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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (40 page)

BOOK: El círculo mágico
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—Creo que ya va siendo hora de que alguien empiece a creer en ello —le aseguré—. Aquí en el tercer planeta hemos ensuciado nuestro propio nido. Por eso elegí el trabajo que hago. El control de residuos es mi tipo de purificación ritual: ayudar a limpiar las cosas.

Sam me había indicado una vez que ninguna civilización en la historia, por muy poderosa que fuera, había logrado sobrevivir largo tiempo sin un buen sistema de cañerías decentes. Roma controlaba la mitad del mundo con los acueductos, agua y sistemas de residuos. Cuando Gandhi quiso liberar a la India de los británicos, lo primero que hizo fue poner a todo el mundo de rodillas para limpiar los inodoros.

Se lo conté a Wolfgang y se rió. Llegamos a la puerta. Dejó el maletín en el suelo de la sala de preembarque y chocó el vaso de papel lleno de té contra el mío como si fuera un brindis con champán.

—Salvar al mundo controlando los residuos está muy de acuerdo con la misión de mi compañía, la OIEA —dijo con una sonrisa—. Pero en el fondo, los hombres siguen siendo igual en todas partes. No consigo ver cómo es posible que purificarse como eligen los mormones, o limpiar la suciedad de otros como el Mahatma Gandhi, o bailar en las praderas, como aconsejan tus indios americanos, cambie demasiado el comportamiento humano o pueda originar la reforma mundial.

—Pero estamos hablando de creencias, no de comportamientos señalé—. Cuando las cosas se reducen a la tierra, los resultados no son nunca tal y como planeamos. Por ejemplo, a ti la idea de la danza del espíritu te pareció bonita pero mira lo que fue de ella. La danza incorporaba tantos elementos paradisíacos que pronto la adoptaron los arapajó, los oglala, los shoshón, y sobre todo los dakota, que al final fueron destruidos.

—¿Destruidos? ¿Qué quieres decir? —preguntó Wolfgang, con expresión confundida.

—Hombre, pues que los mataron —repliqué sorprendida. Me resultaba difícil de creer que hubiera alguien que no conociera la historia—. Es uno de los temas más amargos de la historia de los nativos americanos pero, en su origen, fue consecuencia de creencias confrontadas. Se prohibió a las personas que cazaran, se las reunió y se las metió en reservas y se las obligó a cultivar la tierra. Luego, justo antes del cambio de siglo, llegó la gran hambruna. Se morían de hambre a millares, de modo que bailaron y bailaron. Las danzas se volvieron salvajes e histéricas; la gente entraba en trance mientras, desesperada, intentaba que volviera el pasado mágico, arcádico, cuando la tierra y sus hijos formaban un solo ser. Creían que las camisas mágicas que llevaban repelerían las balas de los soldados. Los colonos blancos temían esa nueva religión porque pensaban que esas danzas eran de guerra, así que prohibieron la danza del espíritu. Cuando los dakota encontraron un lugar más alejado para seguir con la danza, las tropas del Gobierno los atacaron y acabaron con familias enteras, les dispararon y los masacraron: hombres, mujeres y niños, hasta los más pequeños. Seguro que has oído hablar de la matanza de 1890 de todos los bailarines del espíritu en Wounded Knee.

—¿Masacrados, por bailar? —exclamó Wolfgang, incrédulo y horrorizado.

—Resulta difícil de creer —acepté y añadí con sarcasmo—, pero el Gobierno federal ha adoptado a menudo una línea dura con estos temas regionales.

Luego me di de bofetadas por tratar de forma simplista algo que era, como se merecía ser para Sam y la mayoría de nativos americanos, su propia visión personal del holocausto y del apocalipsis unidos en uno.

—Esa historia es realmente sorprendente —comentó Wolfgang—. ¿Así pues, los descendientes de los civilizados blancos europeos son los malos de la película?

