Gwydion era como un lobo acorralado, los dientes al descubierto, sus verdes ojos relucientes. Las espadas de los Nacidos del Caldero se estrellaban en su guardia. Taran golpeó a uno de los lívidos guerreros; la punta de una espada le desgarró el brazo y el pequeño cuchillo salió despedido hacia la espesura.
Gwydion tenía el rostro surcado de sangre allí donde un golpe aciago le había hendido la mejilla y la frente. Su hoja flaqueó y un Nacido del Caldero lanzó una estocada hacia su pecho. Gwydion giró, recibiendo la punta de la espada en su costado. Los pálidos guerreros redoblaron su asalto.
La gran cabeza hirsuta se inclinó cansadamente al tambalearse Gwydion. Con un potente grito, intentó avanzar y puso una rodilla en el suelo. Con su fuerza agotándose, luchó por alzar nuevamente la hoja. Los Nacidos del Caldero apartaron sus armas y le cogieron, derribándole al suelo y atándole rápidamente.
Los otros dos guerreros se aproximaron. Uno cogió a Taran por el cuello, el otro le ató las manos a la espalda. Taran fue llevado a rastras junto a Melyngar y arrojado sobre su grupa, donde quedó al lado de Gwydion.
—¿Estás malherido? —preguntó Gwydion, luchando por levantar la cabeza.
—No —dijo Taran—, pero tu herida es grave.
—No es la herida lo que me duele —dijo Gwydion con una sonrisa amarga—. Las he recibido peores y he sobrevivido. ¿Por qué no huiste como te ordené? Sabía que era impotente contra los Nacidos del Caldero, pero habría podido cubrirte la retirada. Con todo, luchaste bien, Taran de Caer Dallben.
—Eres más que un jefe de guerreros —murmuró Taran—. ¿Por qué me escondes la verdad? Recuerdo la malla de hierbas que tejiste antes de que cruzásemos el Avren. Mas hoy, en tus manos, no era como ninguna hierba que yo hubiese visto antes.
—Soy lo que te dije. Las briznas de hierba… sí, son algo más que eso. El propio
Dallben me enseñó su uso.
—¡Tú también eres un encantador!
—Tengo ciertas habilidades. Pero no son lo bastante fuertes como para defenderme contra los poderes de Arawn. Hoy —añadió—, no fueron suficientes para proteger a un bravo compañero.
Uno de los Nacidos del Caldero espoleó a su caballo y se acercó a Melyngar. Sacando el látigo de su cinturón, azotó brutalmente a los cautivos.
—No digas nada más —murmuró Gwydion—. No harás sino acarrearte dolor. Si no volvemos a encontrarnos, adiós.
El grupo cabalgó sin detenerse. Vadeando el angosto río Ystrad, los Nacidos del Caldero flanquearon estrechamente a sus cautivos. Taran se atrevió una vez más a. hablar con Gwydion, pero el látigo cortó en seco sus palabras. Taran tenía la garganta reseca y oleadas de vértigo amenazaban con sumergirle. No tenía modo de saber con segundad el tiempo que habían cabalgado, pues a menudo caía en sueños febriles. El sol seguía alto en el cielo y fue vagamente consciente de una colina con una gran fortaleza gris alzándose en su cumbre. Los cascos de Melyngar resonaron sobre las piedras cuando un patio se abrió ante ellos. Toscas manos le arrancaron de la grupa de Melyngar y le condujeron, tambaleándose, por un corredor abovedado. Gwydion fue arrastrado y llevado detrás de él. Taran intentó seguir a su compañero, pero el látigo de los Nacidos del Caldero le hizo caer de rodillas. Un guardia le puso nuevamente en pie y, a patadas, le hizo avanzar.
