Authors: Katherine Neville
—¿Recuerdas la historia de Job? —me preguntó mientras contemplábamos juntos el cielo nocturno.
Parecía un comentario extraño para alguien que no leía la Biblia. Todo lo que yo sabía era que Yahvé le había hecho un flaco favor a Job al dar a Satán carta blanca para torturar al «siervo de Dios» como le complaciera; parecía bastante cruel, y eso fue lo que le dije a Sam.
—Sin embargo, a pesar de la prueba que soportó, curiosamente al final Job sólo tuvo una confrontación real con Dios —afirmó Sam—. Le hizo una pregunta famosa: «¿Dónde se encuentra la sabiduría y dónde está el discernimiento?» ¿Recuerdas lo que responde Dios a la sencilla petición de discernimiento que le hace Job?
Cuando dije que no con la cabeza, Sam me cogió la mano con la suya, levantó la otra y trazó un círculo con ella para incluir todo el firmamento, la disposición centelleante de estrellas que había permanecido tan remota e inmutable durante millones de años.
—Ésa fue la respuesta que recibió Job —me contó Sam—. Dios llega en medio de una tormenta terrible y página tras página enumera todos sus logros. Lo ha creado todo, desde el granizo a los caballos, pasando por los huevos de avestruz, por no mencionar el propio universo. Job no consigue decir nada ante tal grandilocuencia, ni creo que lo desee en ese momento, después del trance por el que acaba de pasar. El comportamiento de Dios en esa ocasión parece incomprensible y los filósofos lo han estudiado durante miles de años. Pero yo diría que he encontrado una pista interesante...
Sam me miró bajo la luz de las estrellas con sus ojos gris pálido y citó:
—«¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra?... ¿Quién fijó sus dimensiones o quién ha tendido sobre ella una cuerda?... ¿Dictas tú las leyes de los cielos o estableces su influjo sobre la tierra?»
Cuando no hice comentario alguno, añadió:
—Es una respuesta bastante concreta para una pregunta bastante concreta, ¿no crees?
—Pero lo que Job preguntaba era dónde se encontraba la sabiduría —indiqué—. ¿Cómo responde a eso vanagloriarse de la creación del mundo?
—Eso es lo que ha confundido a los sabios y filósofos de todos los eones: ¿Qué quería decir Dios? —concedió Sam con una sonrisa—. Pero como dijo mi poeta filósofo favorito, «al final los filósofos se van siempre por la misma puerta por donde entraron». Por otra parte, para los que saben leer un mapa de carreteras, sugiero que lo que Dios contesta es una respuesta. Piénsalo. Es como si Dios dijera que las coordenadas dibujadas en el fir mamento sirven de guía hacia la sabiduría terrenal: «Así en la tierra como en el cielo.» ¿Lo entiendes?
Quizá no lo entendiera entonces, pero ahora me parecía que sí. Si el emplazamiento de unos lugares santos respecto a los otros seguía la pauta de las constelaciones, era incluso posible visualizar cómo a lo largo del tiempo el mapa celestial se había ido convirtiendo en el mapa de la tierra que, a su vez, conectaría la geografía con el significado arquetípico de las constelaciones celestiales: tótems, altares y dioses.
Y también comprendí algo más: sólo me quedaban tres horas de sueño antes de averiguar qué relación guardaba todo eso con la Unión Soviética, la energía nuclear y Asia central. Pero por primera vez empezaba a notar que la urdimbre y la trama estaban unidas para formar un diseño.
Wolfgang me llamó por el teléfono interior a tiempo para que los dos mantuviéramos una breve conversación antes de nuestra reunión de las nueve con los científicos nucleares soviéticos. Lo encontré solo en un rincón del comedor donde unas horas antes me había entrevistado con Volga, sentado en el extremo de una de las mesas largas, de espaldas a la pared. Crucé por las filas de hombres de negocios rusos, vestidos con trajes negros que no les sentaban demasiado bien y agrupados para tomar bols de cereales calientes y beber café en silencio. Cuando Wolfgang me vio, dejó la servilleta en la mesa y se levantó para que me sentara a su lado. Me sirvió un poco de café caliente pero, al hablarme, su tono era sorprendentemente frío.
—No creo que entiendas del todo nuestra posición en Rusia —dijo—. No es habitual que inviten a occidentales para comentar un tema tan delicado y ya te expliqué que vigilarían nuestro comportamiento. ¿En qué pensabas para tener una cita secreta por la noche en el hotel? ¿Quién era?
—Fui la primera en sorprenderme cuando apareció. Ya llevaba puesto el pijama —le aseguré—. Era el ayuda de cámara de tío Laf, Volga. Mi tío estaba preocupado porque ni siquiera lo telefoneé cuando estuve en Viena. Debería haberlo llamado.
—¿Su ayuda de cámara? —soltó Wolfgang, incrédulo—. Pero me dijeron que estuvisteis horas juntos, ¡hasta casi el amanecer! ¿Se puede saber qué te dijo para estar tanto rato?
