Taran, obediente, caminó unos pasos por detrás de él. Gwydion no hacía más ruido que el que hace la sombra de un pájaro. Incluso Melyngar andaba con cautela: apenas una que otra ramita se partía bajo sus cascos. Por mucho que lo intentase, Taran no podía andar tan silenciosamente. Cuanto más cuidado trataba de tener, más alto se removían y crujían las hojas. Allí donde pusiese el pie parecía haber un agujero o una rama malévola para hacerle tropezar. Hasta Melyngar se giró para lanzarle una mirada de reproche.
Taran se concentró tanto en no hacer ruido que no tardó en quedar bastante detrás de Gwydion. En la ladera, Taran creyó distinguir algo blanco y redondeado. Ansiaba ser el primero en hallar a Hen Wen y se desvió a un lado para subir trepando entre los matorrales… y descubrir solamente una roca.
Desilusionado, Taran se apresuró para alcanzar a Gwydion. Por encima de su cabeza, las ramas susurraron. Se detuvo y, al mirar hacia arriba, algo cayó pesadamente al suelo detrás de él. Dos manos potentes y velludas se cerraron alrededor de su garganta.
Fuese lo que fuese lo que le había agarrado, profería ruidosos ladridos y bufidos. Taran logró emitir un grito pidiendo auxilio. Luchó con su invisible oponente, retorciéndose, pataleando y lanzándose a uno y a otro lado.
De pronto, pudo respirar de nuevo. Una figura pasó por encima de su cabeza y se estrelló contra el tronco de un árbol. Taran cayó al suelo y empezó a frotarse el cuello. Gwydion estaba a su lado. Desgarbadamente caído bajo el árbol se hallaba el ser más extraño que jamás hubiese visto Taran. No pudo estar seguro de si era hombre o animal. Decidió que era las dos cosas. Tenía el cabello tan enmarañado y cubierto de hojas que parecía el nido de un búho muy necesitado de una limpieza primaveral. Sus brazos eran largos, flacos y lanudos, y poseía un par de pies tan flexibles y sucios como sus manos.
Gwydion estaba contemplando al ser con una expresión de severidad y disgusto.
—Así que eres tú —dijo—. Te ordené que no me molestases ni a mí ni a nadie que estuviese bajo mi protección.
Ante esto, el ser emitió un sonoro y penoso gemido, hizo rodar los ojos y golpeó el suelo con las palmas de sus manos.
—No es más que Gurgi —dijo Gwydion—. Siempre anda acechando por un lugar u otro. No es ni la mitad de feroz de lo que parece, y ni una cuarta parte tan salvaje de lo que le gustaría ser y, más que nada, es un estorbo. Sea como sea, siempre se las arregla para ver casi todo lo que ocurre, y puede que sea capaz de ayudarnos.
Taran apenas había empezado a recobrar el aliento. Estaba cubierto de pelos que se le habían caído a Gurgi, además de oler, lamentablemente, como un mastín mojado.
—Oh, poderoso príncipe —gimoteó el ser—, Gurgi lo siente; y ahora será golpeado en su pobre y tierna cabeza por las fuertes manos de este gran señor, con temibles golpes. Sí, sí, así le ocurre siempre al pobre Gurgi. Pero, ¡qué honor ser golpeado por el más grande de los guerreros!
—No tengo intención de golpear tu pobre y tierna cabeza —dijo Gwydion—. Pero puedo cambiar de idea si no dejas de gimotear y lloriquear.
—¡Sí, poderoso señor! —gritó Gurgi—. ¡Mira qué rápida e instantáneamente te obedezco!
Empezó a arrastrarse sobre sus manos y rodillas con gran agilidad. Si Gurgi hubiese tenido cola, Taran estuvo seguro de que la habría meneado frenéticamente.
—Entonces —suplicó Gurgi—, ¿los dos héroes le darán algo de comer a Gurgi? ¡Oh, alegre morder y mascar!
—Luego —dijo Gwydion—. Cuando hayas contestado a nuestras preguntas.
