Cuando lo vi comprendí que era el retrato mío que había pintado Carolina Muchnik. Tratábase de un cuadro grande, de un metro setenta de altura, ocupado por mi cabeza y hombros, y una tira roja, que Silvina interpretaba como un cuchillo ensangrentado o una mancha de sangre, pero que en realidad quería representar la llama de la inspiración. Fuera de esa tira roja, el resto de la tela estaba pintado de un azul infinitamente triste. Silvina había interpretado el cuadro como una amenaza de muerte. Me costó mucho convencerla de que era un retrato, que la autora estaba orgullosa de haberlo pintado y que me lo enviaba amistosamente, de regalo. De lo que no pude convencerla fue de que ese objeto no tenía por qué traer mala suerte. Dijo que no podía soportar ese tristísimo retrato; que pintaría encima cualquier cosa. Le prohibí que lo hiciera. Dijo entonces que pintaría algo en el reverso de la tela, para que si alguien lo veía contra una pared no lo diera vuelta. Le prohibí que lo hiciera.
El viernes pasado me llamó Carolina Muchnik y me pidió el retrato, para incluir su fotografía en un álbum de sus pinturas, que va a editar. Le prometí que se lo mandaría el sábado. Se ofreció a pasar a buscarlo, pero le repliqué: «De ninguna manera, con mucho gusto se lo enviaré». En cuanto cortamos la comunicación me puse a buscar el cuadro. Temía que hubiera desparecido. Estaba, con una constelación de ojos y una cara, pintadas —por Silvina— con marcador azul, en el reverso de la tela. Me dijo que limpiaría el revés de la tela con lavandina. Consulté con el reparador de de cuadros Lasa. Me dijo: «Por nada emplee lavandina. Va a manchar el retrato, si no lo agujerea». Veremos qué se puede hacer. Lo peor es que los trazos del marcador de Silvina se ven sobre el retrato.
El cura: «El pueblo rodeaba a Jesús. Su madre y sus hermanos [primos hermanos] no podían llegar a donde estaban. Alguien le avisó: 'Están tu madre y tus hermanos'. Cristo contestó: '¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?' y señalando a todos los que estaban a su alrededor exclamó: 'Éstos son mi madre y mis hermanos'. Espero en Dios que la madre y los hermanos, o primos, no lo oyeron, porque lo hubieran tomado a mal… ». El cura era un español, loísta; decía:
lo avisaron
por
le avisaron
.
Advertí alguna modificación en las oraciones.
Mi humilde morada
se convirtió en
mi casa
: expresión más simple, pero menos eufónica. La expresión «muertos en la amistad de Dios» me pareció grata.
En Mendoza, una mujer, que tuvo ocho hijos, explica: «¿Por qué no me hice abortar? Porque el aborto es para mujeres ricas. ¿Por qué no maté al primero? Y; yo quería tener un hijo. Al segundo lo maté por la pobreza y porque era varón. La tercera fue una nena. Siempre quise tener una nena. ¿Los otros? Si hubieran sido mujercitas no los hubiera matado. A los hombres sí, a los varoncitos sí, porque los hombres me han hecho mucho daño, señor, desde que nací, siempre mucho daño».
Los mató a todos cuando nacieron, con una media de hombre que llevaba puesta y se las enroscaba en el cuellito, hacía un nudo y apretaba fuerte hasta que el nenito moría. Después lo tiraba al pozo negro del excusado. Después se acostaba de nuevo en la cama. Al otro día se levantaba bien: «Sin problemas. Siempre me fue bien en los partos. Nunca tuve hemorragias».
Una hermana de la asesina dice: Fue al colegio hasta quinto grado. Es despierta. Mire los cuadernos de sus hijos, señor. Ella los guiaba bien.
Yo estoy seguro de que ella no tiene conciencia de haber matado a siete personas. Alguien me dijo: «Al fin y al cabo si ella los había hecho, no tenía derecho a hacer lo que quisiera… Qué mal quedaría uno si dijera esto».
Le temps Retrouvé
. Después de mucho tiempo se encuentran dos viejos. Uno de ellos exclama:
—¡Cómo estaré yo, si vos estás así!
Amores de la gente
.