—No te lo puedes imaginar —corroboré—. Pero me has preguntado en qué creo yo, de modo que supongo que me quedaré con la convencional sabiduría tribal: me gustaría que hubiese algo como la danza del espíritu que nos trajera una renovación de la armonía entre nosotros y nuestra abuela la tierra, como la llaman los nativos americanos. Por supuesto, yo no serviría de gran ayuda para traerla: no soy muy buena bailarina.

Wolfgang sonrió.

—¿Cómo es posible, si tu tía Zoé fue una de las mejores bailarinas de este siglo? —dijo—. Y pareces poseer muchas cualidades similares. Tienes el cuerpo de una bailarina: los huesos, el movimiento de los músculos, tu forma de esquiar por ejemplo...

—Pero me da miedo esquiar en la nieve en polvo —puntualice — Soy muy descontrolada. No se puede ser descontrolado y ser buen bailarín. La madre de Sam, aunque no la conocí, era nez percé de pura sangre. Cuando éramos pequeños, Sam y yo realizamos la ceremonia para convertirnos en «hermanos de sangre». Yo quería unirme a la tribu y ser una nez percé oficial, pero el abuelo de Sam no lo aprobaba porque me negaba a bailar. Un recién llegado a la tribu debe convertirse en lo que los hopi llaman
hoya,
que es el nombre de un baile de iniciación. Significa «listo para volar del nido», como un pajarillo.

—Pero yo te he visto lanzarte desde un acantilado —afirmó Wolfang, que seguía sonriendo—. Sin embargo, te imaginas que no puedes liberarte lo bastante para bailar en la nieve en polvo. —¿Ves qué cosa tan poderosa son las creencias que es de hecho a través de tu propia elección que has decidido que puedes hacer una cosa pero no la otra?

—Al menos sé qué creo del abuelo de Sam —proseguí, evitando la observación de Wolfgang—. Creo que su esperanza real era distanciar a Sam, su único nieto, de mi lado de la familia. Somos algo peculiares. Pero desde el punto de vista de Oso Oscuro, Sam y yo empezábamos a estar demasiado unidos para su tranquilidad. Los nez percé son estrictos en cuanto a las líneas de sangre. Como prima de Sam, me habría considerado fruta prohibida: el matrimonio endogámico no está permitido ni entre parientes más lejanos...

—¿Matrimonio? —me interrumpió Wolfgang—. Pero si dijiste que sólo eras una niña por aquel entonces.

Maldita sea. Notaba cómo se me asomaba la sangre a las mejillas e intenté agachar la cabeza. Wolfgang me puso un dedo bajo la barbilla y me levantó la cara hacia la suya.

—Yo también creo algo, preciosa —me dijo—. Si este primo tuyo no hubiese fallecido de forma prematura, creo que estaría bastante alarmado por esta confesión ruborizada.

Y entonces, gracias a Dios, anunciaron nuestro vuelo por el altavoz.

Durante el largo vuelo a Nueva York, Wolfgang rellenó algunos huecos que se había saltado el día anterior respecto a nuestra misión inminente en la Unión Soviética para la Organización Internacional de Energía Atómica. Pero en cuanto a las circunstancias que rodeaban la OIEA, yo ya sabía bastantes cosas.

Cualquiera que se moviera como yo en el campo nuclear recibía el nombre de «atómico» y era desdeñado y despreciado por casi todos. Lo refleja la popularidad en países como Estados Unidos de eslogans como «Sin atómicos es lo mejor» o «El único atómico bueno es el atómico muerto»: sabiduría profunda de la escuela de filosofía de los amantes de los adhesivos.

