque no querían suponerme mentiroso (y porque sabían bien cuánto me gustaba Mar del Plata), pensaban que ella inventaba enfermedades, que era una enferma imaginaria. Aunque para el caso de nuestra demora se equivocaran, de un modo general acertaban: tuve que lamentarlo, porque su ensañamiento contra ella fue otro flanco para pedir que me separara y que nos casáramos.

En Mar del Plata yo debía distribuir mañanas y tardes entre una y otra amiga; o entre amigas y Silvina. Llevábamos dos automóviles, para que Silvina no me necesitara para ir a la playa o a comprar cosas en el centro.

También yo distribuía mis mañanas entre las playas de los clubes Mar y Pesca y Ocean, y las de Santa Clara del Mar. Mar y Pesca era el club más exclusivo de Mar del Plata; allí empecé muchos amores y durante repetidas temporadas me bañé con amantes. Cuando quería escaparme de una mujer, me bañaba en la playa del Ocean: las amigas del Ocean me zaherían en broma contra Mar y Pesca: «¿Te cansaste al fin de Mar y Pesca?». En el Ocean se decía que Mar y Pesca era «aburrido», «unos pocos y siempre los mismos», que la playa y las instalaciones eran malas. Las de Mar y Pesca hablaban del Ocean como de un balneario municipal. Aquello era una guerra de snobismos. Hubo una época anterior en que por snobismo contra la llamada «sociedad», íbamos con Silvina a otros balnearios: el de Enrique Pucci, por ejemplo. Después, Silvina siguió fiel a Pucci, mientras yo iba a Mar y Pesca, más propicio para encontrar mujeres; después, Silvina fue a Mar y Pesca.

En Mar del Plata el animal que llevamos adentro pelechaba, se ponía lustroso. Llegar de la deslumbrante playa a la casa (de techos altos, de piso de mosaicos en el hall, fresca y sombreada) era un descansado placer. Cuando llevaba a una chica a una de las amuebladas y volvía a casa, a tomar el té, en la veranda, entre un
treillage
de jazmines: con cuánto placer reponía fuerzas. Recuerdo Mar del Plata como el placer de vivir. Por algo el viejo Rossetti (ex intendente de Buenos Aires, amigo de mi abuelo Casares) decía que todos los años iba a Mar del Plata, para volver a Buenos Aires con un año menos.

Mis horas del día en Mar del Plata: a la mañana escribía. Queríamos llegar a la playa a las 11; a veces llegábamos a la una. A las 3 y media o 4 almorzábamos en casa. A las siete tomábamos el té. A las 10 y media comíamos.

En Mar del Plata inicié muchos amores; con otras preparamos allí lo que se cumpliría después en Buenos Aires. Con muchas fui a las amuebladas de Mar del Plata. Recuerdo el Hotel Almar, en donde después estuvo el destacamento policial, en Constitución y el camino de la costa a Camet. Allí una bomba de sacar agua marcaba el compás, como si una ballena enorme presidiera los acoplamientos. Allá, en una época en que estaba obsesionado por la idea de acostarme con dos mujeres, vi a un individuo (¿o me pareció verlo?) que se deslizaba en una habitación con dos mujeres. Después Almar se mudó un poco más al norte, sobre el camino de la costa; pero a esa altura los carros atmosféricos arrojaban sus inmundicias al mar y el olor no era agradable: con mis amigas nos mudamos al Mesón Norte. Llegaba, me reconocían y me daban (si estaba libre) la llave del once. La considerábamos el mejor cuarto; quizá porque el número nos gustaba. Allí pasé agradables tardes.

Solía quedarme hasta mayo. Desde Buenos Aires los amigos me reclamaban.
Willing ladies
no fallaban, y si faltaban, las compensaba la composición literaria, la lectura, o el agrado vivísimo del otoño en Mar del Plata.

Hay alguna fotografía de nosotros, en La Silvina (ex Villa Urquiza), con la servidumbre y clientes o agregados: no quisiera exagerar pero me parece que éramos poco menos de veinte personas.

A veces las amigas querían sacarme de casa por la noche. Yo trataba de rehuirme, porque Silvina se ponía ansiosa, y porque trasnochar me dio siempre tristeza y miedo: quizá un sentimiento de culpa. A fin de temporada solíamos ir por la noche con Silvina al cine. Llevábamos con nosotros a una mucama. Ir al cine con Silvina no fue nunca para mí trasnochar.

