Descanso de caminantes (15 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Otros, #Biografía, #Memorias

BOOK: Descanso de caminantes
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Yo mismo me encargué de bajar del pedestal en que mi protegido me había puesto. Por modestia, por buena educación, por temor de parecer fatuo, le aseguré que mis escritos eran bastante chambones. «Hago lo que puedo, pero tengo la misma conciencia que usted (o "que vos" si ya lo tuteaba) de mis límites». Cuando publiqué
Plan de evasión
, Sabato apareció en casa arrebatado de admiración y me pidió permiso para mandar a Sur una nota sobre el libro. Tan perfectamente lo convencí esa tarde de que «el libro no era para tanto» que publicó poco después en Sur una nota neutra, indiferente, desde luego desprovista de todos los elogios que le
boché
o le contradije. Sin embargo estoy seguro de que llegó a dudar de la sinceridad de mis juicios sobre mis escritos porque en una conversación exclamó: «Ya estás con tu humildad china».

Un día me trajo (ya estaba viviendo yo en la calle Santa Fe, donde ahora vive Alicia Jurado) el manuscrito del
Túnel
«para que se lo corrigiera». Me pregunto por qué en el trato de escritores hay tantos malentendidos ¿por falsas modestias? ¿por una vanidad que siempre merodea, como un chacal hambriento? Lo cierto es que leí con lápiz colorado el librito y, según mi costumbre (en ese tiempo corregía las traducciones de
El séptimo círculo
y de
La puerta de marfil
), lo corregí casi todas las veces que fue necesario. Cuando Sabato vino a retirar su novela, comprendí mi error. Él venía dispuesto a recibir elogios por un gran libro; yo le devolví un librito, plagado de errores de composición, que no podían corregirse (como esa patética imitación de Huxley, la discusión sobre las novelas policiales que interrumpía el relato) y páginas garabateadas de elementales correcciones en rojo: correcciones de palabras, como
constatar
, de sintaxis, etcétera. Nuestra amistad, que nunca fue del todo espontánea, empezó a deteriorarse.

Recuerdo lo que me dijo un día mientras sucesivamente orinamos en el baño de casa: «Cómo te envidio. Vos andás por la calle sin que nadie te moleste, sin que nadie te reconozca. Yo voy por la calle y la gente me señala con el dedo y exxclama: 'Ahí va Sabato'. Es horrible. Estoy muy cansado».

Lilí, de quien estuve enamorado hacia el 44 o 45, era de tez blanca y rosada, de ojos celestes, grandes, luminosos, que parecían comunicar alegría y deslumbramiento, de pelo rubio, baja de estatura. Recuerdo que las calles abundaron aquel tiempo de cartelones de propaganda de unos cigarrillos, donde aparecía Lilí, fumando, con el letrero: «Que rubia y qué rubios». Nunca me hizo caso.

Una tarde la visité en su casa, por La Lucila, Olivos o Vicente López. Recuerdo el desorden de la casa, la negligencia de la ropa de su persona y del chiquerío al pie. Entre esos chicos debía de estar el que veintitantos años después entró en la clandestinidad y encontró la muerte en un tiroteo con la policía. Dicen que esa muerte indujo a Lilí a hacerse montonera. Cuando supe que era una cabecilla importante, no pude creerlo: yo la conocía bajo otro aspecto (la frase esfrívola, pero expresa una verdad). A mucha gente conocemos bajo un aspecto u otro, verdaderas anteojeras que no nos permiten saber casi nada sobre ellas. En tiempos de Lanusse me enteré de que la habían detenido; estuve seguro de que se trataba de un error… Consulté con amigos. Me desengañaron: No había nada que hacer. Estaba muy comprometida. Etcétera.

Martínez Estrada era enjuto, de frente ancha, ojos redondos, hundidos, afiebrados, labios finos, voz criolla, baja, de expresión tajante; podía ser muy despreciativo si el interlocutor no le inspiraba temor o siquiera respeto. Carecía de coraje. Durante el primer peronismo estuvimos los dos en la comisión directiva de la Sociedad Argentina de Escritores, él como presidente, yo como vocal. En las conversaciones entre amigos aventuraba juicios condenatorios del peronismo; pero como presidente de nuestra Sociedad, descollaba por encontrar siempre razones de orden estratégico para postergar toda declaración que pudiera molestar al tirano. Su habilidad era prodigiosa: en casi todas las reuniones conseguía suprimir o modificar algún proyecto de protesta sin que a nadie se le ocurriera jamás que lo impulsaba la cobardía o la tibieza de convicción.

