—Alteza —dijo Taran—, os pido una merced.
—Por favor —dijo el antiguo rey—, basta con que me llames Fflewddur. ¿Una merced? ¡Encantado! No he concedido mercedes desde que abandoné mi trono.
Flewddur Fflam y Eilonwy tomaron asiento sobre la hierba mientras que Taran les narraba su búsqueda de Hen Wen y lo que Gwydion le había contado del Rey con Cuernos y el levantamiento de los cantrevs. Gurgi, habiendo terminado su comida, se acercó cautelosamente y se acurrucó sobre un montículo para escuchar.
—No tengo duda —prosiguió Taran—, de que los Hijos de Don deben estar informados del levantamiento antes de que el Rey con Cuernos ataque. Si triunfa, Arawn tendrá a Prydain cogida por el cuello. He visto con mis propios ojos lo que eso significa.
Se notaba incómodo, hablando como si fuese un jefe de guerreros en una sala de consejo, pero las palabras pronto empezaron a brotarle con más facilidad. Quizá, pensó, porque hablaba en nombre de Gwydion.
—Ya veo tu plan —le interrumpió Fflewddur—. Seguirás buscando tu cerda y quieres que advierta a los guerreros de Don. ¡Espléndido! Partiré de inmediato. Y si las huestes del Rey con Cuernos me alcanzan… —El bardo lanzó tajos y cuchilladas al aire—.
¡Conocerán el valor de un Fflam!
Taran sacudió la cabeza.
—No, yo mismo viajaré a Caer Dathyl. No pongo en duda tu valor —le dijo al bardo—, pero el peligro es demasiado grande. No le pido a nadie que se enfrente a él en mi lugar.
—Entonces, ¿cuándo pretendes buscar a tu cerda? —preguntó Fflewddur.
—Mi propia búsqueda —dijo Taran, mirando al bardo—, debe ser abandonada. Si es posible, después de que se haya realizado la primera tarea, volveré a ella. Hasta entonces, no sirvo más que a Gwydion. Yo le costé la vida, y es de justicia que haga lo que creo que él habría hecho.
—Tal y como yo entiendo la situación —dijo el bardo—, creo que te estás arrojando una culpabilidad excesiva. No tenías modo alguno de saber que Gwydion no estaba en la mazmorra.
—Eso no cambia nada —respondió Taran—. Ya he tomado una decisión.
Fflewddur iba a protestar, pero la firmeza de las palabras de Taran hizo callar al bardo. Un instante después, le preguntó:
—Entonces, ¿cuál es tu merced?
—Son dos en una —dijo Taran—. Primero, dime cómo puedo llegar a Caer Dathyl lo más rápidamente posible. Segundo, te pido que lleves sana y salva a esta muchacha con los suyos.
Antes de que Fflewddur pudiese abrir la boca, Eilonwy lanzó un grito de indignación y se levantó de un salto.
—¿Llevada? ¡Seré llevada allí donde yo quiera! No vas a mandarme de vuelta para que puedan enviarme a otro sitio; y puedes estar seguro de que ese otro sitio sería horrible también. ¡No, yo también iré a Caer Dathyl!
—Ya hay suficientes riesgos —declaró Taran—, como para además tener que preocuparse de una muchacha.
Eilonwy puso los brazos en jarras. Sus ojos parecían relampaguear.
—No me gusta que me llamen «
una
muchacha» y «
esta
muchacha» como si careciese de nombre. Es como si te metieran la cabeza en un saco. Si tú has tomado tu decisión, yo he tomado la mía. No veo cómo vas a detenerme. Si tú —se apresuró a continuar, señalando con el dedo al bardo—, intentas llevarme con mis estúpidos y mezquinos parientes y, para empezar, apenas si son parientes míos… ¡haré trocitos esa arpa y te los colgaré de las orejas!
Fflewddur parpadeó y aferró con ademán protector su arpa, en tanto que Eilonwy seguía hablando.