Hay amores tristes como defectos. (Después de leer
Le Temps Retruvé
).
El portero se ahorcó. Llega la policía. Un oficial llama a su mujer para decirle que lo esperen para comer. Le explica:
—Acá hay un mono que se ahorcó.
La señora de Alfonso, a quien visité ayer en la librería, me dijo: «Después del desayuno un amigo llamó por teléfono. Luis habló con él y después me pasó el teléfono. Estuve hablando unos diez minutos. Cuando corté sentí un vacío. Llamé 'Luis'. No lo encontraba. Entré en el cuarto de las chicas. A los lados, en camas paralelas, estaban durmiendo nuestras dos hijas: una de quince años y otra de dieciséis. La puerta que da al balcón estaba abierta. En el balcón, en el suelo, vi las zapatillas de Alfonso. Corrí enloquecida a asomarme. Abajo estaba en la calle, , boca abajo. No creí que estuviera muerto».
En La Biela encontramos a Bachicha Aguirre, viejísimo, que le dijo a Silvina:
—Hacía años que no te
véia
. (
Véia
: fonética de argentinos de antes y de campo).
El diariero me dice tristemente: «La gente está monetizada. Usted no me creerá, Bioy, pero este año no he encontrado una chica para llevar a Mar del Plata que esté dispuesta a cargar con los gastos. Es matarse: usted le da las condiciones y en seguida empieza el chicaneo: cada uno paga lo suyo. Es muy triste».
En casa trabajaba una mucama de tierra adentro, cobriza, feúcha, flaca, sin duda mal nutrida, buenísima persona; en sueños la besé con mucho afecto.
En una revista (
Letras de Buenos Aires
) publicaron
El espejo ardiente
, una obrita en un acto de Silvina, y con la indicación:
Época de Calderón
. Silvina estaba furiosa. «Es un desprecio», me aseguró. «No creo que tuvieran esa intención», contesté. «Siempre quitás importancia a lo que hacen contra mí». (
Post scriptum
: No creo que sea un desprecio; pero la intención no es fácil de explicar).
Soñé con mi padre. Estaba muy feliz en su compañía. Después apareció una rubia, amiga mía en el sueño, y me entretuve con ella en juegos eróticos. Cuando busqué a mi padre no lo encontré.
La realidad es inagotable
. Emilia, la mucama, que trabajaba también en una fábrica de moreras, se vino un día con dos o tres hombreras para que las viéramos. Estaba muy interesada en los diversos modelos, en los diversos materiales (lana, rayón, lona), en la terminología.
Distraída
. Al salir del cine, mi secretaria ve que hay una librería, recuerda el título de un libro que le recomendaron, entra por un largo corredor, entre mesas de libros, hasta un mostrador transversal, en el fondo, atendido por tres empleados. Como le dicen que no tienen el libro, sale por donde entró. Camina unos pasos, ve una librería, entra por un largo corredor entre mesas de libros hasta un mostrador transversal, en el fondo, atendido por tres empleados que a su pregunta sobre si tienen el libro que le recomendaron contestan en coro: «Es la misma librería».
Mi estupidez
. Al lustrador le digo que ha de haber poca humedad porque siento que los zapatos me quedan grandes. En ese momento advierto que el lustrador me aprieta la vacía punta del zapato y me digo que pensará «Tiempo muy seco, sin duda, pero sobre todo zapatos de dos o tres números por encima del que necesita».
27 febrero 1981
.
Meteorológicas
. Desde hará cosa de una semana el calor es insufrible. Parece que desde La Quiaca hasta la Antártida se extiende una masa de aire cálido. Tan monstruosamente cálido que el hielo de la Base Marambio se derritió: que se derrita el hielo del polo sur es una capitulación muy dura para el patriotismo meteorológico de los criollos. Hoy caminaba por Callao, en el calor y el sol, cuando me llamaron la atención dos chicos, de unos siete u ocho años, que comentaban: «Qué suerte que esté lloviendo. Lo que hemos esperado esta agua. Qué lindo mojarse así». La gente los miraba asombrada, porque no caía una gota de agua.