No estaba segura de lo que quería que Wolfgang supiera de la charla de la noche anterior y no me gustó su tono. ¿No era bastante que me hubiera pasado una semana durmiendo poco y me quedara ayer sin cenar para que luego me encontrara con un tercer grado a la hora del desayuno? Así que cuando una mujer bigotuda trajo a la mesa una sopera y una cestita con pan, me serví un cucharón de copos de avena calientes, me puse un trozo de tostada en la boca y no respondí. Con el estómago lleno, me sentí algo mejor.
—Lo siento, Wolfgang, pero ya sabes lo que opina de ti tío Lafcadio —expliqué—. Estaba muy preocupado al saber que tú y yo estábamos juntos y solos en Viena. Cuando no tuvo noticias mías, llamó incluso a la oficina, en Idaho, para intentar averiguar lo que había sido de mí.
—¿Llamó a tu oficina? —me interrumpió Wolfgang—. ¿Pero con quién habló?
—Con mi casero, Olivier Maxfield. Se conocen —dije—. Había algunas cosas que Laf quería comentarme. Lo intentó primero en Sun Valley y después en Viena, sin éxito. Por eso envió a Volga a verme.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó Wolfgang despacio, mientras sorbía el café.
—Asuntos de familia —comenté—. Muy personales.
Observé el bol de cereales, ya casi helados. La noche anterior había aprendido que nunca se sabe cuándo recibiría la siguiente comida, así que me tomé otro bocado. Lo hice bajar con un poco de ese café amargo. No sabía muy bien cómo decir lo que quería, de modo que lo solté tal cual:
—Wolfgang, cuando vayamos a Viena, en lugar de volar directamente de vuelta a Idaho, quiero desviarme, sólo un día. —Guardé silencio y me miró—. Quiero que me conciertes una cita para conocer a tía Zoé en París.
Después del desayuno nos recogieron delante de la encantadora penitenciaría que ahora llamábamos hogar, en una furgoneta que recordaba un tanque con ventanas. Llevaba un conductor y una nueva «acompañante» femenina del Intourist que se aseguraría de que íbamos donde se suponía. Para refrescarme la memoria, saqué el archivo de la OIEA y comprobé la agenda y el mapa adjunto.
La primera reunión de la mañana era a una hora de Leningrado, en dirección al Báltico: la central nuclear de Sosnovy Bor, cerca del palacio veraniego de Catalina la Grande, donde visitaríamos lo que en América llamaríamos un reactor comercial, de los que producen electricidad para el consumo público.
Por el camino, se me ocurrió que era la primera vez desde San Francisco que me libraba de la llovizna, la niebla, el hielo y la nieve, y podía ver con libertad el paisaje que me rodeaba. A lo largo del río se veía el Ermitage, una sombra brillante de color verde guisante que se reflejaba invertido en el Nevá, como la ciudad legendaria de Kítezhe mencionada por Volga, sumergida en las profundidades hasta el último día, en que volverá a emerger por encima de las aguas. Unas nubes esponjosas flotaban a través del cielo turquesa. La arquitectura esquelética de los árboles que bordeaban la carretera, con las ramas cubiertas con diamantes de la lluvia de la noche anterior, eran signo del invierno, pero la tierra estaba húmeda y desprendía una rica fragancia de vida que entraba por las ventanillas medio abiertas de la furgoneta.
Esa mañana, de buenas a primeras, mientras un grupo de ingenieros y físicos impecables con nombres como Yuri y Boris nos guiaba por la inmensa central de Sosnovy Bor, descubrí con gran interés el motivo exacto que había impulsado a la Unión Soviética a invitarnos. Ese mes de abril, durante una visita a Londres, Mijaíl Gorbachov, quizás entusiasmado por el espíritu de la
glasnost y
la
perestroika,
había sorprendido a todo el mundo al anunciar la decisión de la Unión Soviética de interrumpir de forma unilateral la producción de uranio muy enriquecido que se usa en las cabezas nucleares y de cerrar algunos reactores soviéticos de producción de plutonio. Esa tarde, durante mi primera inmersión en el principal gabinete estratégico soviético, el Instituto de Física Nuclear de Leningrado, la historia empezó a adquirir una escala importante. En otra de esas inacabables reuniones informativas que tanto les gustan a los científicos nucleares de todo el mundo, el director del instituto, un tal Yevgeni Molotov, un hombre atractivo si bien algo chupado de cara que guardaba un parecido inquietante con Bela Lugosi, nos informó de los detalles.
Empezaba con la misma lucha a la que Volga Dragonoff había aludido la noche anterior, una contienda librada durante los últimos dos milenios y que seguía viva hoy en día. La parte del mundo implicada, una vez más Asia central, había perdido parte de su misterio en el proceso. Los británicos, junto con los rusos y otros, habían emprendido ese tira y afloja durante los pasados quinientos años y lo habían bautizado con un nombre. Lo llamaban el Gran Juego.
