El enorme japonés, luchador de sumo antes de convertirse en cobrador de apuestas para una infame banda dedicada al juego, se inclinó con formalidad, cuando se acercó a ella en el salón mixto.
—Señorita Eponine —dijo, en un inglés con fuerte acento extranjero—, mi amigo Nakamura-san me solicitó que le dijera que la encuentra muy hermosa. Le ofrece completa protección, a cambio de su compañía y de algún placer ocasional.
La oferta era atractiva en algunos aspectos
, recordó Eponine,
y no diferente de lo que la mayoría de las mujeres de la
Santa María
que parecen decentes han aceptado finalmente. Yo sabía, en aquel entonces, que Nakamura iba a ser muy poderoso. Pero no me gustaba su frialdad. Y equivocadamente creí que podría mantenerme libre
.
—¿Lista? —repitió Kimberly. Eponine volvió abruptamente de su meditación. Aplastó la colilla del cigarrillo y fue con su amiga al vestuario. Mientras se quitaban la ropa y se preparaban para entrar en la ducha, unos cuantos ojos se deleitaron con sus magníficos cuerpos.
—¿No te molesta —preguntó Eponine, cuando estuvieron paradas una al lado de la otra, en las duchas— tener a estas lesbianas devorándote con la mirada?
—No —repuso Kimberly—. En cierto sentido, lo disfruto. Es indudablemente halagador. Aquí no hay muchas mujeres que tengan nuestro cuerpo. Me excita que me claven la mirada con tanta avidez.
Eponine enjuagó los pechos redondeados y firmes, la espuma jabonosa, y se inclinó hacia Kimberly.
—Entonces, ¿tuviste sexo con otra mujer? —preguntó.
—Claro que sí —repuso Kimberly con otra carcajada profunda—. ¿Tú no?
Sin aguardar respuesta, la mujer norteamericana se lanzó a contar uno de sus relatos:
—Mi primera proveedora de droga era una “lesbi”. Yo no tenía más que dieciocho años y era absolutamente perfecta de la cabeza a los pies. Cuando Loretta me vio desnuda por primera vez, creyó que había muerto y llegado al Paraíso. Yo acababa de ingresar en la escuela de enfermería y no me podía permitir mucha droga. Así que hice un trato con Loretta: ella me podía coger, pero únicamente si me mantenía provista con cocaína. Nuestras relaciones amorosas duraron casi seis meses. Para ese entonces, yo ya estaba traficando por mí misma y, además, me había enamorado de El Mago.
—Pobre Loretta —continuó Kimberly, mientras ella y Eponine se secaban mutuamente la espalda en el lavabo que estaba adjunto a las duchas—. Se le rompió el corazón. Me ofreció todo, incluyendo su lista de clientes. Con el tiempo se volvió una molestia, así que la hundí e hice que El Mago la forzara a salir de Denver.
Kimberly vio una fugaz mirada de desaprobación en el rostro de Eponine.
—Mierda —dijo—, otra vez, poniéndote moralista conmigo. Eres la asesina más blanda que haya conocido. A veces me haces recordar a esas santurronas, llenas de bondad, que había en el último año de la secundaria.
Cuando estaban a punto de abandonar la zona de duchas, una diminuta muchacha negra con el cabello recogido en trenzas, se les acercó por detrás.
—¿Eres Kimberly Henderson? —preguntó.
—Sí —admitió Kimberly, inclinando la cabeza—. Pero, ¿por qué…?
—¿Tu hombre es el rey Jap Nakamura? —interrumpió la muchacha.
Kimberly no contestó.
—Si es así, necesito tu ayuda —prosiguió la muchacha negra.
—¿Qué quieres? —preguntó Kimberly, con tono evasivo. La muchacha repentinamente prorrumpió en llanto.
—Mi hombre, Reuben, no quiso hacer nada. Estaba borracho con esa mierda que venden los guardias. No sabía que le estaba hablando al rey Jap.
