Authors: Katherine Neville
La joven Zoé era una exhibicionista casquivana. Durante cinco años había bailado desnuda en escena ante el público, como se narraba en su autobiografía, el escandaloso espectáculo de unos años veinte ya de por sí desenfrenados. Por lo visto, Zoé se mostró muy satisfecha al demostrar de forma empírica que la esterilidad del matrimonio de Ritter von Hauser no se debía al marido. Zoé dio a luz a la hermana mayor de mi madre, Halle von Hauser, en 1928.
En la década que siguió a la Primera Guerra Mundial, Hillmann von Hauser y los de su clase fueron objeto de algunas de las expoliaciones que sufrieron la mayoría de alemanes. Pero un grupo que capeó muy bien la tormenta del período de entreguerras estaba formado por vanos industriales y productores de armas como los Krupp, los Thyssen y, por supuesto, el propio Ritter von Hauser. La hija de Zoé, Halle, fue adoptada en Alemania por su padre y su esposa legítima, y enviada a estudiar a las escuelas más elitistas de Francia. Por lo que Jersey sabía, su madre Zoé partió pronto hacia la isla de Jersey donde conoció y se casó impulsivamente con un joven ganadero de ovejas dedicado a la producción de lana irlandesa, y ambos permanecieron ahí con su hija Jersey hasta que, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, él se convirtió en un piloto heroico y Zoé regresó a Francia.
A pesar de que esta época «pastoral» del pasado de Zoé no cuadraba demasiado bien con su leyenda, alimentada por ella misma, sí que coincidía con algo de cariz histórico que me dio escalofríos. Recordaba lo que sucedió en 1940, la misma semana que Jersey me comentó que Zoé había partido de forma inesperada hacia Francia: era la semana de la ocupación alemana. No sólo Ritter von Hauser estaba en París, como Jersey afirmó, con su hija de doce años Halle, sino que también estaba presente un conocido de Zoé.
Me acordaba también de la tarde que pasé con Laf en la piscina caliente en Sun Valley, cuando me contó que Zoé no había sido nunca «la reina de la noche como le gustaba describirse», que todo había sido un programa de propaganda diseñado por «el vendedor más inteligente de nuestro siglo», el compatriota austríaco de Zoé, Adolf Hitler, que había acudido a París esa misma semana para que le sacaran una foto delante de la torre Eiffel sonriendo como un turista, como el conquistador largo tiempo esperado de los descendientes de esos francos salios borgoñones del
Nibelungenlied.
Tanto si la abuela Zoé resultaba ser una mujer de vida alegre o una simple bailarina, si había trabajado para la OSS o la Resistencia francesa durante la guerra como aseguraba Wolfgang, o si como aseguraba Laf había sido una colaboradora nazi, al día siguiente yo tendría oportunidad dé valorar en persona a la Zoé Behn de carne y hueso por primera vez.
Dado el entorno de secretismo, por no decir traición, en que operaba mi familia, quizá Wolfgang no supiera que nuestras dos madres, Jersey y Halle, eran hermanastras. También era posible que ignorara que la rubia explosiva de ochenta y tres años que había encontrado tan encantadora era en realidad su abuela. Al fin y al cabo, yo no lo había descubierto hasta esa misma noche.
Pero una de las cosas que Jersey me explicó ponía de manifiesto que Wolfgang había mentido al menos en una cuestión. Estaba relacionado con la semana del entierro de Sam. Y confería mayor fuerza a los malos augurios del último mensaje de mi primo.
Antes del funeral, al igual que Augustus y Grace, Jersey había hablado con el albacea sobre la lectura del testamento; pero a diferencia de mi padre y su mujer, Jersey tenía buenos motivos para hacerlo. Conocía al señor Leo Abrahams, que había sido el abogado y albacea testamentario de tío Earnest cuando Jersey enviudó de él. Teniendo en cuenta que Sam había fallecido también, era comprensible que Jersey quisiera saber cómo iba a recibir en el futuro los pagos del patrimonio que su hijastro había administrado durante los últimos siete años. Pero eso no era todo.