Yo tal vez había olvidado que al comienzo de la guerra, cuando habían caído Polonia, Francia, Bélgica, Holanda, Noruega, cuando Inglaterra defendía sola al mundo libre, nos reunimos (por indicación de Borges y mía) en el restaurant chino La Pagoda, en Diagonal y Florida, para firmar un manifiesto en favor de los aliados. Esa mañana, los primeros en llegar fuimos Borges, Ulyses Petit de Murat, Martínez Estrada y yo. Entre Borges y yo explicamos nuestro propósito. Martínez Estrada dijo que él quería hacer una salvedad o, por lo menos, un llamado a la reflexión. Nos preguntó si no habíamos pensado que tal vez hubiera alguna razón, y quizás también alguna justicia, mi para que unos perdieran y otros triunfaran, si no habíamos pensado que tal vez de un lado estaban la fuerza, la juventud, lo nuevo en toda su pureza, y del otro, la decadencia, la corrupción de un mundo viejo. Yo pensé que con un personaje así no se podía ni siquiera discutir, y mentalmente, lo eliminé de la posible lista de firmantes. Me apresuraba, me equivocaba. Ulyses Petit de Murat se levantó y dijo que para nosotros el asunto era más simple: «De un lado está la gente decente, del otro los hijos de puta». «Si es así —contestó Martínez Estrada— firmo con ustedes encantado», y ante mi asombro estampó su firma.

Era un pensador continuo, de ideas confusas. Su ignorancia era enciclopédica. Aceptó sin vacilar el encargo de escribir, para no sé qué editor, quizá Rueda, una Historia de la literatura universal. No estaba preparado para la obra. Ignoraba a Johnson, a Boswell. Recuerdo que le dijo a Silvina: «Estoy leyendo con placer y provecho a Edgar Allan Pope».

Serenidad, impavidez, aire inescrutable, bien probada conformidad consigo mismo, desdeñosa acritud para casi todo el mundo: estos caracteres, para quien no lo tomara demasiado en serio, lo volvían agradable o desagradable, según fuera con uno amistoso o inamistoso.

No sé por qué me dio por imaginarlo como un viejo cochero criollo, aislado en su alto pescante, arropado en la intemperie de la noche, pintoresco por lo taimado y por el tono irónico, por una perceptible sabiduría hecha de ignorancia y de malos sentimientos.

Con razón mi Marcia Quiroga señala apenado la injusta inquina de mucha gente contra los médicos. Sin embargo debemos reconocer que, por injusta que sea, la tal inquina configura a lo largo de los tiempos una siempre renovada tradición literaria, prestigiada por clásicos refulgentes, como Rabelais y Moliere. Yo debo lo que tengo de salud, o de bienestar, a indicaciones, a consejos, a remedios que médicos me dieron, sin contar las operaciones quirúrgicas, también aconsejadas y ejecutadas por médicos, que terminaron tramos sombríos de mi vida y me devolvieron a la actividad y a las esperanzas, de modo que por nada contribuiré a enriquecer dicha tradición.

Hablaré ahora de lo que no entiendo. El hombre está acostumbrado a eso. Quiero decir que hablaré de una parte de lo mucho que no entiendo: de la medicina o, para decirlo del modo más general, del arte de curar.

Yo sería injusto si olvidara mi deuda con los médicos. Más que a nadie quizá, debo a Lucio García que empleaba sus conocimientos como una varita mágica: con esa varita me tocó la cabeza y desaparecieron dolores que me torturaban y destruían desde muchos años. Al doctor Browne le debo la prodigiosa curación de una alergia. A Pouchet, salir de una renguera. A De Antonio y al kinesiólogo al Quiveo, el ser un hombre sano, con ocasionales lumbagos, y no un enfermo, con intervalos de bienestar. A Florin las operaciones de la tiroides, que extiende mi gratitud a Molfino, y de próstata, que la extiende a Montenegro. Dicho lo anterior, no negaré que al odio contra los médicos debemos una venerable tradición literaria y que de vez en cuando me acomete la tentación de contribuir con algún aporte personal, por modesto que sea.

Las otras tardes conversábamos con un veterinario, sentados en los sillones de mimbre del corredor de la estancia Rincón Viejo. El veterinario dijo:

—Qué lindos esos árboles. Qué sanos.

Yo pensé: Los jóvenes tienen cuarenta años; casi todos tienen cien o más; algunos pocos serán anteriores a 1860 y alguno habrá sido plantado alrededor de 1835. La verdad es que están sanos y que nadie les cuidó la salud.

A esta altura de mis reflexiones admití que si tenía a la vista sanos, sabía también que en el monte había algunos enfermos. Tampoco veo los achacosos, que murieron, como el espinillo fundador. Ése sí era de 1835. También deben de ser de entonces las casuarinas grandes que están detrás de la casa del fondo. Entre ellas hay dos o tres enfermas. ¿Cuánto gasté, o gastaron, mis padres y mis abuelos, en médicos de plantas? Absolutamente nada.

