El círculo mágico (60 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El círculo mágico
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»Cuando nací en 1910, en Transilvania, me bautizaron con el nombre de Volga, la denominación eslava para el río más largo de Rusia o de todo el continente europeo. Su nombre más antiguo era
Rba,
como Amón-Ra, el dios egipcio del sol. Pero el nombre tártaro para este río,
Attila,
significa hierro, de donde el azote de los dioses obtuvo su nombre...

—¿Se llama igual que Atila, rey de los hunos? ¿Como en el
Nibelungenlied?
—pregunté.

Recordaba esa parte de información de esa misma tarde. Los merovingios-nibelungos habían luchado contra Atila por la misma región que más adelante ambicionaría el oficial de la SS Heinrich Himmler, una conexión que parecía lo bastante importante como para seguirla. Me temblaban los dedos, y no sólo de frío. A pesar del alcance de mi apetito y cansancio, estaba realmente concentrada en la dirección que estaba tomando el relato.

—Correcto —confirmó Volga con una inclinación afirmativa de la cabeza—. Su abuela procedía de esa parte del mundo que, desde tiempos inmemoriales, todos querían poseer. Incluso ahora, esa lucha no ha cesado ni mucho menos. Durante los últimos cientos de años, alemanes, franceses, turcos, así como británicos y rusos han pugnado por las tierras que Gengis Kan, y antes que él mi tocayo Atila, había conquistado siglos atrás: Asia central. Una versión más reciente de esta lucha fue la que acabó con la vida de mi padre y nos unió a mí y a su abuela Pandora en París cuando yo sólo contaba diez años de edad.

—¿Se refiere a la lucha por Asia central? —solté mientras la imagen que empezaba a vislumbrar cobraba coherencia.

Tragué saliva con la garganta seca y decidí correr el riesgo. Aunque Volga no supiera de qué estaba hablando, a estas alturas yo tenía poco que perder.

—¿Sabe cómo se relaciona toda esta historia, geografía, mito y leyenda con mi abuela? —pregunté—. ¿Sabe de qué tratan sus manuscritos?

Volga asintió, pero ya no sonreía. Con sus siguientes palabras, comprendí por qué.

—Yo mismo fui educado desde niño como un
ashokh
—me informó—. Conocía la historia no escrita de nuestro pueblo. Cuando mis padres murieron en la Primera Guerra Mundial, durante la llamada crisis de los Balcanes, el mundo vivía una época de cambios constantes. A mí me acogió un grupo de gitanos que huían de la región; me ganaba la vida como los otros niños gitanos: pedía limosna. Los habitantes prerromanos de Transilvania se llamaban daci, o lobos, así que no me sorprendió que el hombre de entre veinte y treinta años que me adoptó en la tribu respondiera al nombre de Dacian. Era un violinista excelente y más adelante instruyó a un chico joven que recogimos en Salzburgo hacia finales de la guerra, llamado Lafcadio Behn.

Iba a decir algo, pero apreté los labios con firmeza y lo dejé continuar.

—Cuando Dacian empezó a entender para lo que me habían educado y que a pesar de mi juventud tal vez conocía una leyenda antigua que poca gente había oído nunca, dijo que tenía que viajar a Francia para conocer a su «prima» Pandora. Que tenía que contarle todo lo que sabía y que ella decidiría qué debíamos hacer.

—¿Y se lo contó cuando llegó? —dije, casi sin aliento.

—Pues claro que sí —afirmó Volga—. El mundo sería un lugar muy distinto hoy en día, como ya debe de imaginarse, si yo no hubiera conocido a su abuela cuando la conocí o si no hubiéramos aceptado todos ayudarla en su principal misión.

Me sorprendió que el sobrio Volga Dragonoff se inclinara hacia mí y me cogiera con firmeza las manos entre las suyas, igual que había hecho Dacian en Viena. Sus manos, bajo los guantes, eran fuertes y cálidas, y por primera vez desde hacía semanas aquel hombre me aportó una sensación de seguridad y confianza.

—Ahora le diré algo que no sabe nadie, quizá ni siquiera su tío — me contó—. Mi apellido, Dragonoff, no era el nombre de mi padre,

que se llamaba Ararat, como el monte. Su abuela me lo comunicó como una especie de honor o de título. «Igual que el padre del rey Arturo, Uther Pendragon. Significa el que puede dominar y controlar todas las fuerzas del dragón todopoderoso que yace bajo la superficie de la tierra», me dijo.

—¿Por qué afirmó eso de usted? —pregunté con voz ahogada, casi en un susurro.

Volga me miró con sus ojos oscuros, como si pensara en algo remoto y lejano, demasiado borroso para que yo lo distinguiera.

—Porque le revelé lo que ahora le revelaré a usted —dijo por fin, sin que le pesara en absoluto. Enseguida dirigí la mirada hacia la puerta y él añadió—: No debe temer lo que pueda significar para los demás: sólo un iniciado percibe el alcance real de esta revelación.

