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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, Infantil y Juvenil

Diario de un Hada (8 page)

BOOK: Diario de un Hada
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Pero lo más angustioso de aquellos sueños era el momento antes del despertar. Siempre el mismo rostro, el de aquel niño de cabello trigueño sin ojos, que tanta ansiedad me causaba. ¿Qué podía significar su visión en mis períodos oníricos? Empezaba a tener la sensación de que el nio y yo estábamos ligados de alguna manera. Si no, ¿cómo explicar su aparición?

Quizá
Tujú
supiese algo sobre ello. Un día, cuando regresábamos de los toros, y tras unos infructuosos esfuerzos por volar, le pregunté al respecto. Me explicó que no era infrecuente que las encantadas sufriesen ese tipo de vivencias y que generalmente tenían que ver con asuntos no resueltos de su condición de humanas, que les perseguían a modo de recordatorio. Pero no veía la relación con ese niño desgarbado al que estaba segura de no conocer.

Al llegar a la cueva, quedé desagradable y hartamente sorprendida. En las cercanías había dos cazadores con sus respectivos perros. Iban armados con escopetas y sus ropas no dejaban lugar a dudas. Hice un gesto defensivo para esconderme, hasta que recordé que no podían verme.
Tujú
sí se camufló entre las ramas, aunque sin dejar de observar la escena por un segundo.

Estaban rastreando la zona. Supongo que en busca de animales. Me sorprendió que hubiesen llegado a aquella parte del monte. Los animales, pese a estar por ahí, estaban todos escondidos. Sólo los perros adiestrados olfateaban al terreno, y al parecer podían verme o al menos intuirme, porque se apostaron delante de mí y comenzaron a ladrar frenéticamente; no me moví, no hice ningún gesto. Estaban muy amedrentados. Los cazadores se miraban entre sí sin comprender por qué sus perros ladraban al vacío con tanta insistencia.

Pretendía desviar su atención de mi cueva, en la que todavía no habían reparado. Los cazadores llamaban a los perros, pero éstos se negaban a obedecer y seguían en sus treces.

Los dieron por imposibles y se dedicaron a rastrear la zona hasta que descubrieron mi cubil. Ahora la asustada era yo. Temía que al entrar viesen que estaba habitada por alguien y hubiese de buscar otro lugar más seguro para vivir.

—¡Mira lo que tenemos aquí! ¡Una cueva! —dijo apartando los matorrales que la ocultaban de los ojos de los curiosos.

—Entremos a ver, quizás haya algún animal —manifestó el otro mientras sacaba una linterna de su bolsa.

¡Todo estaba perdido!... Me habían descubierto, ahora debería huir, ese lugar ya no era seguro. Como un capitán que asiste al hundimiento de su barco, permanecí en pie, petrificada esperando que alguno de los hombres dijese la consabida frase: «¡Aquí vive alguien!». Los perros habían cesado de ladrar; había conseguido tranquilizarlos.

Pero no, no ocurrió nada de eso. Al cabo de algunos segundos salieron con cara de decepción.

—¡Aquí no ha vivido un animal en años! ¡Vamos! —dijo el que llevaba la linterna.

Cuando se fueron, le pregunté a
Tujú
por qué no habían podido ver mis pertenencias. El búho dijo que obviamente, para mi fortuna, estábamos en planos distintos, y que yo no tenía motivo para cambiar de lugar de residencia.

Aunque el episodio de los cazadores me había dejado bastante alterada, al entrar en la cueva di un grito que debió de sorprender a todos los animales del bosque, que ya estaban bastante asustados de por sí.

El fuego... ¡Se había extinguido! Eso significaba —según me contó un día Estrella— que una de nosotras había muerto...

—¡Es Estrella la que ha muerto! —dijo una voz detrás de mí, que identifiqué como la de
Malaquita
. Había entrado también en la cueva alertada por mis gritos.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —pregunté sin dejar de mirar hacia la hoguera apagada.

—Las noticias en el bosque se extienden con la velocidad del rayo. Cada vez que un hada muere, el entorno natural se atenúa un poco. De todas formas, era ya muy mayor y debía cumplir su ciclo —dijo
Malaquita
situándose en mi hombro.

—Pero era la única amiga que tenía en el mundo
feérico
. ¿Qué voy a hacer ahora? —dije apenada.

—¡Ir a su funeral! —Ahora era
Tujú
quien hablaba—. Todas las encantadas lo harán. Pero es un largo viaje, tienes que ir al País Vasco y las honras fúnebres serán mañana...

—Y... ¿cómo quieres que vaya, si tan siquiera sé volar? —pregunté con lágrimas en los ojos.

—Es un buen momento para aprender —señaló
Tujú
— y otra cosa, no debes llorar. Un funeral
feérico
no es motivo para entristecerse. Piensa que ahora Estrella se habrá reunido con el resto de la almas de las hadas.

—No sé nada sobre eso... Nunca hablamos de ello —dije confusa—. Para la mayoría de los humanos, la muerte es un acontecimiento triste. Significa la desaparición de un ser querido.