—¡Oh, luego! —exclamó Gurgi—. El pobre Gurgi puede esperar mucho, mucho su morder y mascar. Muchos años después, cuando los grandes príncipes se deleiten en sus salones, y qué banquetes, recordarán al hambriento y desgraciado Gurgi esperándoles.
—Lo que vayas a tener que esperar para tu morder y mascar —dijo Gwydion—, depende de lo rápido que nos cuentes lo que queremos saber. ¿Has visto a una cerda blanca esta mañana?
Una mirada astuta brilló en los cejijuntos ojillos de Gurgi.
—En busca de la cerdita hay muchos grandes señores en el bosque, cabalgando y dando gritos temibles.
Ellos
no serían tan crueles y no dejarían pasar hambre a Gurgi… oh, no… le darían de comer…
—Habrías dejado de tener la cabeza encima de los hombros antes de poderlo pensar dos veces —dijo Gwydion—. ¿Llevaba uno de ellos una máscara con cuernos?
—¡Sí, sí! —gritó Gurgi—. ¡Los grandes cuernos! ¡Salvaréis al miserable Gurgi de que le hagan picadillo! —Se puso a lanzar unos largos y espantosos aullidos.
—Estoy perdiendo la paciencia contigo —le advirtió Gwydion—. ¿Dónde está la cerda?
—Gurgi oye a los poderosos jinetes —continuó el ser—. Oh, sí, poniendo atención en los sonidos de los árboles. Gurgi es tan callado y listo, y nadie se preocupa de él. ¡Pero él escucha! Los grandes guerreros dicen que han ido a cierto lugar, pero gran fuego los aparta de él. No están complacidos, y siguen buscando a una cerdita con caballos y muchos gritos.
—Gurgi —dijo Gwydion con firmeza—, ¿dónde está la cerda?
—¿La cerdita? ¡Oh, terrible hambre pellizca! Gurgi no puede recordar. ¿Había una cerdita? Gurgi se desmaya y cae entre los arbustos, su tierna cabeza está llena con el aire de su vacía tripa.
Taran no pudo controlar por más tiempo su impaciencia.
—¿Dónde está Hen Wen, cosa tonta y peluda? —estalló—. ¡Dínoslo en seguida! Después de cómo saltaste sobre mí, mereces que te golpeen la cabeza.
Con un gemido, Gurgi se tendió de espaldas y se cubrió el rostro con los brazos. Gwydion se volvió, severo, hacia Taran.
—Si hubieses seguido mis órdenes, no te habría saltado encima. Déjamelo a mí. No le asustes más de lo que ya está. —Gwydion bajó la mirada hacia Gurgi—. Muy bien — preguntó con calma—, ¿dónde se encuentra?
—¡Oh, ira temible! —dijo Gurgi, la voz gangosa—. Una cerdita ha cruzado el agua nadando y chapoteando.
Se incorporó hasta quedar sentado y extendió un brazo lanudo en dirección al Gran Avren.
—Si me estás mintiendo —dijo Gwydion—, lo descubriré pronto. Y entonces, seguro que volveré lleno de ira.
—¿Morder y mascar ahora, poderoso príncipe? —preguntó Gurgi con un agudo gimoteo.
—Como te prometí —dijo Gwydion.
—Gurgi quiere al más pequeño para mascar —dijo el ser, sus ojos como cuentas clavados en Taran.
—No, nada de eso —dijo Gwydion—. Es un Aprendiz de Porquerizo y estaría decididamente en desacuerdo contigo. —Abrió una alforja y sacó de ella unas cuantas tiras de carne seca que le arrojó a Gurgi—. Ahora, vete. Recuerda, no quiero más travesuras tuyas.
Gurgi cogió la comida, se la metió entre los dientes y se escurrió por el tronco de un árbol, saltando de uno a otro hasta perderse de vista.
—Qué animal tan desagradable —dijo Taran—. Qué sucio, depravado…
—Oh, en el fondo no es malo —respondió Gwydion—. Le encantaría ser malvado y terrorífico, aunque no lo consigue del todo. Siente tanta pena por él mismo que es difícil no enfadarse con él. Aunque hacerlo es inútil.
