Authors: Katherine Neville
Después, dejamos a Jersey firmando autógrafos en su camerino lleno de flores y, en cuanto nos fuimos, se disculparía sin duda ante su atónito público por el comportamiento improvisado de su hija. Laf se me llevó para animarme con
Sachertorte mit Schlagobers,
seguido de un paseo por el anillo que rodea Viena. Cuando llegamos a una fuente, Laf se sentó al borde del agua y, tras atraerme hacia sí, me miró con una media sonrisa irónica.
—Gavroche, cariño —dijo—, te daré un consejo: no hinques nunca los dientes en la pierna de alguien como Baco, como hiciste hoy. Te lo menciono no sólo porque puede que este tenor en concreto no quiera volver a salir nunca más a escena con tu madre, sino también porque Baco, o llamado también Dioniso, es un gran dios.
Y luego añadió para tranquilizarme:
—Aunque ese cantante sólo simulaba ser él.
—Siento haber mordido a ese hombre que cantaba con mamá —admití. Pero estaba intrigada—. Dices que solamente simulaba ser un dios, ¿quiere eso decir que hay un Di... oh... ni... sus real?
Había intentado pronunciar bien el nombre. Y cuando Laf sonrió y asintió, me asaltaron muchas preguntas:
—¿Lo has visto alguna vez? ¿Cómo es?
—No todo el mundo cree en su existencia, Gavroche —afirmó Laf muy serio—. Creen que forma parte de un cuento de hadas. Pero para tu abuela Pandora era muy especial. Te contaré lo que ella creía: el dios sólo se presenta a quienes le piden ayuda. Pero tienes que necesitar de verdad esa ayuda antes de pedirla. Monta un animal que es su compañero más próximo, una pantera negra con ojos verde esmeralda.
Yo estaba entusiasmada. La imagen del tenor cuya pantorrilla había mordido hacía apenas una hora se había desvanecido por completo. Estaba impaciente para ver a ese dios viviente llegar por la Karntner Strasse a lomos de ese animal de la selva, hasta el mismo corazón de Viena.
—Si necesito de verdad su ayuda y viene a rescatarme, tío Laf, ¿crees que se me llevará, como a Ariadna?
—Estoy seguro de ello, Gavroche, si eso es lo que deseas. Pero primero tengo que decirte algo. El dios Dioniso amaba a Ariadna y, como ella era mortal, vino a buscarla a la tierra. Pero cuando un gran dios viene a la tierra, puede causar todo tipo de problemas. Por lo tanto, tienes que asegurarte de no pedirle nunca ayuda a no ser que la necesites de verdad, no como ese niño que gritaba que venía el lobo. ¿Comprendes?
—De acuerdo, lo intentaré —accedí—. ¿Pero qué tipo de problemas
—¿Y si me equivoco sin querer? ¿Pasará algo malo?
Lar me cogió la mano y me miró a los ojos como si estuviera observando a través de los eones.
—Con ojos como los tuyos, Gavroche, del color del mar —afirmó—, te aseguro que si cometieras ese error, hasta un dios dudaría en culparte. Pero tu abuela creía que la llegada de Dioniso estaba muy cerca. Y como se trata del dios de la humedad, las fuentes y los manantiales y los ríos, si se le llama, vendrá y liberará las aguas. La lluvia caerá como en tiempos de Noé y los ríos inundarán sus orillas...
De repente me vino a la cabeza la imagen del chico que gritaba que venía el lobo cuando no era cierto. De repente, temí esos poderes que Laf dijo que la abuela podía invocar y que insinuaba que yo también.
—¿ Quieres decir que el mundo podría inundarse y quedar sumergido bajo el agua si alguien pidiera ayuda antes de necesitarla de verdad? ¿Alguien como yo? —dije.
Laf permaneció en silencio un momento. Cuando habló, no me tranquilizó.
—Creo, Gavroche, que sabrás cuándo es el momento adecuado para pedir ayuda —dijo en voz baja—. Y estoy seguro de que el mismo dios sabrá con exactitud cuándo tiene que acudir.
No había pensado mucho en este episodio de mi niñez en los últimos veinte años. Pero ahora, al cruzar hacia la isla y acercarnos a nuestro destino, eché un vistazo a la cartera de lona a mi lado, en el asiento de atrás, el bolso que contenía los manuscritos de Pandora.
Cruzamos el control de seguridad y llegamos ante la Organización Internacional de Energía Atómica. Al bajar del coche, cogida aún del bolso letal, en mi mente retumbó por un instante lo que tío Laf dijo hacía tanto tiempo en Viena: que sabría cuándo llamar al dios. Y me pregunté si el momento crítico había llegado.
Quizá no estuviera segura sobre el momento crítico, pero a la hora del almuerzo tenía una idea bastante clara de dónde se encontraba el lugar crítico: en la URSS, en una región comúnmente llamada Estepa Amarilla. En los libros de geografía recibía el nombre de Asia Central.
Tal como lo contaba Lars Fennish, al igual que sus colegas, en una sala de juntas de la OIEA para nuestra «breve» reunión de varias horas destinada a recibir instrucciones, era una de las regiones más misteriosas y volátiles del mundo.
