Tras el gesto de agradecimiento por parte de la nueva instructora de encantadas, se fueron formando filas de hadas y como si de un «ejército» se tratase, avanzamos por los montes vascos en busca del punto más alto de la serranía, ya que es nuestro fiel convencimiento que el contacto más directo con el alma colectiva se consigue mejor en el lugar más elevado posible.
El camino fue largo y tortuoso. A veces, para sortear los obstáculos propios de la montaña, había que alzar el vuelo. La lluvia empezó a golpear con fuerza mi cara, mojando los finos cabellos, que se pegaron al contorno de mi rostro. De repente, alguien me golpeó en la espalda y escuché que se dirigían a mí.
—¡Tenemos que hablar! —dijo la voz susurrante de la ondina Caricea—. Estrella me ha visitado esta noche. ¡No te vuelvas! Puede resultar peligroso...
—A mí también —dije sin mover un músculo que delatase que estábamos manteniendo una conversación—. ¿Qué te dijo a ti? —pregunté, no sin cierta intriga.
—No debemos charlar ahora. ¡Ven a verme! —exclamó sin soltar prenda.
—De acuerdo. ¡Iré! —dije dando por finalizado el cruce de palabras.
Después, proseguimos camino como si no nos conociésemos y no volvimos a vernos hasta mi viaje a León. Tras alcanzar el punto más alto, la extraña comitiva que portaba a la muerta desnuda se detuvo; nosotras hicimos lo mismo. Algunas hadas llevaban mirto florido en las manos, así como coronas de rosas.
Con posterioridad, se cavó una fosa y el cuerpo de Estrella fue depositado en ella junto a las flores. No había podido verla con detalle hasta ese momento. Observé sus facciones, sonrientes y plácidas como si descansara profundamente. Tras eso, la cubrieron con tierra, no quedando huella alguna de su existencia. Nosotras no marcamos las tumbas para recordar a los seres queridos. No tenemos esa característica necesidad vuestra. Tampoco nos apremia pronunciar plegarias de ningún tipo o decir lo bueno que era el muerto. Ya lo sabemos. Si no hemos sido capaces de manifestárselo en su presencia, cuando vivía, no nos parece oportuno hacerlo una vez desaparecido.
El acto concluyó con la concentración de todas nuestras energías sobre la Tierra, a fin de hacer nacer una hoguera, con la particularidad de que ésta sí se apagaría, en el instante en el que la anjana que la sustituye en el puesto acabase la instrucción de una nueva encantada. Como veis, no damos una especial importancia al hecho de la muerte, ni a la parafernalia que, en determinadas culturas humanas, se transmite, aunque sí damos relevancia a que el acto se celebre en secreto, sin curiosos que se entrometan. Nos enoja bastante la presencia de alguna persona, a la que más le vale no ser descubierta, pues sería castigada, a veces, con la propia muerte
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.
Tras el entierro, quise regresar a mi cueva. Sin embargo, una de las lamias dijo que Mari quería hablarme. Debía ir a la cueva principal, donde ya me estaba esperando. Antes de entrar, el hada me advirtió de una serie de normas que debía acatar en presencia de Mari:
—¿Y todo esto por qué? —inquirí.
—Porque podría enfadarse y reprenderte. Es una forma de demostrarle respeto. A los humanos que no lo cumplen los encanta, y a las hadas, según tenga el día; así que por precaución, sigue las normas —sentenció como quien lee un documento en el que hay escrita una ley.
No me parecía bien tanta ceremonia, pero decidí respetar las reglas. Cuando penetré en su cueva, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Era tan enorme y profunda que para llegar hasta el lugar en el que me esperaba tuve que andar varios kilómetros que se me hicieron interminables.
Cuando por fin lo conseguí, me sorprendió comprobar que se había transformado en un gigantesco buitre que comía maíz sin parar. ¿Cómo podría permitirse malgastar tanta energía?, me preguntaba. Sin duda, trataba de amedrentarme.
—¡Adelante! Pasa y siéntate, debes de estar cansada —me dijo, tuteándome.
—No, gracias —repuse—, no lo estoy. Permaneceré de pie, si a la Señora no le importa.
—Como quieras, pero ¿un poco de leche y queso sí tomarás? —insistió.
—Es de agradecer el ofrecimiento de la Señora, pero comí mucho en el desayuno y perdí e apetito —aduje en mi descargo.
—¡Qué cabellera más hermosa posees! ¿Serías tan amable de darte la vuelta para poder apreciarla mejor? —preguntó Mari.
A punto estuve de caer, pero recordé que no se le podía dar la espalda.
—Lo haría gustosamente, pero la tengo sucia y no quisiera que la Señora la viese en este lamentable estado —repuse sin saber qué excusa dar.
—Bueno, en ese caso hablemos del motivo por el que te hice llamar. Tengo una misión para ti. Quiero que hagas algo —dijo sin rodeos.
—¿Qué podría hacer yo para satisfacer a la Señora de Amboto? —inquirí.