—Y si cierto Aprendiz de Porquerizo… ni siquiera voy a mencionar
su
nombre… tiene otras ideas al respecto, ¡se equivocará aún más!
Todos se pusieron a hablar a la vez.
—¡Basta! —gritó Taran, todo lo alto que pudo—. Muy bien —dijo, después de que los demás se callasen—. Se te podría atar y subirte encima de Melyngar —le dijo a Eilonwy—. Pero —añadió, alzando la mano antes de que la muchacha pudiese interrumpirle—, no haremos eso. Y
no
por todo el escándalo que has armado, sino porque ahora me doy cuenta de qué es lo mejor.
El bardo pareció sorprenderse. Taran continuó hablando.
—Cuantos más seamos, más seguros estaremos. Pase lo que pase, habrá más oportunidades de que uno de nosotros llegue a Caer Dathyl. Creo que deberíamos seguir todos juntos.
—¡Y el fiel Gurgi también! —gritó Gurgi—. ¡Él os seguirá! ¡Demasiado perversos enemigos andan, sonrientes y acechantes, para herirle con lanzas puntiagudas!
—Si está de acuerdo —dijo Taran—, Fflewddur será nuestro guía. Pero, os lo advierto —añadió, mirando a Gurgi y Eilonwy—, nada debe interponerse en nuestra misión.
—Normalmente —dijo Fflewddur—, preferiría estar yo mismo al frente de este tipo de expedición. Pero —prosiguió, cuando ya Taran iba a protestar—, ya que actúas en nombre del señor Gwydion, acepto tu autoridad tal y como aceptaría la suya. —Hizo una profunda reverencia—. ¡Tienes un Fflam a tus órdenes!
«¡Adelante, entonces! —gritó el bardo—. ¡Y si debemos presentar batalla, que así sea! Vaya, pues si yo me he abierto paso a mandobles ante murallas de lanceros…
Seis cuerdas del arpa se rompieron a la vez y las demás se tensaron de tal modo que parecieron a punto de partirse. Mientras Taran ensillaba a Melyngar, el bardo, con cierta tristeza, se puso a trabajar en la reparación de su arpa.
Al principio Taran se ofreció a dejar que Eilonwy montase a Melyngar, pero la muchacha rechazó su oferta.
—Puedo caminar igual de bien que cualquiera de vosotros —exclamó, con tal enfado que Taran dejó correr el asunto; había aprendido a ser cauteloso con la afilada lengua de la muchacha.
Se llegó al acuerdo de que la blanca yegua transportaría las armas tomadas del Castillo Espiral… excepto la espada Dyrnwyn, de la que Eilonwy se había nombrado a sí misma guardiana.
Trazando líneas en el polvo con la punta de su daga, Flewddur Fflam le mostró a Taran el camino que pretendía seguir.
—Las huestes del Rey con Cuernos permanecerán seguramente en el Valle de Ystrad. Es lo mejor para un ejército en marcha. El Castillo Espiral estaba aquí —añadió, marcando el lugar con un golpe irritado de su daga—, al oeste del río Ystrad. El camino más corto sería ir directamente hacia el norte cruzando estas colinas.
—Ése es el que debemos seguir —dijo Taran, esforzándose por descifrar el sentido de las zigzagueantes líneas de Fflewddur.
—Yo no lo recomendaría, amigo mío. Pasaríamos demasiado cerca de Annuvin. Las fortalezas de Arawn están cerca del Castillo Espiral, y sugiero que nos mantengamos apartados de ellas. No, yo creo que deberíamos hacer esto: quedarnos en la parte alta de la orilla occidental del Ystrad; podemos trazar una línea bastante recta, ya que no necesitamos seguir el valle propiamente dicho. De ese modo, podemos evitar Annuvin y al Rey con Cuernos a la vez. Nosotros cuatro podemos movernos con más rapidez que los guerreros pesadamente armados. Nos hallaremos bastante por delante de ellos, no demasiado lejos de Caer Dathyl. Desde allí, nos dirigimos a toda prisa hacia él… y nuestra tarea habrá concluido. —Fflewddur se enderezó, irradiando satisfacción—. Ahí lo tienes —dijo, limpiando el polvo de su daga—. Una estrategia brillante. Ni mi propio jefe de guerreros podría haberla dispuesto mejor.