Esta franja del mundo de la que hablábamos, mostrada en un mapa en cuatro colores en una pared cercana, incluía las repúblicas soviéticas de Turkmenistán, Tadzhikistán, Uzbekistán, Kirguizistán y Kazajstán, un grupo que unido poseía algunas de las montañas mas elevadas del mundo, datos recientes de agitación religiosa y pluricultural y una antigua historia de guerras y violencia intertribales.
También contaban con vecinos notables. Los que estaban al otro lado de la barrera incluían a China, miembro de la liga de los «cinco grandes» con armas atómicas; también la India, nación que afirmaba no poseer armas nucleares y que sólo había «hecho explotar un dispositivo pacífico» pocos años atrás, sin olvidar Pakistán, Afganistán e Irán, un trío a quienes les habría encantado unirse al club. No era el lugar más relajante para ir de visita.
El elemento más crucial para el futuro de la humanidad era también la misión principal de la Organización Internacional de Energía Atómica: asegurarse de que los materiales de posible uso militar no se dirigieran hacia la «proliferación», es decir, más bombas en manos de cada vez más países. Hasta esa reunión no se me había ocurrido que la OIEA no conseguiría jamás este objetivo, a pesar del apoyo total de Estados Unidos y sus aliados, sin la cooperación añadida, incluso el empujón con mano de acero, de la Unión Soviética en términos parecidos para equilibrar el eje este-oeste. Saber que la URSS había aportado ese apoyo en las últimas décadas fue mi primera sorpresa. La segunda, muy reveladora, era que la misión de Wolfgang y mía en la URSS no había sido iniciativa de la OIEA, sino que los propios soviéticos nos habían invitado.
Es cierto que en los últimos años, en especial tras una catástrofe de la magnitud de Chernobil, los rusos podían haberse vuelto algo más propicios a la intervención externa de elementos como la OIEA. Pero
glasnost
y
perestroika
a un lado, las relaciones externas de los soviéticos no eran tan amistosas como sus relaciones públicas daban a entender. ¿Por qué querrían los soviéticos invertir de golpe su postura de guerra fría y pedirnos con timidez que inspeccionáramos su ropa interior?
Para cuando habíamos completado las instrucciones, había averiguado que la respuesta a esa y otras preguntas tenía que ver con una camarilla de la que no había oído hablar antes. Se llamaba el Grupo de los
77 y
su ambición, según parece, era unirse al club que controlaba todo el material de uso militar en el mundo.
A la una de la tarde, Wolfgang y yo escapamos por fin de la sala de reuniones, dimos las gracias con gentileza a Lars y a sus amigos por torturarnos esas tres horas y nos dirigimos a almorzar. Tras el sueño y el desayuno escasos, seguido de horas de instrucciones intensivas, estaba más que dispuesta a tomar una buena comida en un ambiente
gemütlich.
Por fortuna, los cafés vieneses no dejaban casi nunca de servir comidas.
Dejamos el equipaje en las oficinas centrales de la OIEA para recogerlo más tarde y cogimos un taxi. Bajamos en el canal y nos encaminamos a pie hacia el famoso Café Central, donde Wolfgang creía que seguirían guardándonos la reserva para el almuerzo. Aunque me sentía incómoda paseando el pesado bolso por las calles adoquinadas de Viena, por lo menos llevaba calzado cómodo. Y andar me iba bien. Antes de que hubiéramos avanzado mucho, la niebla tonificante del canal me había despejado la cabeza, lo que me permitía concentrar un poco mis pensamientos.
—Cuéntame algo más de este Grupo de los
77
—sugerí a Wolfgang—. Tiene la pinta de ser una especie de escuadrón de la muerte del Tercer Mundo que intenta apoderarse de todo el plutonio líquido que pueda. ¿De dónde salió?
—Aquí en Viena hace mucho tiempo que los conocemos —me explicó—. Empezaron como setenta y siete países en vías de desarrollo, todos miembros de las Naciones Unidas, que se unieron a principio de los años sesenta en un grupo de presión para promover la cooperación entre los países del Tercer Mundo. Hoy en día, a pesar de que se siguen llamando el Grupo de los
77,
han doblado prácticamente el número de miembros y han aprendido a votar en bloque, por lo que se han vuelto mucho más poderosos. Aunque muchos de ellos pertenecen también a la OIEA, la organización se mantiene al margen de este tipo de grupos con intereses especiales por la sencilla razón de que los miembros de su junta proceden en su mayoría de naciones muy industrializadas a nivel nuclear, que se muestran prudentes sobre con quién compartir su pericia atómica.
—¿Así, crees que a los soviéticos les preocupa que el Grupo de los
77
pueda agitar las repúblicas de Asia central?
—Quizá —respondió Wolfgang—. Hay alguien que nos podría contar mucho más, si quisiera. Conoce bien a esa gente. Iba a encontrarse con nosotros para comer y espero que nos siga esperando. Fue muy difícil concertar el horario: es viejo y obstinado, y se negó a hablar con nadie de esta cuestión excepto tú. Por eso estaba tan trastornado cuando creía que perderías el avión de Idaho. Todo el mundo ha puesto mucho esfuerzo en la coordinación de este viaje, ¿sabes?