Integración
. En trance de recuperaciones, la desilusión a veces no es más que una etapa. Uno se dice «Nunca me avendré a estas muelas que amontonaron en mi pobre boca», «nunca voy a caminar con este pie postizo que mira quién sabe por dónde». Llega, sin embargo, el día en que muelas y pie son parte de nosotros.
Fragmento de un diálogo de enamorados
.
Te lo digo francamente
:
yo me aburro de repente
.
Justiniano Lynch. Era un tío abuelo mío, que se quedó a vivir en París, porque se había casado con una vendedora del Bon Marché y supuso, con razón desde luego, que sus hermanas la «snobiarían». Justiniano era de color verde oliva, bigote blanco y voz nasal, de nariz tapada. Probablemente había sido buen mozo, en la juventud. Para mí era un persona un poco ridícula, porque mis padres se reían de él. Vestía de oscuro y usaba guantes grises. En nuestras temporadas en París, siempre nos visitaba, y siempre regalaba a mi padre una caja de habanos de no recuerdo qué marca. Por un malentendido, creía que esa marca era la favorita de mi padre; en realidad, sólo los fumaba delante de Justiniano y después no sabía qué hacer con ellos.
La guerra del 39 trajo a Justiniano y a su mujer a Buenos Aires. De su mujer dijo mi madre: «No sé de qué se uejan mis tías. Es idéntica a ellas. Seguramente ese aire de familia es lo que le gustó a Justiniano».
Un día lo visitamos en la casa que edificaron en la plaza Vicente López. Procedimos a un minucioso
tour de propriètaire
. Realmente se trataba de una casa magnífica —aunque de afuera me pareció modesta—, sabiamente pensada; tenía todos los adelantos de la época (muchos que no conocíamos); indudablemente, vivir en ella tenía que ser placentero y cómodo. Recuerdo que pensé: «Este hombre ha decidido echar el resto y darse los mejores lujos», y mientras admiraba la casa y lo admiraba a él, guiado por puritanismo o por cábula pensé: «Regalarse algo tan perfecto debe de ser un error. Sobre todo, tratándose de una vivienda. Las cosas fallan por algún lado. Esta casa no puede fallar, así que la falla vendrá por el lado del pobre Justiniano». Poco después murió. Yo estaba demasiado en mis amores para ocuparme en saber qué pasó con la viuda.
Sueño
. Muy agradablemente hago el amor con ella. De pronto me despierto. Le digo:
—Qué vergüenza. Me dormí.
—Yo también —contesta.
—¿Seguimos? —le pregunto.
—Pero es claro —me dice.
Estoy en eso cuando realmente despierto y me encuentro en mi cuarto, en mi cama, solo.
Sueño
. Estoy muy feliz, bien abrigado, en una cama camera que saqué a la terraza. Cuando voy a dormirme, se desata un aguacero. Tengo demasiado sueño para levantarme y llevar la cama a mi cuarto. «Va a pasar pronto», digo, refiriéndome a la lluvia. Pasa, en efecto. Con satisfacción me hundo en las mantas, porque hace frío y me dispongo a dormir. Despierto entonces, y me encuentro en la estera, con el cuerpo tibio, pero los brazos fríos, porque los saqué de abajo del poncho. Pongo los brazos adentro, me arropo bien, retomo el sueño.
Cuando Emilia, la modista de tierra adentro, volvió de sus vacaciones, le pregunté si se había recuperado, porque estuvo débil, y pálida, de tanto trabajar (entraba en la fábrica a las 6 de la mañana; en casa, a las 2 de la tarde), y le di un beso. Mientras se lo daba, suavemente me tomó la cara con la mano.
Creo que mis discos estallaron en dos ocasiones, hacia el fin del 71 y en febrero del 72, en Mar del Plata. Me pareció oír la rotura. Yo no sabía si podría aguantar, si era aguantable, el dolor. Inmóvil, absorto y desesperado estuve durante 40 minutos o una hora; después gané la cama.
La efusividad de Martín Müller es notable. Cuando le dije que me habían dado la Legión de Honor, aseguró: «Es más importante que el Premio Nobel».
No he notado en las feministas mayor simpatía por las otras mujeres.