Tampoco gastábamos mucho, veinte o treinta años atrás, en veterinarios para las vacas. Recuerdo que cuando poblé el campo, el ex arrendatario de mi padre, don Juan P. Pees, me aconsejó: «No ponga ovejas, Adolfito. Con ellas no para de gastar en remedios y siempre las persiguen las sarna y las lumbrices (sic). Ponga vacas. Basta darles campo y agua y ellas le darán un ternero todos los años». Los partes diarios de 1936, que estuve leyendo, confirman este asunto. No hay casi mortandad de vacas; no hay casi gastos de veterinario para ellas. Tendría que recorrer los partes de los años sucesivos para descubrir cuándo empieza la continua atención veterinaria del ganado, con la consiguiente partida de gastos, una de las mayores en el ejercicio anual de las estancias. Antes había enfermedades de vez en cuando, pestes de vez en cuando y muy poco gasto en veterinaria. Ahora hay enfermedades de vez en cuando, pestes de vez en cuando, y enormes gastos de veterinaria. Me pregunto, pues, si estadísticamente podría demostrarse que hay un verdadero progreso para la salud de los animales y de los hombres en la constante atención veterinaria y médica. Ha de haber progreso; un progreso muy inferior, sin embargo, al que advierten los veterinarios (y los médicos) en sus alforjas.

A veces nos parece que lo único mágico (terriblemente mágico) de la vida es la muerte. En realidad la muerte es el fin de la magia.

27 febrero 1980
. Pardo. He leído con agrado
Mi ocio
de Italo Svevo: una suerte de encantador vademécum para todos los viejos decrépitos como yo. Podría objetarse que es demasiado simbólico; pero sé que yo seguí el texto interés y sólo después de concluida la lectura entreví los símbolos, que me parecieron aciertos suplementarios y magistrales, otra riqueza de un texto afortunado: el viejo, que se retira, se detiene en la escalera y protesta; su último amor, Felicità, no lo oye, porque está allá arriba, ocupada en cerrar con llave la puerta del departamento de sus amores, al que no volverán juntos.

Género comercialmente afortunado: el de las historietas de ensoñación. Toda la obra de Simenon; buena parte de la de Somerset Maugham.

Tratándose de autor de otra época, la divergencia de opiniones políticas frecuentemente no molesta. Stendhal es uno de los autores preferidos de Toulet.

Rincón Viejo, 10 marzo 1980
. Con repulsión leo capítulos (?) de la desproporcionadamente llamada
Vida del Chacho Peñaloza
por el fraile federal José Hernández. Hernández realmente se encolumna junto a los más deleznables cachafaces de nuestra literatura política.

Lloriquear
. Sólo ahora me entero de que lloriquear es cosa de viejos. Trataré de reprimirme, lo que no será fácil, porque desde joven, a lo largo de toda la vida, he tenido ese motivo de enojo conmigo mismo. He lloriqueado en cines (a veces debí salir de la sala, para interrumpir los sollozos), he lloriqueado en despedidas, en entierros, cuando he leído (sobre todo, en voz alta) noticias patéticas, heroicas, expresivas de generosidad y desprendimiento. Me aborrecí por ello, aunque no faltaron personas que se mostraran favorables al llorón, pura sensibilidad y corazón de oro; yo sabía que tal suposición era totalmente falsa: me acordaba de mi tío Gustavo, egoísta y vanidoso, que se quería a sí mismo, sin importarle un bledo de los demás y para quien cualquier motivo era válido para derramar lágrimas en enormes y finísimos pañuelos blancos.

Soy el amante que las mujeres hacen de mí. Un chambón con algunas; un diestro profesional con las que me exigen. Evidentemente soy mejor cuanto más me exigen. En general no valgo mucho cuando tengo una sola mujer, que no quiere acostarse más de una o dos veces por semana. Cuando tengo dos mujeres, o más, mis reflejos obedecen en el acto, cada una me estimula, me enseña y se beneficia de las enseñanzas y de los estímulos de la otra (o de las otras).

Viejo dicho, muy sentido por el autor:

Acuérdate, mi alma, de lo que hablo
:

En todo apuro tiene parte el diablo
.

Retrato
. Airadamente profiere acres afirmaciones enfáticas y condenatorias, que a poco andar los hechos refutan. Ajena a la equidad, no explica ni se excusa; alza la destemplada voz y con la mirada puesta en lo mismo, o en otro, blanco arremete con nuevas denuncias mal fundadas.

Un secreto
. Según decía la gente, mi padre y yo éramos de la misma estatura. En realidad, el medía 1,77 y yo 1,76. Cuando me enrolé, vi con desagrado que, después de medirme, estamparon en la libreta 1,75. Eso no es nada. Ayer, 17 de marzo de 1980, el doctor Schnir me midió en su consultorio y anunció:

—1,71 y medio.

Pensé: «La ventaja de esta información es que no incita a la jactancia». Dije:

—Una estatura un poco deprimente.

El médico replicó:

—Deprimida, querrá decir. Por el cuarto y el quinto disco rotos y más que nada por el paso de los años.

Antes (mayo 1978) de las operaciones pesaba 62 kg.; ahora, 67.

Para muchos argentinos el nombre
Eva
está definitivamente viciado por una connotación evidente.

El que ya no escribe
:

Las personas que recibo

y me impiden escribir
,

me visitan porque escribo
.

A la larga hay que mentir
.

Traducción negligente de versos de compasión y protesta compuestos por Juan Hus, durante su tortura, en Constanza, en 1415.

¡Pobres muchachos los de esta unidad
!

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