—Eso parece —convine.
No tenía ni idea de lo que estaba pasando. A medida que avanzábamos por las calles, la niebla que nos envolvía se había espesado. Aunque Wolfgang hablaba, su voz parecía distante y sólo capté las últimas palabras.
—... ayer por la noche desde París, mientras tú y yo viajábamos hacia aquí. Creía que era fundamental verte en persona.
—¿Quién vino desde París ayer por la noche? —pregunté.
—Vamos a conocer a tu abuelo —dijo Wolfgang.
—Eso es imposible. Hieronymus Behn lleva muerto treinta años —objeté.
—No me refiero al hombre que tú crees que era tu abuelo —soltó—. Me refiero al hombre que voló desde París ayer por la noche
para conocerte, el hombre que engendró a tu padre Augustus en tu abuela Pandora, quizás el único hombre al que ella quiso de verdad.
Puede que fuera la niebla, o la falta de sueño y comida, pero de repente me sentí mareada, como si acabara de bajarme de un tiovivo y las cosas siguieran dando vueltas. Wolfgang me puso la mano bajo el brazo, como para que no me cayera, pero su voz siguió hablando.
—No estaba seguro de cuánto tenía que contarte antes, pero ése es el motivo real por el que fui a buscarte a Idaho —me comunicó—. Como te expliqué ese primer día en la montaña, los documentos que has heredado no pueden caer en malas manos. El hombre que vas a conocer sabe mucho del misterio que entrañan. Pero antes, creí que debía prepararte, porque podrías... bueno, hay algo de él que resulta difícil describir, pero voy a intentarlo. Es como un personaje antiguo en posesión de poderes mágicos, como una especie de mago. Pero seguramente ya sospechas quién es tu abuelo. Se llama Dacian Bassarides.
Mago se deriva de Maja, el espejo en el que según la mitología hindú Brahma se contempla a sí mismo y a su poder y maravillas desde toda la eternidad. De ahí también nuestros términos magia, mágico, imagen, imaginación, que implican la concreción en una forma... las potencias de la materia viva, sin estructura, primigenia. El mago, pues, es alguien que estudia las operaciones de la vida eterna.
CHARLES WILLIAM HECKETHORN,
The secrets socities
Es él quien puede deber su vínculo al mundo de las imágenes y las apariencias, estar ligado a ellas de forma sensual, voluptuosa, pecaminosa, y aun así ser a la vez consciente de que pertenece al mundo de la idea y el espíritu, lo mismo que el mago que convierte la apariencia en transparente para que la idea y el espíritu sean visibles a través de ella.
THOMAS MANN
El hombre es superior a las estrellas si vive en el poder de la sabiduría superior. Esapersona, que domina sobre el cielo y la tierra por medio de la voluntad, es un mago. Y la magia no es brujería, sino sabiduría suprema.
PARACELSO
En su propio círculo mágico deambula el hombre maravilloso, y nos dibuja con él para que nos maravillemos y participemos.
WOLFGANG GOETHE
Wolfgang pretendía «prepararme» para conocer a Dacian Bassarides. ¿Pero cómo habría podido estar preparada para los acontecimientos de las últimas dos semanas? Y ahora esto: la revelación de que mi insoportable y arrogante padre podía ser fruto de los amores ilícitos de mi abuela, en lugar del hijo legítimo de Hieronymus Behn.
Mientras avanzábamos por el laberinto de calles adoquinadas hacia el Café Central, Wolfgang pareció entender que yo necesitaba un poco de paz y tranquilidad. Estaba harta de todas esas sorpresas sobre mi horrenda familia. Y no podía decirse que contribuyera a mi paz espiritual el hecho de que cada nuevo dato suscitara más preguntas. Por ejemplo, si Dacian Bassarides era de verdad mi abuelo y Hieronymus Behn lo sabía, ¿por qué había criado Hieronymus a mi padre Augustus como a las niñas de sus ojos, y no sólo lo prefería a su hijastro Laf, sino también a sus propios hijos legítimos, Zoé y Earnest?
Desde un punto de vista más general, Dacian Bassarides había desempeñado un papel fundamental en todas y cada una de las escenas. Por ejemplo, si el patrimonio de Pandora se había dividido entre los miembros de la familia Behn sin que nadie supiera quién había recibido qué, como Sam y yo nos figurábamos, entonces, como albacea de ese patrimonio, Dacian podía muy bien ser la única persona viva que supiera cómo estaban conectados esos manuscritos y con quién.
Recordé que cuando tío Laf me dio su versión de la saga familiar, describió a Dacian como su primer profesor de violín, el primo joven y atractivo de Pandora que los dejó subir en el tiovivo del Prater y que luego acompañó al Hofburg a los niños y a Pandora, con su amigo «Afortunado», para que vieran la lanza de Carlomagno y la espada de Atila.