—Sí —dijo Taran, las ideas no demasiado claras por la charla del bardo sobre parte alta y orillas occidentales—; suena muy razonable.
Descendieron a una ancha pradera inundada de sol. La mañana se había vuelto brillante y cálida; el rocío seguía colgando de las hojas de hierba que se inclinaban bajo su peso. A la cabeza de los viajeros andaba Fflewddur, marchando rápida y enérgicamente a grandes zancadas con sus largas y flacas piernas. A su espalda oscilaba el arpa; llevaba su maltrecha capa enrollada al hombro. Eilonwy, la cabellera revuelta por la brisa, la gran espada negra colgando en bandolera de su espalda, era la siguiente, con Gurgi inmediatamente después. Eran tantas las nuevas hojas y ramas que habían quedado prendidas en la cabellera de Gurgi que parecía un nido de pájaros ambulante; andaba encorvado, balanceando los brazos, agitando la cabeza a uno y otro lado, gimiendo y murmurando.
Taran era el último de la fila, sosteniendo la brida de Melyngar. Excepto por las armas sujetas a la silla del caballo, los viajeros podrían haberse hallado en un placentero paseo primaveral. Eilonwy parloteaba alegremente; de vez en cuando Fflewddur iniciaba una canción. El único que estaba inquieto era Taran. Para él la brillante mañana era engañosamente amable; los dorados árboles parecían encubrir oscuras sombras. Pese al calor, sentía escalofríos. Mientras observaba a sus compañeros sentía el corazón turbado. En Caer Dallben había soñado con ser un héroe; pero había llegado a aprender que soñar es fácil; y en Caer Dallben no había vidas que dependiesen de su juicio. Anhelaba la fortaleza y la guía de Gwydion. Temía que su propia fuerza no estuviese a la altura de las circunstancias. Se volvió para lanzar una última mirada en dirección al Castillo Espiral, el túmulo funerario de Gwydion. Por encima de la cresta de la colina, recortándose claramente contra las nubes, surgieron dos figuras montadas a caballo.
Taran gritó e hizo señas a sus compañeros para que se refugiasen en los bosques. Melyngar se lanzó al galope. Un instante después se agazapaban todos en la espesura. Los jinetes prosiguieron a lo largo de la cresta de la colina, demasiado lejos para que Taran distinguiese con claridad sus rostros; pero por sus rígidas posturas pudo adivinar los lívidos rasgos y los ojos apagados de los Nacidos del Caldero.
—¿Cuánto tiempo llevan detrás de nosotros? —preguntó Fflewddur—. ¿Nos han visto? Taran atisbo cautelosamente a través de la pantalla de hojas. Señaló hacia la ladera.
—Ahí está tu respuesta —dijo.
Desde la cresta, los pálidos guerreros del Caldero habían hecho girar sus monturas hacia la pradera, descendiendo sin vacilaciones por la colina.
—Aprisa —ordenó Taran—. Tenemos que dejarles atrás.
El grupo no volvió a la pradera, sino que empezó a internarse en el bosque. La aparición de los Nacidos del Caldero les obligaba ahora a abandonar la ruta que Fflewddur había escogido, pero el bardo esperó que pudiesen despistar a los guerreros y, describiendo un círculo, volver nuevamente al terreno más elevado.
Trotaron sin separarse, no atreviéndose a detenerse ni tan siquiera para beber. El bosque les ofrecía cierta protección contra el sol, pero pasado cierto tiempo la marcha empezó a dejar sentir sus efectos. Sólo Gurgi no parecía fatigado o incómodo. Su caminar encorvado no vacilaba ni por un momento, y los enjambres de mosquitos e insectos que les acosaban eran incapaces de penetrar su enmarañada cabellera. Eilonwy, que insistía con orgullo en que le encantaba correr, se aferraba al estribo de Melyngar.