Por último, los cautivos fueron llevados a una espaciosa sala de consejo. En los muros cubiertos de tapices escarlata parpadeaban las antorchas. En el exterior había sido de día; aquí, en el gran salón carente de ventanas, el frío y la humedad de la noche se alzaban, como una neblina, de las frías losas. En el extremo más alejado del salón, sobre un trono de madera negra tallada, una mujer estaba sentada. Su larga cabellera brillaba como plata a la luz de las antorchas. Su rostro era joven y hermoso; su pálida piel parecía aún más pálida sobre su túnica carmesí. Hermosos collares colgaban de su cuello, brazaletes adornados con gemas rodeaban sus muñecas y pesados anillos se reflejaban con el parpadeo de las antorchas. La espada de Gwydion yacía a sus pies.
La mujer se puso rápidamente en pie.
—¿Qué vergüenza es ésta para mi casa? —le gritó a los guerreros—. Las heridas de estos hombres son recientes y no han sido cuidadas. ¡Alguien responderá de este descuido! —Se detuvo delante de Taran—. Y este muchacho apenas si puede tenerse en pie, —Dio una palmada—. Traed comida, vino y medicinas para sus heridas.
Se volvió de nuevo hacia Taran.
—Pobre muchacho —dijo, con una sonrisa compasiva—, hoy se han cometido lamentables fechorías.
Tocó su herida con su pálida y suave mano. Al contacto de sus dedos, un reconfortante calor llenó el dolorido cuerpo de Taran. En vez de dolor, una deliciosa sensación de reposo le invadió, un reposo que le hizo recordar los días olvidados en Caer Dallben, el cálido lecho de su niñez, los soñolientos atardeceres de verano.
—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó quedamente la mujer.
—Cruzamos el Gran Avren —empezó a decir Taran—. Fijaos, lo que sucedió…
—¡Silencio! —resonó la voz de Gwydion—. ¡Es Achren! ¡Te está tendiendo una trampa! Taran boqueó, sorprendido. Por un instante no pudo creer que una belleza tal ocultase el mal del que había sido advertido. ¿Acaso Gwydion la había juzgado mal? Sin embargo, cerró firmemente los labios.
La mujer, sorprendida, se volvió hacia Gwydion.
—No es cortés acusarme de tal modo. Tu herida excusa tu conducta, pero la ira no es necesaria. ¿Quién eres? ¿Por qué…?
Los ojos de Gwydion relampaguearon.
—Me conoces tan bien como yo te conozco. ¡Achren! —Escupió el nombre a través de sus labios ensangrentados.
—He oído que el señor Gwydion estaba viajando por mi reino. Aparte de eso…
—Arawn envió a sus guerreros para matarnos —gritó Gwydion—, y aquí están, en tu sala de consejo. ¿Dices que no sabes nada más?
—Arawn envió guerreros para encontraros, no para mataros —respondió Achren—, o no estaríais vivos en este momento. Ahora que te veo cara a cara —dijo, los ojos clavados en Gwydion—, me alegro de que un hombre tal no esté desangrándose en una zanja. Pues mucho es lo que debemos discutir, y mucho el provecho que puedes sacar de ello.
—Si quieres hacer un trato conmigo —dijo Gwydion—, desátame y devuélveme mi espada.
—¿Me exiges cosas? —preguntó amablemente Achren—. Quizá no has entendido. Te ofrezco algo que no puedes tener aunque te soltase las manos y te devolviese tu arma. Con eso, señor Gwydion, me refiero a… tu vida.
—¿A cambio de qué?
—Había pensado hacer el trato con otra vida —dijo Achren, mirando a Taran—. Pero veo que carece de importancia, vivo o muerto. No —dijo—, hay otros modos más agradables de hacer un trato. No me conoces tan bien como piensas, Gwydion. No hay futuro para ti más allá de esas puertas. Aquí, puedo prometerte…
—¡Tus promesas apestan a Annuvin! —gritó Gwydion—. Las desprecio. ¡No es ningún secreto lo que eres!
El rostro de Achren se volvió lívido. Siseando, golpeó a Gwydion y sus uñas, rojas como la sangre, le desgarraron la mejilla. Achren desenvainó la espada de Gwydion; sosteniéndola con las dos manos dirigió la punta hacia su cuello, deteniéndose a la distancia de un cabello de éste. Gwydion permaneció orgullosamente inmóvil, sus ojos ardían.
