Authors: Katherine Neville
—Creo que tienes que llegar a algunas respuestas, aunque sea por ti misma. ¿Por qué crees que en cuanto Augustus pensó que yo estaba muerto contactó con el albacea de mi patrimonio, como me dijiste, para averiguar qué te había dejado? ¿Por qué celebró una rueda de prensa en San Francisco para divulgar el contenido de mi testamento? ¿Por qué te llamó día tras día a Idaho y, cuando consiguió hablar contigo, te advirtió de que lo avisaras en cuanto recibieras los manuscritos que yo te había dejado? ¿Cómo llegó Augustus a saber nada de los manuscritos?
—¡Pero todos sabíamos que existían! —grité—. Los mencionaron en tu.,.
Iba a decir: «testamento». Pero de repente caí en la cuenta, con un impacto frío y terrible, de que en la lectura del testamento no se había hecho la menor mención sobre los particulares de esos papeles ni del contenido de la herencia, sólo que yo era la única beneficiaría. Pero eso levantaba una sospecha aún más aterradora: si yo era la única heredera de Sam, ¿por qué había acudido Augustus a la lectura del testamento? ¿Por qué había concedido una conferencia de prensa? Y puesto que mi padre no había visto a Sam desde hacía años, ni a su propio hermano Earnest muchos años antes de su muerte, ¿por qué se había presentado al entierro de Sam?
Sam estaba sentado asintiendo con la cabeza, pero ya no sonreía.
—Supongo que ahora, a partir de lo que has observado de su comportamiento tras el funeral, ya imaginarás por qué es tan importante que todos los de nuestra familia, en especial tu padre, crean que estoy muerto —añadió Sam. Se levantó y me miró directamente a los ojos.
—¿Estás loco? —dije—. De acuerdo, admito que Augustus es un imbécil y que su comportamiento necesita una explicación. Pero no pensarás de verdad que te ha seguido e intentado matarte por esos manuscritos, por mucho que crea que valen. Incluso suponiendo por un momento que eso que sugieres fuera cierto, que Augustus fuera capaz de tal cosa, ¿por qué no habría actuado antes para apoderarse de los manuscritos? Al fin y al cabo, Earnest los heredó décadas atrás y los conservó durante casi veinte años.
—Puede que Augustus no imaginara que los tenía mi padre —sugirió Sam—. Tampoco parecía saber nadie que yo los tenía hasta que empezaron a seguirme hace un año...
Un año atrás. Hacía un año alguien empezó a seguir a Sam. Hacia un año Sam contactó con su amigo del Gobierno y dos personas habían muerto tal vez debido a ello. ¿Pero qué otro suceso importante se produjo hacía un año? Lo tenía en algún rincón de la cabeza. Me devané los sesos. Lo vi enseguida, y varias cosas más encajaron en su sitio con la misma precisión que los clavos en un ataúd.
Lo que había sucedido hacía un año exacto, en marzo de 1988, fue que Wolfgang Hauser conoció a tía Zoé en un
Anschluss
en Viena. Y Zoé le reveló que ella poseía otro manuscrito, ¡un manuscrito rúnico!
De modo que Sam tenía razón en algo: mi padre había heredado algo de Pandora veinticinco años atrás y luego, de algún modo, había averiguado que Zoé había heredado a su vez. No se requería mucho para deducir, como Sam y yo acabábamos de hacer, que había más de una pieza en ese rompecabezas. Ni para llegar a la conclusión que las otras piezas habían recaído de forma parecida a través del testamento de Pandora en diversos miembros de la familia.
Augustus fue quien me había dicho que los manuscritos eran de Pandora y que estaban escritos en algún tipo de clave. Acto seguido recibí, de forma demasiado casual, una llamada de la señora Helena no-sé-qué-Moniker del
Washington Post,
que había obtenido mi número particular gracias a mi padre y que me comentó que los manuscritos podían ser de Zoé.