EL GRAN JUEGO
A lo largo de la historia del saber humano, han existido dos concepciones relativas a la ley del desarrollo del universo: la concepción metafísica [idealista] y la dialéctica [materialista], que constituyen dos puntos de vista opuestos del mundo. [En el materialismo dialéctico], la causa fundamental del desarrollo no es externa sino interna, que radica en la contradicción de la
cosa
en sí.
MAO ZEDONG
Oriente es Oriente y Occidente es Occidente,
y
no se
llegarán a
encontrar.
RUDYARD KlPLING
Oriente nos ayudara a conquistar
Occidente.
VLADÍMIR ILICH ULIANOV (Lenin)
Iván III de Rusia, descendiente de Alejandro Nevski, conmocionó por primera vez en más de doscientos años la situación al negarse a pagar el tributo de la Horda de Oro en 1480. Poco antes de que Iván se liberara del yugo mongol, Constantinopla había cambiado también de dueños al caer en manos turcas. Iván se casó con Zoé, la única sobrina del último emperador cristiano de Bizancio. Cuando Constantinopla obró en poder de los turcos, se atribuyó a sí mismo la corona espiritual de cabeza de la Iglesia oriental y de defensor de la fe.
Esa astuta boda política entre la Iglesia y el Estado tuvo lugar en lo que sería un importante momento histórico para Europa occidental: el año 1492, cuando Colón zarpó hacia tierras desconocidas y los Reyes Católicos expulsaron a los moros y los judíos de España, lo que acabó con setecientos años de fusión de las culturas meridional y oriental, y volvió el rostro de Europa hacia el oeste. Eso señaló el principio del fin del sistema feudal y encendió la llama del nacionalismo, que conllevó una oleada de expansión colonial.
Una isla del norte fue algo lenta a la hora de lanzarse a este juego de acaparar tierras. La reina Isabel I no fundó oficialmente la Compañía Inglesa de las Indias Orientales hasta el 31 de diciembre de 1600. La creó para competir con los holandeses, quienes ya lo hacían con los españoles y los portugueses y habían conseguido acaparar el monopolio casi absoluto del comercio de especias con Malaysia y las islas de las Especias. Al cabo de cincuenta años, las compañías comerciales colegiadas de las Indias habían aparecido también en Dinamarca, Francia, Suecia y Escocia. La «joya de la corona» de Inglaterra era la India, con su gran cantidad de tesoros, unos recursos naturales que parecían inagotables y los puertos de aguas cálidas. Pero entonces los rusos ya se habían percatado también de esas ventajas.
Hasta las muchas reformas de Pedro el Grande en el siglo XIII, los pueblos rusos tenían un aspecto más asiático que europeo, con sus vestimentas largas, los cabellos y las barbas sin cortar, las mujeres recluidas y los exóticos ritos religiosos. Aun así, con su temor paranoico a quedar rodeados de nuevo como durante los «siglos perdidos» de dominación mongola, esos feudos antes en retroceso lograron expandir sus fronteras al impresionante ritmo de treinta mil kilómetros cuadrados al año. Dos siglos después de la muerte de Pedro, en 1725, habían absorbido casi toda la gran variedad de culturas en una franja de varios miles de kilómetros a la redonda, de modo que habían avanzado por el este a través de Siberia hasta llegar al mar de Bering, y también por el oeste, donde se habían apoderado de todo o de las partes manejables de Lituania, Polonia, Finlandia, Letonia, Estonia, Livonia, Carelia y Laponia.
Una Gran Bretaña atemorizada extendió su influencia hacia el norte y el este, hacia Punjab y Cachemira, y se anexionó Birrhania, Nepal, Bhután, Sikkim y Baluchistán, y realizó incursiones importantes en Afganistán y el Tíbet. Ocupó Egipto y Chipre, y la Compañía Inglesa de las Indias Orientales fue disuelta. Victoria, coronada emperatriz de la India, disponía de un imperio donde nunca se ponía el sol.
Como contrapartida, al principio de la Primera Guerra Mundial, Rusia se expandió hacia el sur y el oeste y tomó posesión de Ucrania, el Cáucaso, Crimea y el Turkestán occidental, la actual Asia central, hasta llegar a la frontera entre la India y Persia. Entonces, dos imperios que habían estado separados por miles de kilómetros contaban con fronteras que, en algunos lugares, se encontraban a unos pocos kilómetros de distancia.
La Revolución Rusa no puso fin al expansionismo de ese país. Cuando Lenin hizo un llamamiento a las masas del mundo para que se levantaran contra los colonialismos opresores, dirigía su atención a la India en concreto, y animaba a los colonizados a deshacerse del yugo (británico) de la esclavitud imperial. Pero, como pronto quedó demostrado, los mismos bolcheviques no tenían demasiadas intenciones de ofrecer la autonomía a las posesiones coloniales que Rusia había adquirido a lo largo de cuatro siglos de imperialismo. Las regiones que intentaron separarse durante las posteriores guerras civiles y las insurrecciones campesinas fueron puestas en cintura con rapidez.