—No —gritó Achren— ¡no te mataré; llegarás a desear que lo hubiese hecho y suplicarás la clemencia de una espada! ¡Desprecias mis promesas! ¡No te quepa la menor duda de que ésta la cumpliré!
Achren alzó la espada por encima de su cabeza y la estrelló con todas sus fuerzas contra un pilar de piedra. Saltaron centellas y la hoja resonó, intacta. Con un grito de rabia, arrojó el arma al suelo.
La espada brillaba, aún intacta. Achren la cogió de nuevo, aferrando la afilada hoja hasta que sus manos enrojecieron. Se le desorbitaron los ojos y sus labios se movieron, retorciéndose. Un trueno resonó en el salón, ardió una luz semejante a un sol carmesí y el arma rota cayó en pedazos al suelo.
—¡Así te quebraré! —aulló Achren.
Alzó su mano hacia los Nacidos del Caldero y les llamó en una lengua extraña y áspera.
Los pálidos guerreros avanzaron y, arrastrándoles, se llevaron a Taran y a Gwydion del salón. En un oscuro pasadizo de piedra, Taran forcejeó con sus captores, luchando por acercarse a Gwydion. Uno de los Nacidos del Caldero estrelló la empuñadura de un látigo en la cabeza de Taran.
Taran volvió en sí tendido sobre un montón de paja sucia que olía como si Gurgi y todos sus antepasados hubiesen dormido en ella. Unos cuantos pies por encima de él, la luz del sol, de un pálido color amarillo, se filtraba a través de una reja; el débil haz luminoso terminaba bruscamente en una pared de piedra áspera y húmeda. Las sombras de los barrotes descansaban sobre el pequeño retazo de luz; en vez de hacer más brillante la celda, los macilentos rayos no hacían sino darle una apariencia más lúgubre y estrecha. A medida que los ojos de Taran se acostumbraron a tal crepúsculo amarillo, pudo distinguir una sólida puerta de remaches con una rendija en la base. La celda no tendría más de unos tres pasos de lado.
Le dolía la cabeza; como seguía teniendo las manos atadas a la espalda, no podía sino hacer conjeturas en cuanto al tamaño de su palpitante hinchazón. No se atrevía a imaginar lo que le había pasado a Gwydion. Después de que el guerrero del Caldero le golpease, Taran había recobrado el conocimiento sólo unos instantes antes de caer una vez más en el torbellino de la oscuridad. En ese breve espacio de tiempo, recordaba vagamente haber abierto los ojos y hallarse colgando de la espalda de un guardia. Su confuso recuerdo incluía un corredor en penumbra con puertas a uno y otro lado. Gwydion le había llamado una vez, o eso creía Taran… no podía recordar las palabras de su amigo, quizás incluso eso había sido parte de la pesadilla. Supuso que Gwydion había sido arrojado a otra mazmorra; al menos así lo esperaba ardientemente Taran. No podía librarse del recuerdo del lívido rostro de Achren y sus horribles gritos, y temía que hubiese ordenado que matasen a Gwydion.
Con todo, seguía habiendo buenas razones para esperar que su compañero viviese. Achren habría podido cortarle fácilmente el cuello mientras la desafiaba en la sala del consejo, pero se había contenido. Por lo tanto, pretendía mantener vivo a Gwydion; quizá, fue el miserable pensamiento de Taran, Gwydion estaría mejor muerto. La idea de esa orgullosa figura tendida como un cadáver roto llenó a Taran de un dolor que se convirtió rápidamente en rabia. Se puso en pie, tambaleándose, ando vacilante hasta la puerta y la pateó, estrellando su cuerpo contra ella con la escasa fuerza que le quedaba. Desesperado, se dejó caer en el húmedo suelo, apretando la cabeza contra las inconmovibles planchas de roble. Volvió a ponerse en pie al cabo de un momento y pateó los muros. Si por casualidad Gwydion se hallaba en una celda contigua, Taran esperaba que oyese la señal. Pero pensó, por lo apagado del sonido, que los muros eran demasiado gruesos para que sus débiles golpes los traspasasen.