¿Cómo podía saber si trabajaba de verdad para el
Post y
no para mi padre? Aun así, nada de eso demostraba que Augustus fuera culpable de intentar reunir esos manuscritos divididos, y mucho menos que fuera por ahí poniendo bombas de forma despiadada.
—¿Sabes quién fue el albacea del patrimonio de Pandora? —pregunté a Sam.
—¡Exacto! Ése es el punto fundamental.
Me aferró los brazos. El dolor me recorrió el hombro; torcí el gesto y no pude evitar un grito. Sam me soltó enseguida, asustado.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—Catorce puntos. Por poco quedo sepultada en un alud —le informé—. Uno de los acontecimientos menos dramáticos de la semana pasada que no incluí en mi relato anterior.
Cogí aliento y me toqué el brazo, que no dejaba de lanzarme punzadas bajo las ropas.
Sam me miraba preocupado. Me acarició los cabellos con ternura, a la vez que sacudía la cabeza.
Ya casi está curado; estoy bien —le tranquilicé—. Pero se me ocurrió que Pandora tenía que confiar mucho en alguien para encargarle que entregara tras su muerte unos documentos que se había pasado la vida reuniendo y protegiendo.
La misma conclusión a la que llegué yo, y más aún dadas las ex cepcionales circunstancias —corroboró Sam—. Mi propia madre, Nube Clara, había muerto sólo unos meses antes que Pandora. Mi padre y yo estábamos muy tristes, y yo no había viajado nunca hasta un lugar tan lejano como Europa. Por lo tanto, mi padre solicitó que le enviaran por correo los documentos legales que tuviera que firmar para recibir el legado. Ante su sorpresa le indicaron que era imposible: el testamento de Pandora estipulaba que mi padre tenía que firmar y recibir el legado del albacea en persona. Así que los dos viajamos a Viena.
—Así pues, el albacea desempeñaría una función importante —supuse—. ¿Quién era?
—El hombre que fue el primer profesor de violín de Laf —respondió Sam—. El romántico y sombrío primo de Pandora, Dacian Bassarides, quien la acompañó con los niños al tiovivo del Prater y después fue con ellos al Hofburg a ver las armas. Cuando mi padre y yo viajamos a Viena con motivo del testamento, yo sólo tenía cuatro años y Dacian Bassarides pasaba de los setenta, pero nunca olvidaré su cara. Tenía un atractivo salvaje. Salvaje, palabra que Laf usó para describir a la joven Pandora.
»Hay otra cuestión interesante: según Laf, Hitler comentó a los niños en el tiovivo que
Earn
significa "águila" en alto alemán antiguo y
Dad,
"lobo". Esas palabras parecen importantes. Unos cuantos manuscritos que he traducido están relacionados con la familia del emperador romano Augusto.
»Me encantaría saber quién le puso ese mismo nombre a tu padre. Supongo que sabes lo que significa en griego el apellido de Pandora: Bassarides.
Negué con la cabeza.
—Pieles de zorro —explicó Sam—. Pero he averiguado que la raíz procede de una palabra beréber de Libia,
bassara,
que significa «raposa», la hembra del zorro. De forma muy similar al modo en que Laf describió a Pandora, un animal salvaje. Irónico, ¿no crees?
—«Cazadnos las raposas, las pequeñas raposillas que devastan las viñas, pues nuestras viñas están en flor» —cité del Cantar de los Cantares, de Salomón.
Sam me miró asombrado y lució esa sonrisa deslumbrante de aprobación que de pequeña siempre me hacía sentir como si acabara de hacer algo de lo más inteligente.
—¡De modo que comprendiste mi mensaje! —exclamó—. Sabía que lo conseguirías, listilla, pero no creía que hubieras tenido tiempo para completarlo tan deprisa.
—No lo comprendí —le contradije, aunque las ideas se me seguían agolpando en la cabeza—. Sólo descifré lo suficiente para averiguar cuál era el punto de encuentro esta mañana, no lo demás que querías que supiera.
