En el interior de la colina resonó un gran golpe. Por encima de él se hallaba el Castillo Espiral, bañado en un fuego azul. Un vendaval repentino casi derribó a Taran. Un árbol de relámpagos chasqueó en el cielo. Detrás de él oyó a Eilonwy pidiendo auxilio.
Estaba con medio cuerpo fuera y medio en el interior del angosto pasadizo. Mientras Taran luchaba con las piedras caídas, los muros del Castillo Espiral se estremecieron como harapos grisáceos. Las torres oscilaron locamente. Taran arrancó a manotazos terrones de barro y raíces.
—Me he enredado con la espada —jadeó Eilonwy—. La vaina se ha quedado prendida en algo.
Taran alzó la última roca.
—¿Qué espada? —dijo, con un rechinar de dientes.
Cogió a Eilonwy por debajo de los hombros y la liberó dando un tirón.
—¡Uff! —boqueó ella—. Me siento como si me hubieran separado todos los huesos y luego los hubiesen juntado mal. ¿La espada? Dijiste que necesitabas armas, ¿no? Y cogiste una, así que pensé que también podía coger otra.
Con una violenta explosión que pareció surgir del mismo centro de la Tierra, el Castillo Espiral se desmoronó sobre sí mismo. Las enormes piedras de sus muros se partieron como si fuesen ramitas, con sus bordes alzándose hacia el cielo. Luego reinó un profundo silencio. El viento se había calmado; la atmósfera era opresiva.
—Gracias por salvarme la vida —dijo Eilonwy—. Debo decir que eres muy valiente para ser un Aprendiz de Porquerizo. Es algo maravilloso cuando la gente te da esas sorpresas.
»Me pregunto qué le ha sucedido a Achren —prosiguió—. Estará realmente furiosa — añadió con una risa llena de deleite—, y probablemente me echará la culpa de todo porque siempre me está castigando por cosas en las que no tengo nada que ver.
—Si Achren está debajo de esas piedras, nunca volverá a castigar a nadie —dijo Taran—. Pero creo que será mejor si no nos quedamos para averiguarlo. —Se abrochó la espada al cinto.
La hoja que Eilonwy había cogido del túmulo era demasiado larga para que la muchacha pudiese llevarla con comodidad en la cintura, así que se la colgó del hombro.
Taran miró el arma sorprendido.
—Vaya… esa es la espada que tenía el rey en las manos.
—Naturalmente —dijo Eilonwy—. Debería ser la mejor, ¿verdad? —Cogió la esfera resplandeciente—. Estamos en el lado más alejado del castillo…, de lo que era el castillo. Tu amigo está ahí abajo, entre esos árboles…, suponiendo que te haya esperado. Me sorprendería que, con todo este jaleo lo hubiese hecho.
Corrieron hacia el bosquecillo. Delante de ellos Taran vio las formas envueltas en sombras de una figura cubierta por una capa y un caballo blanco.
—¡Allí están! —exclamó—. ¡Gwydion! —le llamó a gritos—. ¡Gwydion!
La luna surgió detrás de las nubes. La figura se volvió. Taran se detuvo de golpe bajo la repentina claridad, boquiabierto por la sorpresa. No había visto nunca a ese hombre.
Taran desenfundó rápidamente su espada. El hombre de la capa dejó caer a toda prisa las riendas de Melyngar y se lanzó detrás de un árbol. Taran hizo girar la hoja. Trozos de corteza saltaron por los aires. En tanto que el extranjero se agachaba a un lado y a otro para esquivarle, Taran daba tajos y estocadas, golpeando frenéticamente ramas y arbustos.
—¡No eres Gwydion! —gritó.
—Nunca pretendí serlo —respondió a gritos el extraño—. Si crees que soy Gwydion, estás terriblemente equivocado.
—Sal de ahí —ordenó Taran, lanzando otra estocada.
—En verdad que no lo haré mientras vayas blandiendo ese enorme… ¡eh, ten cuidado!
¡Gran Belin, estaba más seguro en la mazmorra de Achren!
—Sal ahora o no podrás hacerlo luego —gritó Taran, redoblando su ataque y dando furiosas cuchilladas entre la maleza.
—¡Tregua! ¡Tregua! —gritó el extraño—. ¡No puedes hacer pedazos a un hombre desarmado!
Eilonwy, que había permanecido unos pasos por detrás de Taran, avanzó a la carrera y le cogió el brazo.
—¡Para! —gritó—. Ese no es modo de tratar a tu amigo, después de todas las molestias que me tomé para rescatarle.
Taran apartó de una sacudida a Eilonwy.
—¡Qué traición es ésta! —gritó—. ¡Dejaste a mi compañero para que muriese! Has estado a favor de Achren durante todo el tiempo. Tendría que haberlo supuesto. ¡No eres mejor que ella! —Con un grito de angustia, alzó la espada.
Eilonwy, sollozando, corrió hacia el bosque. Taran dejó caer la hoja y se quedó inmóvil, la cabeza inclinada.
El extraño asomó por detrás del árbol.
—¿Tregua? —inquirió de nuevo—. Créeme, si hubiese sabido que iba a causar todos estos problemas jamás habría escuchado a esa chica pelirroja.