—Un informe. Quiero que viajes a Tivissa. Debes visitar la comunidad que allí reside como enviada mía e informarme de lo que está pasando —explicó.
—¿Podría la Señora darme más detalles sobre lo que allí ocurre? —pregunté intrigada.
—Las comunidades me informan periódicamente de todo lo que pasa. La de Tivissa hace tiempo que no lo hace. Esperaba que algún elemental proveniente de aquella región viniese al entierro y me diese explicaciones de por qué tan dilatado silencio. Nadie se ha presentado y sospecho que algo no anda bien. Debes averiguar de qué se trata y presentarme un informe la semana próxima —explicó con sequedad.
—No tengo experiencia en ese campo. ¿No cree la Señora que sería más adecuado que otra desempeñase ese papel? —sugerí.
—¿Tratas de decirme cómo dirigir mis asuntos? —preguntó revolviendo las enormes alas.
—No. Sólo dije...
—Obedece entonces y no trates de engañarme. Hasta la próxima semana. Espero tu informe —dijo dando por zanjado el asunto, al tiempo que daba la vuelto y se metía, andando con cierta torpeza, por una de las innumerables galerías de la caverna.
Tras recorrer de espaldas los kilómetros que me separaban del exterior de la morada,
Fierabrás
ya me esperaba dispuesto a acompañarme hasta el punto en el que terminaba su jurisdicción; volví de nuevo a encontrarme a
Tujú
, que ya me aguardaba impaciente sobre la rama de un árbol.
El búho me preguntó por el funeral y mi estancia en el País Vasco. No le di muchos detalles. Deseaba ir en busca de los toros. Necesitaban su ración de energía.
—¿Q
ué se te ha perdido en Las Médulas? —preguntó
Tujú
.
—¡Ya te he dicho que son temas personales! —repuse molesta.
—Ya sabes cuál es mi misión. No me pongas más difícil mi trabajo —dijo
Tujú
agitando su plumaje.
—Voy a ir a León. Nadie lo va a impedir.
—¡Bien! En ese caso tendré que acompañarte. Mas tendré que dar cuenta de todo ello a Mari —amenazó.
—Haz lo que debas hacer... Es tu trabajo... Pero vamos de una vez, quiero llegar cuanto antes —expresé alzando el vuelo.
Una vez que se ha aprendido a volar, los desplazamientos son muy sencillos. Basta con pensar en ellos, y en un instante alcanzas el objetivo. No obstante, al llegar a los lindes fronterizos,
Tujú
volvió a dejarme en manos de otro ser de la naturaleza...
En este caso, el animal que habría de hacer las veces de guía era una jineta. Lo primero en lo que me fijé fue en sus prominentes orejas. Tenía el pelaje manchado, la cola muy larga, con anillos oscuros. Su porte era más estilizado que el de un gato, aunque tenía las patas más cortas.
—Me llamo
Melquíades
... y tengo algo de prisa —señaló pidiéndome que me apurase.
—Estupendo, porque también yo la tengo. ¿Queda mucho hasta Las Médulas? —pregunté.
—¡No! Ya estamos cerca. ¿No las conoces? —inquirió.
—Nunca estuve como humana —repuse—, aunque siempre oí que eran unos bellos parajes.
—Es cierto. ¡Te gustarán! —dijo moviendo su larga cola en círculos.
Tenía razón, me encantó la majestuosidad del paisaje, las formas erosionadas, las cuevas y hasta la intervención humana en ellas, hace dos mil años, por parte de los romanos, que explotaron el terreno para conseguir oro. Para ello, utilizaron una técnica llamada
Ruina Montíum
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, responsable del singular modelamiento en las formas.
A lo lejos, se divisaba ya el lago Carucedo. Descendimos y la jineta se bajó de mi hombro con precipitación.
—¡Yo te espero aquí! —dijo temerosa—. La ondina Caricea vive en el interior.
Me acerqué a la orilla y miré las aguas. Parecían heladas. No me extrañaba que
Melquíades
hubiese dado un apurado salto, alejándose de las pequeñas olas formadas por el viento reinante. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. La verdad, se veía aquello tan negro que la sola idea de penetrar en el interior y nadar hasta la morada de la ondina no me seducía lo más mínimo. Sobre ello meditaba cuando en mi cabeza empezaron a resonar palabras: «¡Debes nadar hasta el centro del lago! ¡No temas!». Parecía la voz de Caricea. En fin, si ella lo decía, no quedaba más remedio que hacerle caso, así que me introduje poco a poco y nadé hasta el centro.
A cada rato hacía pausas para descansar, dándome la vuelta para hacer la plancha. Desde allí podía ver a la diminuta jienta oteando el paisaje, mientras esperaba con paciencia mi regreso. Cuando creí que había llegado justo al centro, paré y me dispuse a esperar deseando que la ondina no se hicese de rogar.