—Pero es eso, ¿no lo ves? —dijo Sam—. Ésa es la ironía. La pequeña raposa, Pandora, acabó por devastar las viñas, como mínimo los últimos veinticinco años en que consiguió mantener separados con tanto éxito esos manuscritos. No empecé a entender lo que había hecho hasta que ya te había enviado el paquete.
Luego, su sonrisa se desvaneció y me miró a la tenue luz de la hoguera con esos ojos plateados.
—Ariel, me parece que los dos sabemos lo que tenemos que hacer —añadió en voz baja.
Sentía el corazón en un puño pero sabía que tenía razón. Si ese rompecabezas era tan peligroso y antiguo que todos lo querían, no estaríamos a salvo hasta que supiéramos con exactitud de qué se trataba.
—Si el paquete que enviaste no llega a aparecer —comenté— supongo que tendrás que reconstruirlo todo a partir de los originales que escondiste y de las runas de Zoé.
—Eso puede esperar, ya que por lo menos sabemos que los originales existen —dijo Sam—. Pero, Ariel, si alguien quiere conseguir esos manuscritos con tal desesperación que nuestras vidas corren auténtico peligro, es prioritario que sepamos en qué consisten las cuatro divisiones y por qué las reunió Pandora. Tengo que ver a la única persona que puede responder esa pregunta: su primo y albacea, Dacian Bassarides.
—¿Por qué supones que Dacian Bassarides sigue vivo? —pregunté—. Si era más o menos de la misma edad que Pandora, estará a punto de llegar al siglo, ahí en Viena. ¿Y cómo vas a encontrarlo? Piensa que han pasado veinticinco años desde que lo viste. El rastro estará un poco frío a estas alturas, digo yo.
—Al contrario —comentó Sam—. Dacian Bassarides está vivito y coleando a sus noventa y cinco años, y aún se le recuerda en ciertos círculos. Hace medio siglo era un reputado violinista con ese tempestuoso estilo Paganini: le solían llamar «príncipe de los zorros». Si no has oído hablar de él es sólo porque, aunque actuaba en público, por alguna razón se negó a grabar discos. Hasta esta mañana ignoraba que también había sido maestro de Laf. Pero en lo concerniente a dónde se le puede encontrar ahora, he pensado que tu amigo Hauser podría habértelo dicho. Según tengo entendido, durante los últimos cincuenta años, incluso durante la guerra, Dacian Bassarides ha tenido su base permanente en Francia y sigue siendo muy amigo de Zoé, que en la actualidad es octogenaria. Si alguien puede concertar una cita con Dacian, es ella.
Sabía que para Sam era demasiado peligroso viajar a París en busca de Dacian Bassarides. Tendría que pasar los controles de inmigración y de seguridad de dos países bajo identidad falsa. Pero pronto se me ocurrió una solución para ese problema.
¿No había dicho Wolfgang Hauser que quería ayudarme a «proteger» mi herencia y que esperaba que conociera a tía Zoé en París para averiguar más cosas? Puesto que el Tanque nos enviaba a Rusia en una misión del Gobierno, tal vez podríamos arreglarlo para hacer una escala en París y visitar a tía Zoé. A Sam no pareció entusiasmarle demasiado la idea de que pasara unos días de abril en París con Wolfgang, pero había sido idea suya que interrogáramos a Dacian Bassarides. Y ésta era la forma más sencilla.
Acordamos que Sam pasaría las próximas semanas, mientras yo realizaba el viaje franco-ruso, sacudiendo el árbol familiar a hurtadillas para ver si conseguía que cayeran unas cuantas manzanas podridas, y que sería buena idea que visitara a su abuelo Oso Oscuro en la reserva de los nez percé en Lapwai. A pesar de que ninguno de los dos había visto a Oso Oscuro desde hacía años, pensamos que nos aportaría datos sobre el padre de Sam, Earnest, cuando vivió en Lapwai antes de que Sam naciera, una información que arrojaría luz sobre como mínimo un miembro involucrado en el cisma familiar que, como sabíamos, había heredado manuscritos.