Kimberly esperó a que la muchacha se secara las lágrimas.
—¿Qué tiene? —susurró.
—Tres cuchillos y tres “porros” de kokomo dinamita —contestó la muchacha negra, en el mismo susurro quedo.
—Tráemelos —dijo Kimberly, sonriente—. Y arreglaré para que tu Reuben se pueda disculpar con el señor Nakamura.
—No le gusta Kimberly, ¿no? —le dijo Eponine a Walter Brackeen. Era un enorme negro norteamericano de ojos suaves y dedos absolutamente mágicos sobre un teclado. Estaba tocando un popurrí de jazz suave, y contemplando a su bella damisela, mientras sus tres compañeros de cuarto, por mutuo acuerdo, habían salido e ido a las zonas de uso comunitario.
—No, no me gusta —repuso Walter lentamente—. No es como nosotros. Puede ser muy divertida pero, en el fondo, creo que es verdaderamente mala.
—¿Qué quieres decir?
Walter cambió a una balada suave, con una melodía más sencilla y tocó casi durante un minuto antes de hablar:
—Supongo que ante los ojos de la ley todos somos iguales, todos somos asesinos. Pero no ante los míos. Asesiné a un hombre que había sodomizado a mi hermano que era un niño. Tú mataste a un loco degenerado que te estaba arruinando la vida. Walter se detuvo un instante y giró los ojos en las órbitas. Pero esa amiga tuya, Kimberly, ella y su novio liquidaron a tres personas a las que ni siquiera conocían, nada más que por narcóticos y dinero.
—Ella estaba drogada en ese momento.
—No importa —dijo Walter—. Cada uno es responsable por su comportamiento. Si me echo mierda encima eso me vuelve horrible, es problema mío. Pero no puedo evadir la responsabilidad que tengo por mis actos.
—Kimberly tuvo un legajo perfecto en el centro de detención. Cada uno de los médicos que trabajó con ella dijeron que era una excelente enfermera.
Walter dejó de tocar el teclado y miró fijamente a Eponine durante varios segundos.
—No hablemos más sobre Kimberly —dijo—. De por sí tenemos poco tiempo para estar juntos… ¿Pensaste en mi propuesta? Eponine suspiró.
—Sí, lo hice, Walter y, aunque me gustas y disfruto haciendo el amor contigo, el arreglo que sugeriste se parece demasiado a un compromiso… Además, creo que es, principalmente, para tu ego. A menos que me equivoque por completo, prefieres a Malcom…
—Malcom no tiene nada que ver con nosotros —interrumpió Walter—. Ha sido mi amigo durante años, desde los primeros días que entré en el complejo de detención de Georgia. Tocamos música juntos. Compartimos sexo cuando los dos nos sentimos solos. Somos almas gemelas…
—Lo sé, lo sé… Malcolm realmente no es el tema central. Es más la raíz del asunto lo que me molesta. Me gustas, Walter, lo sabes. Pero… —A Eponine la voz se le extinguía mientras luchaba con sus encontrados sentimientos.
—Estamos a tres semanas de distancia de la Tierra —dijo Walter—, y todavía nos faltan seis semanas más antes de que lleguemos a Marte. Soy el hombre más corpulento de la
Santa María
: si digo que eres mi chica, nadie te va a molestar durante estas seis semanas.
Eponine recordó una desagradable escena que había presenciado esa mañana, precisamente, cuando dos presidiarios alemanes comentaban sobre cuán fácilmente sería cometer una violación en las habitaciones de las convictas. Sabían que ella podía oírlos pero no habían hecho ningún esfuerzo para bajar el tono de la voz.
Finalmente, Eponine se colocó en los enormes brazos de Walter.
—Muy bien —dijo suavemente—, pero no esperes demasiado… soy una mujer bastante difícil.