—¿Estaba diciendo la verdad sobre Hen Wen? —preguntó Taran.
—Creo que sí —dijo Gwydion—. Tal y como me lo temía. El Rey con Cuernos se ha dirigido hacia Caer Dallben.
—¡La ha incendiado! —gritó Taran.
Hasta entonces, no había pensado demasiado en su hogar. La idea de la cabaña blanca en llamas, el recuerdo de la barba de Dallben y la heroica calva de Coll, todo le conmovió a la vez.
—¡Dallben y Coll están en peligro! —gritó.
—Lo más seguro es que no —dijo Gwydion—. Dallben es zorro viejo; ni un escarabajo podría entrar en Caer Dallben sin que él lo supiese. No, estoy seguro de que el fuego fue algo preparado por Dallben para visitantes inesperados.
»Hen Wen es la que se halla en mayor peligro. Nuestra búsqueda se hace cada vez más urgente —prosiguió Gwydion con premura—. El Rey con Cuernos sabe que se ha escapado. La perseguirá.
—Entonces —exclamó Taran—, ¡debemos encontrarla antes de que él lo haga!
—Aprendiz de Porquerizo —dijo Gwydion—, hasta el momento, esa ha sido tu única sugerencia inteligente
Melyngar les transportó rápidamente a través de la franja de árboles que seguía el curso de las orillas del Gran Avren. Desmontaron y prosiguieron, andando con premura, en la dirección que Gurgi había señalado. Gwydion se detuvo cerca de una roca de forma irregular y lanzó una exclamación de triunfo. En un retazo de tierra arcillosa aparecían las huellas de Hen Wen con tanta claridad como si hubiesen sido esculpidas en ella.
—¡Bien por Gurgi! —exclamó Gwydion—. ¡Espero que disfrute de su morder y mascar! Si hubiera sabido que iba a guiarnos tan bien, le habría dado una ración extra.
»Sí, cruzó por aquí —prosiguió—, y nosotros haremos lo mismo.
Gwydion condujo a Melyngar hacia adelante. El aire se había vuelto repentinamente frío y opresivo. El turbulento curso del Avren era gris, estriado con franjas blancas. Agarrándose a la silla de Melyngar, Taran abandonó cautelosamente la orilla.
Gwydion se metió directamente en el agua. Taran, pensando que sería más fácil mojarse poco a poco, se fue quedando todo lo rezagado que pudo… hasta que Melyngar se lanzó hacia adelante, llevándole con él. Sus pies buscaron el fondo del río para acabar tropezando, en tanto que las gélidas olas remolineaban hasta llegarle al cuello. La corriente se hizo más fuerte, enroscándose como una serpiente gris alrededor de las piernas de Taran. El fondo del río se hundió repentinamente; Taran perdió pie y se encontró bailando frenéticamente sobre la nada, en tanto que el río le agarraba codiciosamente.
Melyngar empezó a nadar, sus fuertes patas manteniéndole a flote y en movimiento, pero la corriente le hizo describir un círculo; chocó con Taran y le hizo hundirse por debajo del agua.
—¡Suelta la silla! —gritó Gwydion por encima del ruido del torrente—. ¡Nada hasta apartarte de ella!
El agua inundó los oídos y la nariz de Taran. A cada boqueada, el río se derramaba dentro de sus pulmones. Gwydion avanzó hacia él y no tardó en alcanzarle, agarrándole por el pelo y llevándole hacia los bajíos. A pulso, izó a un goteante Taran que no paraba de toser hasta la orilla. Melyngar, que había llegado a la orilla un poco más arriba de la corriente, trotó hasta reunirse con ellos.
Gwydion miró fijamente a Taran.
—Te dije que nadaras. ¿Acaso todos los Aprendices de Porquerizo son sordos, además de tozudos?
—¡No sé nadar! —chilló Taran, con los dientes castañeteándole violentamente.
—Entonces, ¿por qué no lo dijiste antes de que empezáramos a cruzar? —le preguntó Gwydion, irritado.