Crónicas informales
. Lo habían herido de un balazo a Reagan, presidente de los Estados Unidos. Alguien dijo que el atentado lo había conmovido mucho y que deseaba someter a sus amigos sus reflexiones. «No hay defensa contra gente que no se atiene a las reglas de juego que nosotros —continuó—. Ellos pueden secuestrar, torturar y no rendir cuentas. Si se los tortura el mundo entero protesta. Si no se los tortura, no hay manera de romper sus conspiraciones. Yo me pregunto si la solución no será institucionalizar la tortura. Ponerla en manos expertas. Sacarla de esos animales de las comisarías, como uno que en la 17 (¿o en la 15?) donde me tenían detenido, le aplicó la picana en el órgano sexual (la violó con la picana) a una mujer menstruada. Yo digo si la tortura, en manos expertas de un hombre como Cardozo, que sabía distinguir la verdad de la mentira, arrancadas al torturado…». Aquí un señor S. se levantó, dijo que no quería seguir oyendo, que a él lo había torturado Cardozo y que no quería recordar nada. El otro lo calmó: A amigos míos (mencionó nombres que no recuerdo) los torturó Cardozo. A uno de ellos, Cardozo lo llamó al día siguiente y todos protestamos; pero vimos que estaban conversando nuestro amigo y Cardozo. Nuestro amigo volvió. Nos dijo: 'No es tan mal tipo. Me explicó: «Mirá pibe, lo que te hice ayer no lo hice por gusto; lo hice porque mi obligación es averiguar la verdad. Pero yo no tengo rabia ni te deseo mal. Yo soy un tipo como vos. Tengo mujer e hijos. Para darles el puchero, trabajo». Aquí yo (ABC) dije: «Después de esa explicación a su torturado de la víspera, pienso peor todavía de Cardozo». S., el que no quería recordar, me dijo: «Había dos Cardozo. El padre, el comisario experto, y el hijo, que era un cabo o algo así y un sádico. El padre dirigía y el hijo torturaba. A mí me torturaron el hijo y un tercer individuo, dirigidos por el comisario Cardozo. A mi hermano, esos técnicos, esos expertos, lo dejaron para siempre lisiado de columna. Yo no les perdono el haberme dado ganas de matarlos. Durante un año pasé casi todos los días frente a la embajada uruguaya, donde estaban asilados, en la esperanza de que se asomaran y que me dieran la oportunidad de pegarles un balazo. Ni por casualidad se dejaban ver. Pasaron ocho años encerrados en la embajada, lo que es una forma de presidio. Al otro, al tercer torturador, lo fusilé tres veces. El gobierno de La Plata, después de la Libertadora, me puso al frente de una comisaría, con tanta suerte que allá fue a caer mi ex torturador. Mandé que una mañana lo llevaran al patio y con un pelotón, con un oficial que daba órdenes, lo fusilara. Lo fusilamos con balas de fogueo. Yo no podía torturarlo ni mandar que lo torturaran; pero eso sí, tres veces, con intervalos regulares, de diez y quince días, lo fusilé. El hombre se convirtió en una babosa; se arrastraba como un gusano. Créame, nada destruye más. Un día, una persona que en la policía estaba por encima de mí y que, enterado de los fusilamientos, nunca me apercibió ni menos reprendió por ellos, apareció con una orden de libertad para el sujeto. Créame que eso me cayó muy mal; pero dos o tres días después que lo pusiéramos en libertad, lo liquidaron. El que había traído la orden de libertad cuando me vio lanzó una risotada y explicó: 'Yo sabía que se la tenían jurada, así que lo puse en libertad para que esas manos anónimas lo mandaran al otro mundo». El que había hablado primero me contó: «A mí me habían detenido. Una mañana me llevaron a un salón donde quince funcionarios me miraban. Yo les dije: 'Si alguno de ustedes va a ponerme las manos encima, mejor que me maten, porque yo vaya recordar siempre sus caras y si sobrevivo juro matar al que me haya torturado'. No me tocaron. Yo creí que era por mi bravata. Al día siguiente Cardozo me explicó: 'No te torturamos porque supimos que vos no estás en esto. Si tuviéramos dudas te torturaríamos tantas veces como fuera necesario'. Le pregunté si me iban a soltar. Me dijo que no. Que me chuparía uno o dos meses de detención, porque la policía no puede equivocarse».