—Creo que Walter tiene un problema cardíaco —Eponine dijo en un susurro. Era de noche, y las otras dos compañeras de cuarto dormían. Kimberly, acostada en la litera que estaba debajo de la de Eponine, todavía estaba bajo los efectos del kokomo que había fumado dos horas atrás. Le sería imposible dormir hasta dentro de varias horas más.
—Las reglas de esta nave son una mierda. Cristo, si hasta en el Complejo de Detención de Pueblo había más libertad. ¿Por qué diablos no podemos permanecer en las zonas de uso comunitario después de la medianoche? ¿Qué les molesta?
—Tiene ocasionales dolores de pecho y, si tenemos relaciones sexuales enérgicas, se queja, a menudo, de que le falta el aire… ¿Crees que podrías revisarlo?
—¿Y Marcello? ¡Ja! ¡Qué asno estúpido! Viene y me dice que tengo que estar despierta toda la noche, si quiero ir a su habitación. Mientras estoy sentada ahí con Toshio. ¿Quién se cree que es? Quiero decir, ni siquiera los guardias se pueden meter con el rey Jap… ¿Qué dijiste, Eponine?
Eponine se incorporó sobre un codo y se inclinó hacia el costado de la litera.
—Walter Brackeen, Kim —dijo—. Estoy hablando de Walter Brackeen. ¿Puedes parar un poco y prestar atención a lo que estoy diciendo?
—Muy bien. Muy bien. ¿Qué pasa con tu Walter? ¿Qué quieres?
Todo el mundo quiere algo del rey Jap. Supongo que eso me convierte en la reina, en cierto sentido, por lo menos…
—Creo que Walter tiene mal el corazón —repitió la exasperada Eponine en voz alta—, y me gustaría que lo revisaras…
—Shhh —repuso Kimberly—. Van a venir a reventarnos, como le hicieron a esa sueca loca… Mierda, Ep, no soy médica. Puedo reconocer cuando un latido es irregular, pero eso es todo… Tendrías que hablar con ese médico convicto que
realmente
es cardiólogo, el fulano ese que no habla con nadie cuando no está examinando a alguien…
—El doctor Robert Turner —interrumpió Eponine.
—Ese mismo… muy profesional, reservado, distante, nunca habla en otra cosa que no sea en jerga médica. Resulta difícil creer que en un tribunal le voló la cabeza a dos hombres con una escopeta. Sencillamente no se explica…
—¿Cómo sabes
eso
? —preguntó Eponine.
—Marcello me lo dijo. Yo tenía curiosidad, nos estábamos riendo, él me estaba embromando, diciendo cosas tales como «¿ese Jap te hace gemir?» y «y ese médico callado, ¿te puede hacer gemir?»…
—Por Dios, Kim —dijo Eponine, ahora alarmada—, ¿te acostaste con Marcello también?
Su compañera de cuarto rió.
—Nada más que dos veces. Habla más que lo que coge. Y qué vanidoso. Por lo menos, el rey Jap sabe apreciar.
—¿Lo sabe Nakamura?
—¿Crees que estoy loca? —contestó Kimberly—. No quiero morir. Pero puede ser que sospeche… No lo volveré a hacer, pero si ese doctor Turner me susurrara al oído, me derretiría por él…
Kimberly continuó su divagante monólogo. Eponine pensó brevemente en el doctor Turner: la había examinado poco después del lanzamiento, cuando ella tuvo esas peculiares manchas.
Ni siquiera advirtió mi cuerpo
, recordó,
fue un examen estrictamente profesional
.
Eponine se olvidó de Kimberly y se concentró en la imagen del apuesto médico. Se sorprendió al descubrir que estaba sintiendo una chispa de romanticismo. Había algo indudablemente misterioso respecto del médico, pues nada había en su manera de ser o en su personalidad que fuera consecuente, en lo más mínimo, con un doble asesinato.
Debe de haber una historia interesante
, pensó.