Cuando Jersey descubrió que probablemente yo iba a ser la principal beneficiaria de Sam, quiso averiguar si yo comprendía lo que esa responsabilidad conllevaba, por una razón excelente. Tenía algo más que sospechas bien fundadas de lo que Sam había heredado de su padre. Tal vez mi madre no estaba tan borracha como parecía ese día en el cementerio. Visto en perspectiva, su sorprendente comportamiento nos había concedido un respiro de la compañía de Augustus y Grace y nos permitió comer a solas. Pero cuando Jersey se percató de que yo no sabía nada de nada, decidió que en cuanto el resto de la familia se fuera de la ciudad, me cogería por banda y me pondría al corriente de todo.
Jersey había llevado algo suyo al entierro y aunque no podía contarme mucho ahora, lo poco que me comunicó fue suficiente. Tenía la intención de dármelo después de nuestra charla, pero desaparecí. De modo que tras pensárselo mucho, preparó un paquete envuelto en papel marrón y me lo mandó por correo con una nota en el interior del papel. Por desgracia, tiré el envoltorio sin verlo. Pero la breve descripción de Jersey, lo más precisa que podía permitirse en nuestra conferencia transatlántica, bastó para convencerme de que se trataba del manuscrito rúnico que yo había escondido en los manuales de la Normativa del Departamento de Defensa en el complejo nuclear, justo antes de recibir esos manuscritos más mortíferos de Sam, que ahora se ocultaban en la Biblioteca Nacional de Austria, en Viena. De modo que el documento de Jersey era el manuscrito rúnico que Wolfgang afirmaba haber recibido de manos de Zoé y haberme enviado él mismo, un manuscrito que después Laf me había asegurado que ni Wolfgang ni Zoé podían haber poseído.
Mi madre y yo acordamos que, por prudencia, comentaríamos el resto a mi regreso. Cuando colgué el teléfono, Wolfgang esperaba fuera de la cabina con las maletas y nos dirigimos juntos hacia la parada de taxis del aeropuerto. Mientras nos adentrábamos en la noche aterciopelada parisiense, me di cuenta de que, como Laf me había advertido repetidamente, podía estar metiéndome en la jaula del león sin el látigo.
De hecho, como ahora consideraba con tristeza, era muy posible que Wolfgang no hubiera visto jamás el manuscrito rúnico hasta esa noche que pasó en mi habitación en Idaho, tras el alud, mientras yo estaba sedada y fuera de combate. Y si eso era cierto, comprendí con un escalofrío terrible lo que significaría: que el hombre que viajaba a mi lado en el taxi, en una autopista francesa en plena noche, me había engañado en todo lo que me había dicho o hecho desde el mismo momento en que nos conocimos.
El coche se detuvo en una callejuela de la orilla izquierda, delante del Reíais Christine; Wolfgang bajó, pagó al conductor y tocó el timbre en la entrada.
—Nuestro avión llegó bastante tarde —explicó Wolfgang al recepcionista en un francés impecable—. Todavía no hemos cenado. ¿Podría darnos la llave de la habitación y guardarnos el equipaje mientras vamos a tomar algo?
El hombre aceptó, Wolfgang le ofreció una buena propina por la llave de la habitación y bajamos una manzana hasta donde había aún luces encendidas en un restaurante elegante y acogedor con numerosas mesas llenas de lo que parecían ser personas que cenaban después de una velada en el teatro.
Nos trajeron las
coqmiles
con un surtido exquisito de marisco sazonado con especias mediterráneas. Una buena comida y un vino con cuerpo tenían alguna característica especial que siempre lograba relajarme y apaciguarme, y reducir mi instinto de supervivencia cuando más agudizado lo necesitaba.