La misión principal de la empresa de Wolfgang consistía en canalizar los materiales nucleares hacia usos positivos y pacíficos. Entre ellos, el diagnóstico y tratamiento de enfermedades, la eliminación de pesticidas tóxicos del siglo pasado a través de programas como la esterilización de insectos, y el desarrollo de la energía atómica, que ahora produce el diecisiete por ciento de la electricidad en el mundo a la vez que reduce de forma considerable la contaminación por combustibles fósiles así como la explotación a cielo abierto y la deforestación. Y todo ello daba a la organización el empuje necesario para asegurarse asimismo la protección de los materiales susceptibles de uso militar. Y un reciente fiasco nuclear podría haber empujado esa puerta para abrirla algo más.

Seis meses después del accidente de 1986 en Ucrania, la OIEA empezó a solicitar información temprana de todos los accidentes que amenazaban con tener efectos «transfronterizos», como el desastre de Chernobil, que la Unión Soviética negaba hasta que se detectó la radiación por todo el norte de Europa. Un año más tarde, la OIEA creó un programa para asesorar a los estados miembros sobre los peligros de residuos como los que Olivier y yo manejábamos diariamente en nuestro trabajo. Hacía sólo unos meses, la organización incorporó medidas mucho más duras contra el transporte y vertido ilegal de residuos radiactivos.

Pero, aunque el desastre de Chernobil había desencadenado muchos de estos cambios, el público en general no llegó a conocer sus causas exactas. Chernobil era un reactor reproductor, del tipo que los gobiernos soviético y estadounidense, entre otros, habían apoyado durante largo tiempo, pero que la gente temía de forma instintiva y generalizada. Quizá con buen motivo.

Tal como su nombre sugiere, un reactor reproductor produce más combustible del que consume, al igual que la técnica de los legendarios hombres de la montaña de las Rocosas para dar volumen a una sopa que un día expliqué a Olivier, la masa fermentada usada en el pan de levadura. Se coge un poquito de levadura nuclear, un material fisible como el plutonio 239 y se le añade grupos de material corriente como el uranio 238, que en sí mismo no es utilizable como combustible. Se obtiene así una mayor cantidad de levadura (más plutonio) que se puede reciclar como combustible nuclear o destinarse a la construcción de bombas.

Debido a que los reproductores son tan viables a nivel comercial, los rusos los habían utilizado durante décadas, y también nosotros en Estados Unidos. ¿Dónde había ido a parar todo ese plutonio? En el caso de mi país, durante la Guerra Fría no era ningún secreto: se reciclaba en cabezas nucleares, tantas como para que todo el mundo en América hubiera podido tener unas cuantas en el garaje. Pero en cuanto a los residuos rusos, tenía la impresión de que lo averiguaríamos pronto, cuando llegáramos a Viena.

La Organización Internacional de Energía Atómica se encuentra en Wagramer Strasse, al lado del Donaupark, en una isla rodeada por los brazos de los viejos y nuevos meandros del Danubio. Al otro lado de la extensión cristalina del río se sitúa el Prater con su famosa noria Ferris, el mismo parque de atracciones donde, setenta y cinco años atrás, mi abuela Pandora pasó la mañana en ese tiovivo con tío Laf y Adolf Hitler.

A las nueve de la mañana del martes, el colega de Wolfgang, Lars Fennish, esperaba en el
Flughafen
para recogernos a nosotros y las maletas y llevarnos a la ciudad para las reuniones del día. Después de ese viaje largo, agotador y con pocas horas de sueño, me senté en el asiento de atrás, sin ganas de hablar. De modo que mientras los dos hombres charlaban en alemán sobre nuestra agenda y planes del día, observé por las ventanas azuladas la vista deprimente del paisaje suburbano. A medida que nos aproximábamos a Viena, me invadió la nostalgia y me sumergí en el pasado.