Eponine estaba soñando. Era la misma pesadilla que había tenido cientos de veces, desde el asesinato. El profesor Moreau yacía, con los ojos cerrados, en el piso de su estudio y del pecho le brotaba sangre. Eponine fue hasta la jofaina, limpió el largo cuchillo de trinchar y lo volvió a colocar en la mesada. Cuando pasó por encima del cuerpo, esos odiados ojos se abrieron. Eponine vio la salvaje demencia de esos ojos. El profesor Moreau extendió un brazo y trató de agarrarla…
—Enfermera Henderson. Enfermera Henderson.
El golpeteo en la puerta era cada vez más intenso. Eponine despertó de su sueño y se frotó los ojos. Kimberly y otra de las compañeras de cuarto llegaron a la puerta en forma casi simultánea.
El amigo de Walter, Malcolm Peabody, un hombrecillo blanco, sumamente fino, de poco más de cuarenta años, estaba parado en la puerta. Estaba muy alterado.
—¡El doctor Turner me mandó a buscar a la enfermera! ¡Ven pronto! Walter tuvo un ataque al corazón.
Mientras Kimberly se vestía, Eponine descendió de su litera.
—¿Cómo está, Malcolm? —preguntó, poniéndose el guardapolv—. ¿Está muerto?
Malcolm quedó momentáneamente confundido.
—Ah, hola, Eponine —dijo sumisamente—. Me había olvidado de que tú y la enfermera Henderson… Cuando me fui todavía estaba respirando, pero…
Con cuidado de mantener un pie en el piso en todo momento, Eponine salió presurosa por la puerta hacia el corredor, ingresó en la zona central de uso comunitario, y después llegó a las habitaciones de los hombres. Sonaron alarmas mientras los monitores principales hacían el seguimiento de su avance. Cuando llegó a la entrada del ala donde estaba Walter, Eponine se detuvo un instante para recuperar el aliento.
Gran cantidad de gente estaba parada en el corredor, afuera de la habitación de Walter. La puerta estaba abierta de par en par y el tercio inferior del cuerpo del hombre estaba tendido hacia afuera, en el vestíbulo. Eponine se abrió paso a empellones y entró en la habitación.
El doctor Robert Turner estaba arrodillado al lado de su paciente, apoyando aguijones electrónicos contra el pecho desnudo de Walter. El cuerpo robusto del hombre se echaba violentamente hacia atrás cada vez que se le aplicaba una descarga y, después, se elevaba levemente sobre el piso antes de que el médico lo volviera a empujar hacia abajo.
El doctor Turner levantó la vista cuando Eponine llegó.
—¿Usted es la enfermera? —preguntó con brusquedad.
Durante un fugaz instante, Eponine quedó turbada sin habla. Aquí estaba su amigo, muriendo, si ya no estaba muerto, y en todo en lo que Eponine podía pensar era en los ojos celestes casi perfectos del doctor Turner.
—No —dijo por fin, definitivamente aturdida—. Soy la novia… la enfermera Henderson es mi compañera de cuarto… Debe de llegar aquí de un momento a otro.
Kimberly y dos guardias de la AIE que la escoltaban, llegaron en ese preciso momento.
—El corazón se le detuvo por completo hace cuarenta y cinco segundos —le dijo el doctor Turner a Kimberly—. Es demasiado tarde como para trasladarlo a la enfermería. Voy a abrirlo y a tratar de emplear el estimulador Komori. ¿Trajo sus guantes?
Mientras Kimberly se estiraba los guantes sobre las manos, el doctor Turner le ordenó a la multitud que se alejara de su paciente. Eponine no se movió. Cuando los guardias la tomaron por los brazos, el doctor masculló algo y los guardias la soltaron.
Turner le alcanzó a Kimberly su juego de instrumentos quirúrgicos y después, con increíble velocidad y pericia, practicó una profunda incisión en el pecho de Walter. Corrió los pliegues de piel y dejó expuesto el corazón.
—¿Ha practicado antes este procedimiento, enfermera Henderson? —preguntó Turner.