Pero comprendí que mi familia reunía más que excentricidad, fama y contiendas. Había algo misterioso que parecía yacer enterrado en su mismo núcleo. Para explorar ese núcleo necesitábamos obtener datos nuevos de una fuente externa imparcial. Entonces pensé en la Iglesia de Jesucristo de los santos del último día.
Pocas personas de fuera, o «gentiles», saben que la iglesia mormona posee cerca de Salt Lake City una información genealógica exhaustiva, donde guardan registros de linajes familiares que se remontan hasta los tiempos de Caín y Set. Olivier me contó que conservan esos registros en el ordenador; las líneas de sangre mundiales tejidas en tecnología de microchip, escondidas en cuevas a prueba de bomba en el interior de una montaña de Utah.
«Como los tapices de las legendarias nornas de Nuremberg», pensé.
Aunque las misiones estaban preparadas, Sam y yo seguíamos teniendo el problema de cómo íbamos a establecer contacto una vez que dejáramos esa cabaña y nos separáramos, lo que no tenía fácil solución porque no teníamos ni idea de dónde iba a estar al día siguiente por la mañana ninguno de los dos. Sam elaboró un plan: todos los días, dondequiera que estuviese, encontraría una tienda de servicio de fax y me enviaría uno al ordenador de mi oficina, con un nombre falso pero un número auténtico donde podría enviarle a mi vez un fax. Yo iría tam bien a una tienda y se lo mandaría con cualquier información nueva junto con una clave que debería descifrar y un número donde él pudiera responder. Eso funcionaría a corto plazo, dado que hay tiendas que ofrecen servicio de fax en todas las ciudades del mundo, salvo quizás en la Unión Soviética, cuando estuviera ahí.
Cuando Sam extinguió el fuego y salimos de la cabaña, a pesar de que sólo habíamos permanecido dentro algo más de una hora, la luz del sol se reflejaba en la nieve y el prado era deslumbrante. Antes de ponerme las gafas oscuras para protegerme de ese fulgor, Sam me pasó el brazo por el cuello, me atrajo hacia sí y me besó los cabellos. Después, me apartó un poco.
—Recuerda que te quiero, listilla —me dijo muy serio—. No te enfrentes a más aludes; quiero que regreses de una pieza. Y no estoy demasiado seguro de lo de que te marches a París...
—Yo también te quiero —afirmé, sonriente. Me puse las gafas y le di la mano—. Mientras tanto, hermano de sangre, que el espíritu de la Gran Osa ande en las huellas de tus mocasines. Y antes de que nos separemos, júrame por su tótem que tú también irás con mucho cuidado.
Sam me sonrió también y levantó la mano, con la palma hacia mí.
—Palabra de honor —declaró.
Estaba llegando a la parte alta del prado, cuando vi su silueta contra la nieve medio azulada de la zona inferior del prado, una figura atlética en un elegante mono de esquí negro, con gafas del mismo color y los cabellos despeinados por la brisa de la mañana. No necesitaba verle la cara. Nadie más se movería con tal gracia y agilidad en la nieve. Sin lugar a dudas se trataba de Wolfgang Hauser. Y se dirigía hacia mí, siguiendo mis huellas, las únicas que había aún en la nieve caída durante la noche; de eso estaba segura.
Me cago en dios. Por suerte Sam y yo habíamos subido por caminos distintos. Pero a la velocidad con que se movía Wolfgang, en pocos instantes habría llegado al lugar del bosque donde las huellas de Sam se unían a las mías. ¿Cómo iba a explicar por qué o con quién había ido a esquiar a este punto solitario antes del amanecer? La pregunta sobre qué estaba haciendo allí Wolfgang, cuando se suponía que estaba a casi mil kilómetros, en Nevada, tendría que esperar.