—Menuda conversación tan larga con Estados Unidos —comentó Wolfgang al llegar después la ensalada verde—. ¿Hablas muy a menudo con tu madre?
—Por lo menos una vez cada pocos años, sin falta, llueva o truene —le dije.
—¿ Guarda quizá relación esta llamada con la que hiciste antes a tu tío? —sugirió—. Has estado muy callada desde que salimos de Viena y eso no es normal en ti.
—Suelo hablar más de la cuenta —corroboré—. Pero respecto a mi familia, me suelo mostrar reticente. Claro que, ahora que resulta que tú y yo somos parientes, supongo que apenas hay nada que no podamos comentarnos. Es decir, si ambos decidiéramos decir la verdad, para variar.
—Ah —dijo Wolfgang con calma, mirando el plato.
Cogió un panecillo crujiente, lo partió por la mitad y se dedicó a observarlo como si esperara que contuviera la clave de algún misterio. Por fin, me miró con esos increíbles ojos turquesa que siempre me hacían temblar las rodillas. Pero esta vez sabía que debía concentrarme en la mente y no en la materia.
—Te toca —le indiqué—. Pero te advierto que se acabó el juego.
—Está claro que te han dicho algo que me ha hecho quedar en mal lugar —dijo Wolfgang con calma—. Pero antes de que trate de darte mi versión de la historia, me gustaría preguntarte qué sabes exactamente.
—¿Por qué es eso lo primero que me pregunta todo el mundo? —exclamé, mientras clavaba el tenedor en la ensalada unas cuantas veces. Después dejé el tenedor, lo miré a los ojos y afirmé—: Creo que aunque conocieras a Zoé Behn el año pasado, sabías que era tu abuela, lo que convierte a sus hijas, tu madre y la mía, en hermanastras. Y sé que ni tú ni Zoé me remitisteis ese manuscrito rúnico. Mi madre acaba de informarme de que me lo envió ella. Me ha escondido la verdad mucho tiempo pero no es una mentirosa. Ojalá pudiera decir lo mismo de ti. Lo único que tengo que agradecerte es que me salvaras la vida en un alud. En lo demás, tal como lo veo, me has engañado desde el momento en que nos encontramos en la cima de esa montaña y te exijo que me digas por qué, esta noche.
Wolfgang me observaba con asombro. Admito que unos cuantos camareros y otros comensales habían dirigido la vista en nuestra dirección a pesar de que había conseguido controlar bastante bien el tono de voz. Entonces, cuando menos me lo esperaba, Wolfgang sonrió.
—¿Lo único? —mencionó, con una ceja arqueada, prescindiendo del resto de mi discurso—. Yo en cambio tengo muchas cosas que agradecerte. La primera, que nunca me había enamorado. La segunda, algo que no me esperaba, que sería de una fierecilla como tú. De modo que tengo que darte las gracias por, ¿cómo lo diría un americano?, por «abrirme los ojos a la realidad».
Dejó la servilleta en la mesa y pidió la cuenta. Pero yo estaba fuera de mí y no iba a dejar que me diera largas otra vez, aunque fuera con ese mordaz retrato, por muy exacto que fuera. Indiqué al camarero que se alejara y tomé la copa de vino para darle mayor énfasis.
—Todavía no he terminado —solté con firmeza.
—Ya lo creo que sí —me aseguró en el mismo tono de voz—. ¿No se te ha ocurrido pensar que si no te comenté antes nuestro parentesco es porque todo el mundo me advirtió de la hostilidad que sientes hacia la familia Behn? ¿De que te has mantenido distante de todos excepto de tu primo Sam desde que eras una niña? ¿No ves que sabía de antemano cuál sería tu reacción si llegaba sin avisar, justo tras la muerte de ese primo, y te decía: «Hola, soy yo, tu primo Wolfgang, del que no habías oído hablar en tu vida; he venido para conducirte al seno de tu peligrosa familia a la que llevas tanto tiempo evitando»? Y en cuanto al manuscrito rúnico sobre el que afirmas que te mentí, Zoé sabía que tu madre te lo había mandado porque habían comentado el asunto. Pregúntaselo mañana, si no me crees. Lo siento, pero cuando te dije que te lo había enviado yo, fue lo único que se me ocurrió para ganarme deprisa tu confianza...