—Razón de más para que vayas y te enteres —dijo
Malaquita
—. Además, ella quería que tú aprendieses a volar, ¿recuerdas? Es el mejor homenaje que puedes hacerle.

—¡Tenéis razón! ¡Debo ir! —dije convencida.

—¡Claro que sí! ¡Yo te guiaré! ¡Conozco el camino! —exclamó
Tujú
.

Salí de la cueva con el firme convencimiento de que debía ir al funeral de Estrella a toda costa. No sólo quería acudir por lo bien que se había portado conmigo; algo internamente me dictaba que era necesaria mi presencia allí.

Y como suele suceder la mayoría de las veces, cuando algo nos ha obsesionado durante mucho tiempo y no hemos sido capaces de resolverlo —como era el asunto del vuelo—, tendemos a esconderlo. Sólo un acontecimiento de cierta magnitud nos permite rescatarlo de nuestro interior. Y éste era uno de esos acontecimientos.

Fuera de la cueva hacía un frío terrible. Había algunas zonas nevadas y el viento era más cortante que nunca.
Tujú
,
Malaquita
y yo fuimos hasta el sitio donde vivía Copalta.

—¿De nuevo por aquí, Aura? —dijo Copalta—. ¿Quieres intentarlo una vez más?

—Si, quisiera hacerlo —dije una firmeza—, si es que a ti no te importa que me suba a lo más alto del todo.

—¡Por supuesto que no! Yo también apreciaba a Estrella... Ven, te ayudaré —exclamó haciendo crujir toda su estructura con una inusitada elasticidad para que pudiese alcanzar las primeras ramas fácilmente.

Escalé con habilidad. Las largas caminatas hasta los toros habían servido para algo. Una vez estuve arriba, en lo más alto, me tomé unos segundos para meditar lo que iba a hacer... Deseaba con intensidad ir al funeral de Estrella. Muchos kilómetros me separaban de ella. La única forma era conseguir volar y, como hada que era, sabía que podía hacerlo.

El deseo fue tan intenso que no lo pensé más; tras tomar una bocanada de aire gélido, me arrojé desde Copalta abriendo los ojos. Ahora sí tenía plena confianza en mí. Eso fue lo que me impulsó y en vez de caer en picado contra el suelo, comencé a subir y a flotar como si fuese una pompa de jabón. Mi cuerpo dejó de pesar y me volví una pequeña partícula del viento que se movía libremente en el espacio y que podía seleccionar el punto exacto hacia el que quería dirigirse.

¡Lo había logrado! A lo lejos vi llegar la silueta de
Tujú
, que se desplazaba hacia mí.

—¡Espérame o no podré guiarte! —dijo agitado.

—¡Lo siento! —repuse haciendo un gesto para que se acercase—. ¡Sube a mi hombro e indícame el camino!

Lo hizo. Ambos nos fundimos con el viento y desaparecimos en un torbellino. Mi cuerpo empezó a cobrar luz, como si de una libélula se tratase, una luz rojiza que me proporcionaba calor, me reconfortaba del frío padecido y servía de faro en medio de toda aquella espiral.

En el día del cuervo

¡Q
ué práctico medio de transporte! ¡Con qué facilidad se llega a los lugares! Esa especie de espiral, torbellino o como queráis llamarla, porque no sabría daros una definición exacta, tenía la facultad de transportarnos a grandes velocidades hasta lugares remotos. La sensación es similar a cuando un humano está a punto de desmayarse... En ese momento escucháis un pitido muy intenso en vuestra cabeza, la vista se os nubla y poco a poco perdéis el conocimiento. Pues es algo semejante, sólo que no conlleva la impresión desagradable, sino más bien todo lo contrario. Volar es una de las cosas más hermosas que existen en el mundo
feérico
. Una vez emprendido el viaje, supe que no hacía falta que
Tujú
me guiase. Como si en mi interior anidase una especie de radar, sabía qué camino tomar. En un momento determinado, cuando ya estábamos entrando en el País Vasco, empezó a ponerse nervioso...

—¡Detente! ¡Alto! —gritó alarmado.

—¿Qué ocurre? ¿No vamos bien encaminados? —quise saber.

—¡Sí! Precisamente por eso. Haz el favor de bajar de inmediato. Alguien nos espera —dijo misteriosamente.

Obedecí y descendí. En cuanto pudo,
Tujú
saltó de mi hombro y se posó sobre una rama. Justo en ese instante, percibí que el paisaje había cambiado por completo. Era mucho más verde, abrupto y hermoso, como si alguien se hubiese tomado la molestia de recortar la hierba que crecía en los montes para que visualmente pareciera toda igual. Lloviznaba un poco y hacía más frío que en mi lugar de residencia. Se notaba que había más vida en esta área del país, más plantas, árboles, animales.

—¡
Fierabrás
! ¡
Fierabrás
! —gritó
Tujú
—. ¿Estás por ahí?

De pronto, escuchamos un ruido en medio de la vegetación. Algo grande se movía entre las ramas. Poco a poco, una silueta fue cobrando forma y una cabeza elegante y estilizada se dejó ver entre todo aquel verdor.