—Pero yo no soy una iniciada de nada, Volga —le aseguré.

—Se equivoca —comentó con una media sonrisa—. Posee ciertas cualidades que su abuela tuvo en su día. Hace un instante ha encontrado un hilo común en pautas de la historia antigua, la leyenda medieval y la política contemporánea. La habilidad de establecer esas conexiones es una técnica necesaria para un
ashokh.
Pero la facultad innata no basta; también es preciso recibir el entrenamiento adecuado. Veo que los ha recibido hasta un nivel avanzado, aunque tal vez no sea usted consciente de ello. Veamos si no se siente capaz de detectar otro nivel oculto en el relato que voy a contarle.

LA HISTORIA SECRETA

Existió una vez un lobo azulado que había nacido con el destino determinado por el Cielo. Su compañera era un gamo hembra. Llegaron, pasaron por el Tenggis...

En el momento en que [su descendiente] nació, sostenía en su mano derecha un coágulo del tamaño de un nudillo. [Recibió] el nombre de Timuyin [herrero].

The Secret History ofthe Mongols,

trad. por FRANCIS WOODMAN CLEAVES

En las culturas nómadas como en las de las estepas, se considera que el cielo es un dios. El eje en el que pivota el universo es la estrella polar, en el extremo de la cola de la Osa Menor. Se afirma que el destino de un líder consiste en subyugar y unir las «cuatro esquinas», los cuatro cuadrantes de la humanidad en la tierra, que se corresponden con los cuatro cuartos del cielo nocturno.

La función más importante en el mundo nómada es la del herrero. Existe la creencia de que los dioses le enseñan directamente el oficio de fabricar las herramientas, las armas y los utensilios tan esenciales para esa ardua existencia. En tal sistema de creencias, todos los que nacen para ser líderes nacieron antes herreros; se les considera, como al griego Hefesto, medio magos, medio dioses. El largo gobierno de la dinastía mongola era conocida por los propios mongoles como la monarquía herrera.

En el año 1160, nació un personaje misterioso junto a un manantial de agua dulce cercano al río Onón, en las praderas de los nómadas mongoles. Según afirma la leyenda, sus antepasados eran un lobo azul y una hembra de gamo. Se llamaba Timuyin, que significa herrero, como Atila, que vivió con anterioridad, significaba hierro.

Cuando Timuyin tenía nueve años, su padre le preparó el matrimonio con una chica de una tribu vecina, pero durante el viaje de regreso de su padre, se detuvo a cenar en la estepa con algunos tártaros que lo envenenaron. Debido a su juventud, Timuyin y sus hermanos perdieron contacto con la tribu de su padre, que se marchó y abandonó a los muchachos y a su madre viuda en la miseria. La familia se retiró a la montaña santa de Burqan Qaldun, en el nacimiento del río Onón, donde buscaba alimento. Todos los días Timuyin rezaba a la montaña:

Oh, Tangri eterna, estoy armado para vengar la sangre

de mis ancestros... Si apruebas lo que hago, concédeme la ayuda de tu fortaleza.

Y Tangri le habló. Cuando Timuyin se hizo adulto y contrajo matrimonio con su prometida, consiguió unir a las tribus mongolas y reducir a sus enemigos, los tártaros, a una mera colección de huesos que decoraban los campos de batalla que dejaba a sus espaldas. Conquistó una tercera parte de China y la mayoría de la estepa oriental. Los chamanes revelaron a los pueblos mongoles que Timuyin estaba destinado a gobernar un día el mundo, a convertirse en el gran líder que uniría las cuatro esquinas, tal como había sido anunciado desde los albores del tiempo.

Y lo cierto es que a los treinta y seis años, tras muchas batallas victoriosas, Timuyin el herrero fue elegido el primer gran Kan que uniría todas las tribus bajo un
tuq,
o «estandarte». Su título como Kan fue Gengis, de la palabra uigur
tengiz,
que al igual que la tibetana
dalai
significa «mar». Sus seguidores se llamaron a sí mismos
kok mongol,
«los mongoles azules», por su poderoso protector, el dios del cielo Tangri. Se creía que el blanco estandarte mágico que seguían, con sus nueve colas de yac, estaba imbuido de poderes chamánicos y poseía un
sulde,
un alma o genio propios, que conducía a Gengis Kan y a los
kok mongol
hacia la conquista del sedentario mundo civilizado.

Más adelante se afirmó que, desde el momento en que nació, se había dispuesto que bajo Gengis Kan, Oriente y Occidente se entrelazarían como la urdimbre y la trama de un complejo tapiz, anudado de forma tan inextricable que sería inseparable en el futuro. Antes de que hubieran terminado, el imperio mongol se extendía desde los cursos fluviales del centro de Europa hasta el océano Pacífico. Gengis Kan había hecho honor a su título de gobernante de los mares.