En Mar del plata fui feliz. Con hambre uno comía, con placer nadaba y tomaba sol. No sé por qué sentía que allá hacíamos el amor prodigiosamente: como si el sol y el mar y el buen aire dieran un tono épico a nuestros cuerpos. En Mar del Plata escribí buena parte de
El sueño de los héroes
, inventé los cuentos «Cavar un foso» y «El gran Serafín» íntegramente escribí la
Memoria
, empecé el
Diario de la guerra del cerdo
y escribí la comedia inédita
Una cueva de vidrio
o
El general
.

El amor por Mar del Plata no fue inmediato. En mis primeras temporadas, de chico, sufría porque mis padres salían y yo me quedaba solo. A veces iba a buscar a mi madre, a fin de la función de la tarde, al cine Palace o al Splendid, de la Rambla Vieja: la esperaba con mucha ansiedad. Años después, la primera vez que fui con mi perro Ayax a casa de mi abuela, me sentí
depaysé
. Nos recuerdo, a mí y al perro, en un cuarto casi desprovisto de muebles, sentados en el suelo, contra una pared, oyendo sobrecogidos el viento. Yo diría que disminuyó, o casi desapareció, el viento, que en mi primera juventud era típico de Mar del plata.

Información familiar, de la
Guía Nacional de la República Argentina
, de Pablo Bosch (1909):

BIOY, ENRIQUE h., abogado y estanciero. Paraguay 835.

BIOY, JUAN B[AUTISTA] (mi abuelo). Estanciero. Part. Rodríguez Peña 546.

CASARES, V. L. (mi abuelo). Estanciero. Av. Alvear 284 y San Martín 121.

CASARES, V. R. y MIGUEL P. (mis líos). Estancieros, misma dirección.

LA MARTONA. Lechería y fábrica a vapor de manteca. 51 casas de venta. Adm. San Martín 121. Teléf. 2085 (Avenida).

Amigos:

BORGES, JORGE G. Abogado. Serrano 2147.

DRAGO, DELFINA M. DE. Santa Fe 3436.

OCAMPO, MANUEL S. Ingeniero y arquitecto. San Martín 693. Part.: Viamonte 496 y 550.

El nombre McClymont aparece Mac Climont (Guillermo).

Esta casa poco a poco se convierte en un museo de mi familia. Aquí hay cosas que el tiempo todavía no se ha llevado. Cuando yo muera, probablemente se las lleve.

El lado bueno: siempre puede uno descubrir algo, en un cajón, en algún anaquel. El lado malo: cierta melancolía que se respira.

Juan Carlitos Bengolea me aseguró que el edificio de Aguas Corrientes de Córdoba entre Riobamba y Ayacucho fue elegido y comprado en Inglaterra por Manuel Ocampo, el padre de Silvina. Comentó: «Ese hombre poderoso, en este país que entonces era riquísimo, con lúcida previsión de dificultades futuras eligió un edificio de mayólica, que no requería periódicas pinturas». Don Manuel Ocampo era ingeniero y arquitecto.

Estrofa oriental que oí, o escribí, en el otoño de 1950, del Este:

Juntando unos macachines

una mañana te vi
.

Desde entonces, maragata
[8]

de amor me muero por ti
.

5 febrero 1980
. A mí me da vergüenza llorar fácilmente, en despedidas, en cines, en entierros. El hecho prueba que soy de otra época. Ahora la gente llora sin pudor, casi con jactancia. Reutemann, un corredor de automóviles, lloró por no ganar una carrera en Brasil. Maradona, un futbolista, tras declarar que es «muy sentimental, muy sensible», refiere: «Me duele que mi hermano haya salido llorando de la cancha porque erré dos penales ante Vélez. Y lloró por las cosas que oyó decir a la gente de mí. Y cuando llegué a casa me encontré con ese panorama. No pude soportarlo y me puse a llorar yo también».

Todo se paga
. Con mujeres, sexualmente despreocupado, pero anímicamente molesto, con tiras y aflojes de esas engorrosas insaciables, sin mujeres, descansado, pero en celo.

Sueño
. Con una chica muy joven, muy blanca, que no me quiso mucho hasta que nos acostamos: entonces fuimos felices. La beatitud en que desperté fue incompatible con el esfuerzo de recordar, de que no se desdibujaran, no se olvidaran los episodios ilustrativos del sueño.