Flotando en las oscuras aguas, empecé a notar un leve cosquilleo. Eran pequeñas burbujas que emergían de las cenagosas aguas. Al principio eran diminutas, pero despuésse hicieron más y más grandes hasta que sin previo aviso una potente luz se precipitó contra mis piernas. Por un momento sentí temor, el mismo miedo que sentís los humanos ante aquello que desconocéis. La luz aumentó hasta convertirse en una enorme burbuja de unos dos metros de diámetro. Alguno de vosotros, si hubiese tenido ocasión de presenciar semejante fenómeno, lo habría achacado a seres provenientes de otro planeta. Pero la realidad era otra muy distinta...
En el interior de la burbuja transparente que emitía luz propia se hallaba la famosa ondina del lago Carucedo, que tanta leyenda acumulaba a sus espaldas. Mi entrada en la burbuja fue de lo más natural. Cuando quise darme cuenta estaba «atrapada» en su interior, notando un agradable calor que, sin duda, le hacía falta a mi entumecido cuerpo.
—Me alegro de que hayas venido —dijo—. No tengo demasiadas oportunidades de ver a nadie por estos contornos y me siento un poco sola. Ahora, notarás un leve sopor. ¡Déjate llevar! Hay muchos metros de profundidad y no quiero que tengas molestias; por eso, creo oportuno que te adormecas —explico con amabilidad.
—¡Gracias!, empezaba a congelarme. No estoy acostumbrada como tú al medio acuático —expliqué, al tiempo que, efectivamente, el sueño parecía apoderarse de mi ser.
Era una sensación muy agradable, algo similar a lo uqe perciben los ahogados antes de perder por completo el conocimiento, me comentó la ondina, mientras descendíamos los treinta metros que nos separaban del cenagoso fondo. Los peces que se cruzaban con la burbuja apenas se inmutaban, estaban acostumbrados a sus idas y venidas.
El caso es que no pude ver mucho más porque caí presa de un profundo sopor, y tan sólo fui capaz de recuperar mis facultades una vez que me encontré en la cueva subacuática en la que moraba la ondina.
Era una caverna bastante grande que permanecía iluminada gracias a la luz que desprendía la propia ondina. El paisaje resultaba, a mis ojos, pura contradicción. Por una parte, la potente claridad que desprendía el hada cegaba, pero contrastaba con la oscuridad reinante a su alrededor, lo que me proporcionaba una sensación de inseguridad. Daba la impresión de que la iluminación podía desaparecer en cualquier momento, quedándome a merced de las negras aguas.
—No temas. Eso no sucederá a menos que yo muera —dijo sonriendo—, y por el momento no me siento cansada.
—¿Es así como murió Estrella..., como morimos las hadas? —pregunté intrigada.
—¡Sí! —Contestó—, las hadas morimos tras una sensación muy fuerte de fatiga. No padecemos dolores, ni angustia, tan sólo unas ganas tremendas de descansar. Nos vamos apagando poco a poco. Una vez muertas, permanecemos un corto período en el aire antes de fundirnos con el alma colectiva; por eso Estrella pudo visitarnos a ambas.
—¿Qué te dijo Estrella? —pregunté en actitud suplicante.
—Antes de responderte creo que es importante que conozcas mi historia, y que sepas de lo que es capaz Mari, porque probablemente, después de saber qué fue lo que me reveló Estrella, te metas en algunos líos —dijo en tono grave.
Opté por tener paciencia y me senté en una roca a escuchar su pasado. Me explicó que sobre ella se había vertido mucha tinta
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, y que incluso alguna persona había tenido la osadía de acercarse por el lago a fin de encontrarla, algo harto complicado, puesto que sólo podía dejarse ver ante vosotros en la noche de San Juan. (Si en este caso doy una ubicación tan completa de la ondina, es porque sé positivamente que su cueva nunca será hallada, gracias a las cenagosas aguas y la profundidad. Puede que creáis haber visto una luz... Eso será todo.)
Como encantada que era, estaba sometida a unas reglas, y también añoraba su condición de humana. Su nombre había sido Borenia, y fue hija del caudillo astur Medulio, que luchó contra la invasión de los romanos, hasta que un apuesto general romano, llamado Cariceo, intentó arrasar estas tierras. Al conocer a Cariceo, la ondina —todavía humana— quedó prendada de él, siendo correspondida por el general, quien intentó una capitulación honrosa a cambio de poder desposarse con ella.
Medulio no estaba por la labor. Sin embargo, una noche de tormenta un rayo lo partió literalmente por la mitad. El joven fue en busca de Borenia, que ya era conocida entre los romanos como Caricea, por el amor que ambos se profesaban.
Borenia, apenada por la muerte de su padre, le esperó junto a una fuente, pero cuando el general se acercaba a su posición, la fontana se desbordó impidiendo que Cariceo llegase hasta ella. No hubo posibilidad de encuentro: las aguas anegaron todo el valle, quedando la bella Borenia aprisionada en el interior de una burbuja. De este modo, pasó a convertirse en una encantada y en concreto en una ondina o hada de agua dulce. Obviamente, nunca volvió a ver al general, al que todavía continuaba amando después de tan dilatado lapso.