Taran no alzó la cabeza.
El extraño avanzó cautelosamente unos cuantos pasos más.
—Mis más humildes disculpas por decepcionarte —dijo—. Me siento enormemente halagado de que me tomases por el príncipe Gwydion. Apenas si hay ningún parecido, excepto posiblemente un cierto aire de…
—No sé quién eres —dijo Taran con amargura—. Sé que un hombre valiente ha comprado tu vida con la suya.
—Soy Fflewddur Fflam, Hijo de Godo —dijo el extraño, haciendo una profunda reverencia—, un bardo del arpa a tu servicio.
—No necesito bardos —dijo Taran—. Un arpa no le devolverá la vida a mi compañero.
—¿El señor Gwydion ha muerto? —preguntó Fflewddur Fflam—. Dolorosas noticias. Es pariente mío y le debo vasallaje a la Casa de Don. Pero, ¿por qué me echas la culpa de su muerte? Si Gwydion ha comprado mi vida, dime al menos cómo y lloraré contigo.
—Sigue tu camino —dijo Taran—. No es culpa tuya. Le confié la vida de Gwydion a una mujer traidora y mentirosa. Debería pagar con la mía propia.
—Esas son palabras muy duras para aplicárselas a una doncella tan encantadora —dijo el bardo—. Especialmente, a una que no está aquí para defenderse.
—No quiero explicaciones por su parte —dijo él—. No hay nada que pueda decirme. Por lo que a mí respecta, puede perderse en el bosque.
—Si es tan traidora y mentirosa como dices —señaló Fflewddur—, entonces la estás dejando escapar con demasiada facilidad. Puede que no quieras sus explicaciones, pero estoy muy seguro de que Gwydion sí las querría. Permíteme que te sugiera que vayas y la encuentres antes de que se aleje demasiado.
Taran asintió.
—Sí —dijo con frialdad—. Gwydion querrá justicia.
Giró sobre sus talones y caminó hacia los árboles. Eilonwy no había recorrido una gran distancia; pudo ver el resplandor de la esfera unos cuantos pasos más adelante, allí donde se había sentado la muchacha, sobre una roca en mitad de un claro. Parecía diminuta y delgada; tenía la cabeza enterrada entre las manos y se le estremecían los hombros.
—¡Ahora me has hecho llorar! —le gritó violentamente al acercarse Taran—. Odio llorar; hace que sienta la nariz como un carámbano que se derrite. Has herido mis sentimientos, tonto Aprendiz de Porquerizo, y todo por algo que, para empezar, es sólo culpa tuya.
Taran se quedó tan atónito que empezó a tartamudear.
—Sí —gritó Eilonwy—, ¡todo es culpa tuya! No soltaste prenda sobre el hombre al que deseabas rescatar y no parabas de hablar sobre tu amigo que estaba en la otra celda. Pues muy bien, rescaté al de la otra celda, fuera quien fuese.
—No me dijiste que hubiese nadie más en la mazmorra.
—No lo había —insistió Eilonwy—. Fflewddur Fflam, o como se haga llamar, era el único.
—Entonces, ¿dónde está mi compañero? —preguntó Taran—. ¿Dónde está Gwydion?
—No lo sé —dijo Eilonwy—. No estaba en la mazmorra de Achren, eso es seguro. Es más, nunca lo estuvo.
Taran se dio cuenta de que la muchacha estaba diciendo la verdad. Le vino a la mente que Gwydion había estado muy poco tiempo con él; no había visto que los guardias le metiesen en la celda; Taran no había hecho más que suponerlo.
—¿Qué puede haber hecho con él?
—No tengo ni la menor idea —dijo Eilonwy, con un resoplido—. Puede que le llevase a sus aposentos, o que le encerrase en la torre…, hay una docena de sitios en los que habría podido esconderle. Todo lo que necesitabas decir era, «Ve y rescata a un hombre llamado Gwydion», y yo le habría encontrado. Pero no, tenías que hacerte el listo y guardártelo todo para ti…
El abatimiento invadió a Taran.
—Debo volver al castillo y encontrarle. ¿Me enseñarás dónde pudo tenerle prisionero Achren?
—No queda nada del castillo —dijo Eilonwy—. Además, no estoy segura de que quiera ayudarte de nuevo, después del modo en que te has portado; y llamándome todas esas cosas horribles, eso es como ponerle a alguien orugas en el pelo. —Sacudió la cabeza, alzando el mentón y se negó a mirarle.
—Te acusé falsamente —dijo Taran—. Mi vergüenza es tan profunda como mi pena. Eilonwy, sin bajar el mentón, le miró de soslayo.
—Pensaba que lo sería.
—Le buscaré yo solo —dijo Taran—. Tienes razón negándote a ayudarme. No es asunto tuyo. —Dio la vuelta y salió del claro.
—Bueno, no hace falta que me des la razón tan deprisa —gritó Eilonwy. Deslizándose por la roca, se apresuró a seguirle.