Confesiones de un comerciante
. «Con mi señora siempre sentimos atracción por todo lo que fuera pelo: corte, peinados y permanentes, planchado, tinturas. A lo mejor le hablo de eso y usted se queda frío. Nosotros todo lo contrario: la fantasía volaba, no sé si usted me sigue. Creo que no me equivoco: es lo que se llama vocación. Teníamos un localito hermoso, en plena Avenida Lacarra, y trabajábamos que daba calambre. La gente nos envidiaba. No tardaron en aparecer interesados en comprarnos la peluquería. ¿Por qué íbamos a venderla, si el oficio nos gustaba y aquello era una mina de oro? Lo de siempre: vino un tipo con una oferta interesante y vendimos antes que se arrepintiera. Como las flores nos gustan con locura, pusimos una florería; pero es lo que yo digo: en los negocios no vale el idealismo, ni el trabajo, ni la afición. Hay que tener la testa bien fría. ¿A quién se le ocurre poner una florería lejos de hospitales y sanatorios, de los velatorios, de los cementerios? El verdadero basamento del negocio de florería está en las coronas. Haga de cuenta que son las cuatro ruedas sobre las que marcha el negocio. Aquello iba de mal en peor, pero es lo que siempre digo: tenemos un dios aparte, apareció un interesado y nos compró la florería. Como soy el enemigo número uno de dejar el dinero inactivo en el acto me puse a buscar un local para abrir un nuevo negocio. Lo encontré en Ciudad de la Paz, a una cuadra de Cabildo. Hablé con la gente del barrio e hice mi composición de lugar. Comprendí en dos patadas que ese local amplísimo era ideal para instalar un peladero de pollos. Cuando le expliqué a mi señora cómo pintaba el asunto, me abrazó y lloraba con el alborozo y por fin, serenada, me explicó: 'Por algo dicen que volvemos siempre a los primeros amores. Vamos a pasarnos las horas pelando pollos. Entre tanta pluma haremos de cuenta que volvimos de lleno al pelo'».

Extravagantes

Febrero 1980
. Conocí a Sabato poco después del 40. Sé que en esos días Borges y yo habíamos publicado
Seis problemas para don Isidro Parodi
y sé que yo vivía en la casa de la calle Coronel Díaz. Sabato me pareció una persona de inteligencia activa —como Ricardo Resta,
[9]
de quien se aseguraba «piensa todo el tiempo»— y eso me bastó para recibirlo como a un amigo. De vez en cuando Sabato se permitía, a la manera de apoyo, pedanterías infantiles, que molestaban a Borges. Si había dicho algo intencionadamente paradójico, exclamaba (como si hubiera hablado otro y él aprobara por lo menos la audacia del concepto): ¡Margotinismo puro! El tono de este comentario aparente críptico era de extrema suficiencia. Si uno pedía explicaciones, Sabato vagamente y con aire de pícaro aludía a un profesor alemán llamado quizá Margotius o Margotinus o algo así. Evidentemente se trataba de su monsieur Teste, su Bustos Domecq, su Pierre Menard; no quería ser menos que nadie; Borges no celebraba la broma: tal vez la invención de Sabato no fuera más allá del supuesto profesor, no llegara nunca a un reconocible estilo de pensamientos. A falta de eso, ponía Sabato ese inconfundible tono de satisfacción para exclamar «¡Margotinismo puro!». De todos modos, Sabato me parecía digno de estímulo y convencí a Borges (lo convencí superficialmente, para nuestras conversaciones de entonces) de que Sabato era inteligente. Se me ocurre que Borges no creía en esa inteligencia cuando estaba solo o con otros amigos. Silvina, por su parte, fue aún más difícil de persuadir.

Creo que Sabato se acercó a mí con mucho respeto, ingenuamente persuadido de su papel de escritor bisoño, frente al escritor consagrado. Por eso incluyó sin siquiera vacilar su articulito sobre
La invención de Morel
en su primer libro de ensayos
Uno y el Universo
. Me pregunto si con el tiempo no se arrepintió de esa inclusión o si habrá pensado estoicamente:
Quod scripsi, scripsi
.

BOOK: Descanso de caminantes
7.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Demon Side by Heaven Liegh Eldeen
All In by O'Donahue, Fallon
Scrapyard Ship by Mark Wayne McGinnis
Wild Jasmine by Bertrice Small
A Matter of Principle by Kris Tualla
Fight For My Heart by T.S. Dooley
Feud On The Mesa by Lauran Paine
Zenith by Sasha Alsberg