—Estaba seguro de que podría aprender —protestó Taran—, tan pronto como llegara el momento. Si Melyngar no se hubiese puesto encima mío…
—Debes aprender a responder de tus propias locuras —dijo Gwydion—. En cuanto a Melyngar, sabe más ahora de lo que tú puedes esperar llegar a saber nunca, aunque vivas para ser un hombre… lo que cada vez parece más y más improbable.
Gwydion montó de un salto y subió a la silla a un empapado y sucio Taran. Los cascos de Melyngar repiquetearon sobre las piedras. Taran, sorbiéndose los mocos y temblando, miró hacia las colinas que les aguardaban. Recortándose en las alturas azules, tres figuras aladas giraban y se deslizaban.
Gwydion, que tenía los ojos en todas partes a la vez, las divisó al instante.
—¡Gwythaints! —gritó.
En ese mismo instante hizo girar bruscamente a Melyngar hacia la derecha. El abrupto cambio de dirección y el repentino aceleren de Melyngar hicieron que Taran perdiese el equilibrio. Sus piernas perdieron la vertical y él aterrizó sobre la orilla cubierta de guijarros.
Gwydion tiró inmediatamente de las riendas de Melyngar. Mientras Taran luchaba por incorporarse, Gwydion le cogió como si fuese un saco de harina y lo depositó en la grupa de Melyngar. Los gwythaints que, en la lejanía, habían parecido meramente hojas secas al viento, se hicieron más y más grandes a medida que se lanzaban sobre el caballo y sus jinetes. Cayeron en picado, sus grandes alas negras impulsándoles con una velocidad cada vez mayor. Melyngar trepó ruidosamente por la orilla del río. Los gwythaints chillaban en lo alto. Al llegar a la línea de los árboles, Gwydion derribó de un empujón a Taran de la silla en tanto que él bajaba de un salto. Casi arrastrándole, Gwydion se dejó caer al suelo bajo las grandes ramas de un roble.
Las relucientes alas golpearon el follaje. Taran distinguió fugazmente picos curvados y garras tan implacables como cuchillos. Lanzó un grito de terror y se tapó la cara, mientras
que los gwythaints se alejaban y volvían a lanzarse en picado. A su paso, las hojas se estremecieron. Las criaturas giraron hacia lo alto, colgaron inmóviles un instante en el cielo y luego ascendieron velozmente para alejarse, aún más aprisa, hacia el oeste.
Con el rostro lívido y temblando, Taran se arriesgó a levantar la cabeza. Gwydion se había acercado a la orilla del río y estaba contemplando la marcha de los gwythaints. Taran avanzó hasta hallarse al lado de su compañero.
—Había esperado que no ocurriese esto —dijo Gwydion, el rostro oscuro y grave—. Hasta el momento, había podido esquivarles.
Taran no dijo nada. Se había caído torpemente de Melyngar en el momento en que era más importante la velocidad; en el roble se había comportado como un niño. Esperó la reprimenda de Gwydion, pero los verdes ojos del guerrero estaban siguiendo los puntitos oscuros.
—Más pronto o más tarde nos habrían encontrado —dijo Gwydion—. Son los espías y mensajeros de Arawn; los ojos de Annuvin, así se les llama. Nadie puede ocultarse demasiado tiempo de ellos. Hemos tenido suerte de que solamente estuviesen explorando y no embarcados en una cacería de sangre. —Cuando los gwythaints desaparecieron al fin, se dio la vuelta—. Ahora vuelan hacia sus jaulas de hierro en Annuvin —dijo—. Arawn en persona tendrá noticia de nosotros antes de que el día acabe. No permanecerá ocioso.
—Si al menos no nos hubiesen visto —gimió Taran.
—Es inútil lamentar lo que ha sucedido —dijo Gwydion, mientras se ponían de nuevo en marcha—. De un modo u otro, Arawn habría sabido de nosotros. No tengo dudas de que conoció mi partida de Caer Dathyl. Los gwythaints no son sus únicos servidores.
—Creo que deben ser los peores —dijo Taran, apretando el paso para mantenerse a la altura de Gwydion.