—¿Por qué no se te ocurre ninguna otra forma de «ganarte mi confianza» que no sea mentirme? —interrumpí la confesión demasiado tardía de Wolfgang.
Pero en el fondo debía admitir que mucho de lo que había dicho era cierto. Encontré a Wolfgang muy atractivo y apetecible la primera vez que puse los ojos en él, pero había dedicado mucho tiempo y esfuerzos a evitar la proximidad a toda costa, y por una razón que no podía revelarle, ni entonces ni en ese momento: que Sam seguía con vida y en peligro desde todos los lados salvo el mío, y que no me podía permitir confiar en nadie en absoluto.
Sin embargo, no se me escapó que había un diente que no encajaba en el engranaje que Wolfgang había montado.
—Aunque todo lo que dices fuera cierto —añadí—, eso no explica por qué me mentiste sobre el Tanque.
—¿El... tanque? —pregunto Wolfgang, confundido.
—Mí jefe, Pastor Owen Dart —expliqué—. ¿Por qué tenía tantas ganas de enviarme a esa misión en Rusia y nos siguió después hasta Viena? ¿Por qué merodeaba esa noche en el viñedo junto a tu casa? ¿De qué hablasteis, que no podíais comentarlo delante de mí?
No sé si fueron imaginaciones mías pero diría que Wolfgang palideció. Iba a hablar pero se detuvo. Esperé que no intentara convencerme de que el hombre del viñedo era el padre Virgilio, pero eso me sugirió una pregunta más.
—¿Quién es Virgilio Santoríni? —pregunté—. Tío Laf lo conoce y afirma que es un hombre peligroso. ¿Por qué concertaste esa cita con él en la biblioteca de Melk?
—No es el momento ni el lugar que habría elegido para esta conversación, pero por lo menos no nos oye nadie —suspiró Wolfgang contrariado—. Y ahora ya casi se ha acabado todo, así que puedo contarte todo lo que quieras, si con eso consigo que por fin confíes en mí. La vida es muy compleja, Ariel, y la gente lo suele ser tanto que se escapa a nuestra comprensión...
—Por el amor de Dios, Wolfgang, son casi las dos de la madrugada. Vayamos al grano, ¿quieres? ¿Quién es Virgilio y por qué nos siguió Pastor Dart a Viena?
—Muy bien —suspiró Wolfgang, mirándome directamente a los ojos con una expresión de «tú lo has querido»—. Virgilio Santorini es un experto en textos medievales que se licenció en la Sorbona y en la Universidad de Viena. Es cierto que es sacerdote, pero no bibliotecario en la abadía de Melk. Sin embargo, goza de acceso total a sus archivos desde que su familia en Trieste donó una gran parte de su colección de libros únicos. Están pagando muchas de las restauraciones que se llevan a cabo en estos momentos en la abadía.
Nada de eso era sorprendente. Pero pronto agradecí el ruido de fondo de los platos que manejaban los camareros y algunas risas y bromas jocosas en francés procedentes de una mesa cercana porque no estaba demasiado preparada para lo que seguía.
—La familia de Virgilio Santorini figura entre los trancantes de armas más importantes de Europa del Este, en concreto en Yugoslavia y Hungría, donde han acumulado su fortuna durante generaciones —prosiguió—. Cuando mencionó que era peligroso, tu tío debía de referirse a que se afirma que la familia de Virgilio está relacionada con un grupo mafioso llamado Estrella, un consorcio que, según se cree, trafica con materiales nucleares de uso militar. Ya lo ves, como te dije antes, las personas y las situaciones son a veces más complejas de lo que se puede explicar en una simple conversación durante la cena.