Al darse la vuelta, un objeto brillante atravesó la reja y cayó sobre el suelo de piedra. Taran se agachó. Era una bola de algo que parecía ser oro. Perplejo, miró hacia arriba. Dos ojos intensamente azules le devolvieron la mirada desde la reja.
—Por favor —dijo una voz de muchacha, ligera y musical—, mi nombre es Eilonwy y, si no te importa, ¿quieres devolverme mi juguete? No quiero que pienses que soy una niña, por andar con un juguete tonto, porque no lo soy; pero a veces no hay absolutamente nada más que hacer por aquí y se me resbaló de las manos cuando lo estaba arrojando…
—Niña —le interrumpió Taran—, yo no…
—Pero si no soy una niña —protestó Eilonwy—. ¿No acabo de decírtelo? ¿Eres tonto? Lo siento muchísimo. Es terrible ser torpe y estúpido. ¿Cómo te llamas? —prosiguió—. Me siento muy rara si no conozco el nombre de alguien. Ya sabes, como si tuviese un pie zambo o tres pulgares en una mano, si entiendes lo que quiero decir. Es tan incómodo…
—Soy Taran de Caer Dallben —dijo Taran, y luego deseó no haber hablado. Se dio cuenta de que podía ser otra trampa.
—¡Qué bonito! —dijo alegremente Eilonwy—. Me alegro mucho de conocerte. Supongo que eres un señor, o un guerrero, o un jefe de guerreros, o un bardo, o un monstruo. Aunque hace mucho tiempo que no hemos tenido monstruos.
—No soy nada de eso —dijo Taran, sintiéndose bastante halagado de que Eilonwy pudiese haberle tomado por alguna de esas cosas.
—¿Qué otras cosas hay?
—Soy Aprendiz de Porquerizo —dijo Taran.
Apenas hubo pronunciado las palabras se mordió los labios; luego, para disculpar su soltura de lengua, se dijo a sí mismo que el que la muchacha lo supiese no podía causar ningún daño.
—¡Qué fascinante! —dijo Eilonwy—. Eres el primero que hemos tenido… a menos que ese pobre hombre de la otra mazmorra también lo sea.
—Hablame de él —dijo rápidamente Taran—. ¿Está vivo?
—No lo sé —dijo Eilonwy—. Miré a través de la reja, pero no puedo decírtelo. No se mueve en absoluto, pero me imagino que está vivo; de lo contrario, Achren se lo habría dado de comer a los cuervos. Ahora, por favor, si no te importa, lo tienes justo delante de los pies.
—No puedo recoger tu juguete —dijo Taran—, porque tengo las manos atadas. Los azules ojos de la muchacha parecieron sorprenderse.
—¡Oh, bueno, eso lo explica! Entonces supongo que tendré que entrar y cogerlo.
—No puedes entrar y cogerlo —dijo Taran desanimado—. ¿No ves que estoy encerrado aquí?
—Claro que lo veo —dijo Eilonwy—. ¿De qué serviría tener a alguien encerrado en una mazmorra si no estuviese cerrada? Realmente, Taran de Caer Dallben, me sorprendes con algunas de tus observaciones. No quiero herir tus sentimientos al preguntártelo, pero, ¿el ser Aprendiz de Porquerizo es un tipo de trabajo que requiera mucha inteligencia?
Algo que estaba más allá de la reja y fuera del campo visual de Taran giró hacia abajo y, de pronto, los ojos azules desaparecieron. Taran oyó lo que le pareció una disputa, luego un grito agudo seguido de otro más prolongado y uno o dos sonoros azotes. Los ojos azules no volvieron a aparecer. Taran se dejó caer de nuevo sobre la paja. Pasado un cierto tiempo, en el horrible silencio y la soledad de la diminuta celda, repentinamente empezó a desear que Eilonwy regresase. Era la persona más desconcertante con la que se había topado y, seguramente, debía de ser tan malvada como todas las del castillo… aunque no podía llegar a creerlo del todo. Sin embargo, anhelaba el sonido de otra voz, incluso el parloteo de Eilonwy.