Había conquistado las tierras de los hindúes, los budistas y los taoístas, de los musulmanes, los cristianos y los judíos, pero conservó hasta el final su propia fe animista y su culto a ríos y montañas. Descartó los peregrinajes costosos y las luchas religiosas por lugares como La Meca y Jerusalén por considerarlos una estupidez, dado que el dios Tangri existía en todas partes. Declaró ilegales el bautismo y la ablución ritual, porque contaminaban la fuente sagrada de toda vida: el agua. Demolió grandes extensiones de China e Irán, arrasando todo vestigio de civilización anterior, incluida la vida humana y animal, el arte, la arquitectura y los libros. Despreciaba la decadencia de la vida en las ciudades y quemó amplias zonas de terreno cultivado para devolverles la apariencia de esas tierras esteparias, limpias y áridas, en las que tan cómodo se sentía.

Aunque analfabeto, Gengis era consciente del poder de la palabra escrita. Ordenó que redactaran en forma de ley su propio código moral y lo aplicó con tal rigor que se afirmaba que mientras él vivió, una virgen con una fuente de oro en la cabeza podía recorrer toda la ruta de la seda sin sufrir ningún ataque. Mandó codificar la historia y la genealogía de los mongoles en los sagrados libros azules que colocó en cuevas para que los encontraran las generaciones futuras. También analizó y registró con detalle la sabiduría antigua de los chamanes, magos y sacerdotes de todas las tierras que conquistaba, y depositó asimismo el resultado en cuevas.

Se afirma que esos documentos, una vez unidos, proporcionan la clave de secretos remotos de un enorme poder; secretos de una naturaleza tan orgánica que, cuando se desentierren, demolerán las pretensiones de las actuales religiones «organizadas», que han cristalizado a lo largo de los siglos atrapadas en su propio dogma inextricable, en sus rituales y ritos petrificados.

Según se dice, lo que Gengis, el herrero que se convirtió en océano, ocultó en realidad en las cuevas es una tradición que transciende todas las fes y contiene la esencia de cada una de ellas. Quienes han deseado dominar ese poder han buscado esas grutas y su contenido hasta nuestros días.

Gurdjieff sostenía que había encontrado algunos de esos documentos antes de principios de siglo, cuando viajaba por Xinjiang y Tadzhikistán, en algún punto del Pamir. También estaba el famoso ocultista y estudioso de la magia negra británico Aleister Crowley, que posteriormente fue expulsado de Alemania e Italia por Hitler y Mussolini, dos hombres que temían la amenaza que esos conocimientos oscuros suponían para sus planes. En primavera de 1901, Crowley era el jefe de la expedición anglo-austriaca que intentó la primera ascensión al Chogori, o K2, en la frontera entre China y Pakistán, un intento fallido para encontrar esas cuevas.

Tras la revolución de octubre, primero Lenin y después Stalin procuraron recuperar esos territorios, que habían obrado en poder de los zares y se habían perdido durante la revolución rusa. Luego, en la década de los veinte, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, el místico ruso Nikolái Roerish oyó hablar de los documentos mientras viajaba por Mongolia, el Tíbet y Cachemira. También lo informaron de que estaban dispersados por Asia central, Afganistán y el Tíbet, y que cuando salieran a la superficie, las ciudades ocultas de Shangri La, Shambala y Agharthi emergerían. Pero existía otra ciudad escondida que se hundió bajo un lago misterioso cuando los mongoles invadieron Rusia por primera vez: Kítezhe, la ciudad rusa del Grial, que también surgirá de las aguas para dar comienzo a la transición hacia una nueva era...

Volga no podía haber dado más en el clavo al mencionar si yo sería capaz de encontrar un «nivel oculto» en la historia que me tenía que contar. Debió de observar ahora el efecto de lo que había dicho, porque de repente se interrumpió.

La historia de Kítezhe se narra en la famosa ópera de Rimski-Kórsakov. Jersey tenía el papel protagonista de lady Fevronia, salvadora de la ciudad, la última vez que visitamos Leningrado. Se trata del relato de dos ciudades, la primera destruida por el nieto de Gengis Kan en sus diez años de expoliación y saqueo de las tierras situadas entre el Volga y el Danubio, una conquista seguida por la supresión durante largo tiempo de Rusia, primero bajo las hordas mongolas y, después, bajo el reinado igualmente brutal de los turcos de Timur Lang.

Las esperanzas de la Rusia cristiana se mantuvieron vivas durante trescientos años hasta que Iván el Grande la liberó, a través del mito de la segunda ciudad, Gran Kítezhe. Las plegarias de lady Fevronia, una doncella inocente del bosque, otorgaron a la ciudad la protección de la Virgen María, que la cubrió con un lago a través de cuyas aguas cristalinas puede verse, pero no alcanzarse ni dañarse. De forma idéntica al Grial, a Kítezhe sólo pueden llegar los fieles como Fevronia, que aceptan el concepto de «vida sin tiempo» y que habitarán en la ciudad restaurada cuando emerja elevándose sobre las aguas como una nueva Jerusalén en los albores de una nueva era, como sucede al final de la ópera.

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