Taran no podía estar seguro de lo cerca que se hallaban los guerreros; sabía que los Nacidos del Caldero mal podrían perder su rastro, bastándoles el ruido en todo caso, pues ya no intentaban moverse en silencio. La velocidad era su única esperanza, y siguieron forzando el paso un buen rato después de que hubiese caído la noche.
Se había convertido en una ciega carrera en la oscuridad, bajo una luna sumergida por pesados nubarrones. Ramas invisibles trataban de aferrarles o les arañaban el rostro. Eilonwy tropezó una vez y Taran la ayudó a levantarse. La muchacha volvió a desfallecer; la cabeza se le doblaba sobre el pecho. Taran quitó las armas de la silla de Melyngar, compartió la carga con Fflewddur y Gurgi y subió a Eilonwy, a pesar de sus protestas, a la grupa de Melyngar. Ella se dejó caer hacia adelante, apretando la mejilla contra las crines doradas de la yegua.
Toda la noche lucharon por abrirse paso a través del bosque que, cuanto más se acercaban al valle del Ystrad, se hacía más denso. Cuando apareció la primera y vacilante luz del día, hasta Gurgi había empezado a tambalearse fatigado y apenas si podía poner un velludo pie a continuación del otro. Eilonwy se había sumido en un sopor tan profundo que Taran temía estuviese enferma. Su cabellera, revuelta y empapada, le caía sobre la frente; tenía el rostro pálido. Con ayuda del bardo, Taran la bajó de la silla y la depositó sobre una loma cubierta de musgo. Cuando osó desceñirle la incómoda espada, Eilonwy abrió un ojo, puso cara de enfado y apartó la espada…, con más decisión de la que él había esperado.
—Nunca entiendes las cosas a la primera —murmuró Eilonwy, sujetando firmemente el arma—. Pero supongo que todos los Aprendices de Porquerizo son iguales. Te dije antes que no iba a ser tuya, y te lo digo ahora por segunda vez… ¿o es la tercera, o la cuarta? Debo de haber perdido la cuenta. —Diciendo esto, rodeó la vaina con los brazos y volvió a dormirse.
—Debemos descansar aquí —le dijo Taran al bardo—, aunque sólo sea un poco.
—De acuerdo —gimió Fflewddur, que se había tendido cuan largo era con los pies y la nariz apuntando hacia arriba—. No me importa quién me coja. Le daría la bienvenida al mismísimo Arawn, y le preguntaría si lleva algo para desayunar.
—Puede que los Nacidos del Caldero hayan perdido nuestro rastro durante la noche — dijo Taran, esperanzado, pero sin gran convicción en lo que decía—. Me gustaría saber si les hemos dejado muy atrás… de hecho, si es que les hemos dejado atrás.
Gurgi se animó un poco.
—El inteligente Gurgi lo sabrá —exclamó—, ¡atisbando y observando!
Un instante después Gurgi había trepado hasta medio tronco de un gran pino. Siguió subiendo fácilmente hasta la copa y se instaló en ella como un cuervo enorme, examinando el terreno en la dirección por la que habían viajado.
Taran, mientras tanto, abrió las alforjas. Quedaba tan poca comida que casi no valía la pena repartirla. Él y Fflewddur estuvieron de acuerdo en darle a Eilonwy las últimas provisiones. Gurgi había olido la comida incluso en la copa del pino y bajó a toda prisa, husmeando ansiosamente ante la perspectiva de su morder y mascar.
—Por un momento deja de pensar en comer —le inquirió Taran—. ¿Qué has visto?
—Dos guerreros están lejos, pero Gurgi los ve… sí, sí, están cabalgando llenos de orgullo y maldad. Pero hay tiempo para un poquito de mascar —suplicó Gurgi—. ¡Oh, muy poco para el listo y valiente Gurgi!
—No hay más mascar —dijo Taran—. Si los Nacidos del Caldero siguen sobre nuestra pista, más te valdría preocuparte menos de comida y más de tu propia piel.