Habían pasado casi diez años desde que estuve en Viena, pero hasta ese momento no me había dado cuenta de cómo echaba de menos la ciudad de mi niñez: todas esas navidades y vacaciones pasadas con Jersey en el medio musical de tío Laf, comiendo galletas, abriendo regalos con lazos y buscando huevos de Pascua. Mi imagen personal de Viena era más rica y con muchas más capas que la imagen sensiblera que la ciudad ofrecía al resto del mundo: como decía tío Laf, «la ciudad del
Strudel und Schnitzel und Schlag».
Yo veía una Viena distinta, impregnada de muchas tradiciones, empapada de sabores y aromas de culturas tan diversas que no podía pensar nunca en ella sin sentirme inundada,como ahora, por esa sensación de su historia mágica.

Desde sus inicios, Viena había sido la puerta cultural que a la vez une y separa este, oeste, norte y sur: un punto de fusión y fisión. La tierra que hoy en día llamamos Austria (Ósterreich, o el reino oriental) se llamaba en otros tiempos Ostmark: la marca oriental, los límites donde el reciente mundo occidental finalizaba y empezaba el misterioso este. Pero la palabra
Mark
también significa «tierra fronteriza», en este caso, esos pantanos neblinosos a lo largo del río Danubio.

Con un recorrido de dos mil setecientos kilómetros desde la Selva Negra hasta el mar Negro, el Danubio es el curso de agua más importante que conecta Europa occidental y oriental. Su nombre romano
Ister,
o matriz, se usa aún para describir el delta aluvial que separa Rumania de la Unión Soviética. Sin embargo, al margen del nombre del río en muchas lenguas a lo largo de los siglos (Donau, Dunav, Danuvius, Dunarea, Dunaj, Danubio), el nombre celta más antiguo del que todos ellos derivan era Danu: «el regalo».

El regalo del agua no reconocía fronteras y ofrecía en abundancia su regalo de vida a todos los pueblos. Y había otro regalo que se había cosechado durante milenios en las riberas del Danubio, un tesoro de oro negro sobre el que se habían levantado las riquezas de la mismísima Viena, y que le había dado nombre a la ciudad:
Vindobona,
vino bueno.

Aún ahora, en la cima de las colinas que rodean Viena, podía ver hileras y más hileras de vid, cultivada a partir de viejas y retorcidas cepas, intercaladas con gavillas de granos amarillos de la cosecha de otoño, regalo de la diosa Ceres. Pero el vino era el regalo de otra deidad, Dioniso. Su regalo aliviaba el dolor, originaba sueños y, algunas veces, volvía locos a los hombres; inventó la danza y sus seguidores más notorios fueron mujeres que bailaban con frenesí. Así pues, para mí, si alguna ciudad pertenecía a este dios concreto, era Viena, la tierra del «vino, las mujeres y la canción».

Yo misma, a corta edad, me las tuve con esta misma divinidad aquí en Viena, cuando Jersey cantó una matine en la Wiener Staatsoper de la ópera de Richard Strauss,
Ariadna de Naxos.

Ariadna, abandonada en la isla de Naxos por su gran amor Teseo, se plantea el suicido, hasta que entra en escena Dioniso para rescatarla. Esa tarde Jersey, en el papel de Ariadna, cantaba «Eres el capitán de un barco azabache que navega por el curso oscuro...». Ariadna cree que el personaje que se le aparece de repente es el dios de la muerte, que ha venido a llevarla con Hades. No se da cuenta de que es Dioniso, que está enamorado de ella y quiere casarse con ella, y que la llevará al cielo y lanzará su diadema de boda entre las estrellas como una brillante constelación.

Pero yo era tan pequeña que no entendía la situación mejor que Ariadna. Imagino que por ello realicé la primera y única actuación pública de mi vida, una que no he conseguido que mi familia, como mínimo, llegue a olvidar. Creí de verdad que ese terrible príncipe de las tinieblas (el tenor) se iba a llevar a mi madre a una tortura eterna en el fuego del infierno, ¡así que me subí al escenario e intenté rescatarla. El teatro se vino abajo. Con una humillación inolvidable, los tramoyistas me sacaron a la fuerza. Gracias a Dios, tío Laf estaba ahí para rescatarme..

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