—Aquí estoy —dijo el animal que salió de entre los arbustos—. Ya puedes marcharte,
Tujú
, ahora es cosa mía.

—Aura, éste es
Fierabrás
. Mi jurisdicción termina aquí; él se encargará de ti, al menos por el tiempo que estés en estas tierras —informó el búho.

—Encantada de conocerte —dije—, aunque ya me había acostumbrado a la presencia de
Tujú
y encontrarme cara a cara con un zorro no era precisamente la idea del viaje que me había forjado.

—¿Qué pasa? ¿Desconfías de mí por ser un zorro o porque no me conoces? —inquirió intrigado
Fierabrás
al tiempo que sus ojos cobraban una expresión algo malvada.

—Por ninguno de esos motivos —señalé—. Es que nadie me había avisado —dije mirando de reojo al búho.

—Lo olvidé —dijo en un murmullo—. Cuando regreses te estaré esperando de nuevo.

—¡Vamos! —dijo
Fierabrás
—. ¡No hay tiempo que perder!

Volvimos a efectuar la operación del vuelo, sólo que en esta ocasión ya no me fue preciso subir a ningún árbol; según el zorro, estábamos bastante cerca. Él iría delante y yo debía seguirle.

Fierabrás
era un ejemplar de zorro común, muy bello, de hocico estrecho, orejas grandes, tiesas, de cola larga, poblada y blanca por el extremo. El color de su pelaje era pardo rojizo, muy brillante, y tenía algunas manchas oscuras en las zonas de la nuca y el pecho. La parte frontal de sus extremidades anteriores era también más oscura.

Durante el trayecto fuimos hablando. Me interesaba conocer más detalles sobre
Fierabrás
. Aunque, al igual que
Tujú
, mi nuevo guardián no era muy hablador y medía las respuestas con exquisitez. En fin, que a medida que hablábamos hubo un momento en el que me percaté de que habíamos llegado, porque como si de un sueño se tratase, empecé a ver hadas de diferentes clases: ondinas, moras, lamias, xanas, mouràs... entre otras, y claro, encantadas como yo. A éstas las distinguía mejor que al resto porque iban acompañadas de un guardián.

Poco a poco, descendí hasta el suelo. Tenía ganas de gritar, de abordarlas una por una y formularles mil y una cuestiones para las que tan sólo tenía dudas como respuestas, pero
Fierabrás
me dio un empujón con su puntiagudo hocico y me exhortó a guardar silencio.

—¿Qué haces? —dijo molesto—. ¡No puedes hacer eso! Aquí hay unas normas. ¡Cíñete a ellas!

Yo ya empezaba a estar harta de tanta norma no escrita, de los silencios y de no tener con quién hablar, por lo que repuse bastante enfadada:

—¿Qué normas? ¿Quién las dicta? ¡Empiezo a estar hasta la coronilla de que me digan a cada instante lo que debo o no debo hacer! ¡Estoy triste y necesito manifestarlo! —dije casi gritando.

—¡Schhhhhh! ¡Calla! Yo también lo estoy..., pero te recomiendo que guardes silencio —manifestó una voz a mis espaldas.

Al volverme vi a otra encantada, aunque algo distinta a mí. Había aprovechado un descuido de
Fierabrás
, que se había detenido a saludar a otro zorro, para hablarme.

—Yo también era amiga de Estrella. Pero te aseguro que ahora ella descansa. Llevo observándote un rato. ¡Tú eres la nueva! —sentenció.

—Y... ¿quién eres tú? —quise saber.

—Caricea, la ondina Caricea —repuso—. También soy una encantada, y si me encuentro en esta situación es por culpa de Mari, que está ahí —dijo haciendo un disimulado gesto con la cabeza—. Es por ello por lo que te pido que te calles, a menos que quieras ser castigada —dijo en tono lúgubre.

—¿Quién es Mari? ¿La de las patas de chivo o la que tiene orejas de conejo? —quise saber.

—La de las patas de cabra —contestó—. Si quieres saber más cosas, cuando el funeral termine mañana, ven a verme a Las Médulas y te contaré algo más. Pero ahora, por favor, ¡cállate de una vez, que te van a oír!

Fierabrás
ya había regresado, me echó una mirada de reojo un tanto intimidadora, pero no hizo ningún comentario. Después, me condujo hasta la entrada de una cueva. Ya era casi de noche. Dijo que allí me dirían qué hacer y dónde dormir. Él se quedaría con el resto de animales que habían llegado para el entierro.

Penetré en aquella enorme cueva sin saber muy bien a qué atenerme ni qué sorpresas me esperaban. La caverna estaba iluminada por una hoguera como la mía, aunque bastante más grande. Era una cavidad gigantesca. Dentro había muchísimas hadas. Nunca había visto tantas juntas. Todas me miraban como a una intrusa. Una de ellas se me acercó y me indicó un lugar en el que podría dormir. Me dio una nueva túnica, también blanca pero con partes bordadas en oro, y me comentó —mientras señalaba su ubicación con el dedo índice— que fuera a las cocinas a echar una mano antes del baile.

¿Baile?, pensé para mis adentros. Pero ¿esto no era una reunión para un funeral?

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