Fflewddur Fflam seguía esperando cuando volvieron. A la luz de la esfera de Eilonwy, Taran pudo ver mejor aquel inesperado nuevo encuentro. El bardo era alto y flaco, con una nariz larga y puntiaguda. Tenía una abundante cabellera de color amarillo brillante que parecía revolverse en todas las direcciones a la vez, como un sol algo maltrecho. Su jubón y sus calzones estaban remendados en los codos y las rodillas, cosidos con puntadas grandes y torpes… obra, pensó casi seguro Taran, del propio bardo. De sus hombros colgaba un arpa bellamente curvada pero, en lo demás, no se parecía en absoluto a los bardos que Taran había conocido en
El Libro de los Tres
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—Así pues, parece que he sido rescatado por error —dijo Fflewddur, después de que Taran hubiese explicado lo ocurrido—. Debí de suponer que se trataba de algo así. Arrastrándome por esos detestables túneles, no dejé de preguntarme quién podía estar interesado en si yo languidecía o no en una mazmorra.
—Voy a regresar al castillo —dijo Taran—. Puede haber esperanzas de que Gwydion siga vivo.
—¡Por descontado! —gritó el bardo, con los ojos encendiéndose—. ¡Un Fflam al rescate! ¡Atacad el castillo! ¡Tomadlo por asalto! ¡Abatid las puertas!
—No queda mucho que atacar —dijo Eilonwy.
—Bien —dijo Fflewddur, algo decepcionado—. Muy bien, haremos todo lo que podamos.
En la cima de la colina, los colosales bloques de piedra yacían como aplastados por el puño de un gigante. Sólo el cuadrado arco de la puerta, semejante a una flaca osamenta, permanecía en pie. Bajo la luz lunar las ruinas parecían ya viejas. Hilachas de niebla se cernían sobre la torre derruida. Achren se había enterado de su huida, supuso Taran, pues en el instante de la destrucción del castillo había hecho salir a una compañía de guardias. Sus cuerpos, inmóviles como piedras, yacían esparcidos entre los escombros.
Taran trepó sobre las ruinas con creciente desesperación. Los cimientos del castillo se habían derrumbado. Los muros habían caído hacia el interior. El bardo y Eilonwy ayudaron a Taran en su intento de mover una o dos de las piedras derruidas, pero el esfuerzo que ello requería iba más allá de sus fuerzas.
Por último, un exhausto Taran meneó la cabeza.
—No podemos hacer nada más —murmuró—. Esto quedará como el túmulo funerario de Gwydion.
Permaneció inmóvil un momento, contemplando en silencio la desolación y luego se volvió.
Fflewddur sugirió que cogiesen las armas de algunos guardias. Él se equipó con una daga, una espada y una lanza; además de la hoja que había cogido del túmulo, Eilonwy se puso al cinto una pequeña daga. Taran recogió todos los arcos y las aljabas de flechas que pudo llevar. El grupo se hallaba ahora armado de un modo ligero pero efectivo.
Con los corazones abatidos, la pequeña comitiva empezó a bajar la cuesta. Melyngar les siguió dócilmente, la cabeza inclinada, como si comprendiese que no volvería a ver a su amo.
—Debo abandonar este lugar maligno —exclamó Taran—. Siento impaciencia por irme de aquí. El Castillo Espiral sólo me ha traído dolor; no tengo deseos de verlo de nuevo.
—¿Qué nos ha traído a los demás? —preguntó Eilonwy—. Dicho así, parece que nosotros estábamos sentados pasándolo bien mientras que tú gemías y sufrías.
Taran se quedó callado.
—Lo… lo siento —dijo—. No quería decirlo de ese modo.
—Además —dijo Eilonwy—, te equivocas si piensas que voy a andar por los bosques de noche.
—Y a mí —adujo Fflewddur— no me importa decirte que estoy tan cansado que podría dormirme en el umbral de Achren.
—Todos necesitamos descanso —dijo Taran—. Pero no me fío de Achren, viva o muerta, y seguimos sin saber nada de los Nacidos del Caldero. Si escaparon, puede que en este mismo momento nos anden buscando. No importa lo cansados que estemos, sería una locura quedarnos tan cerca.
Eilonwy y Fflewddur accedieron a seguir un poco más. Al cabo de un rato hallaron un lugar bien protegido por los árboles y se dejaron caer cansadamente sobre la hierba. Taran desensilló a Melyngar, dando gracias de que la muchacha hubiese pensado en traer los arreos de Gwydion. Encontró una capa en la alforja y se la tendió a Eilonwy. El bardo se envolvió en sus remendadas ropas y, con sumo cuidado, colocó su arpa sobre una raíz retorcida.
Taran montó la primera guardia. El pensamiento de los lívidos guerreros seguía acosándole y veía sus rostros en cada sombra. A medida que transcurría la noche, el paso de algún animal del bosque o el incansable suspiro del viento entre las hojas le hacía sobresaltarse. Los matorrales crujieron. Esta vez no era el viento.
Oyó unos débiles arañazos y su mano voló hacia la espada.
Una figura surgió de un salto bajo la claridad lunar y avanzó hacia Taran.
—¿Morder y mascar? —gimoteó una voz.
—¿Quién es tu raro amigo? —preguntó el bardo, sentándose y contemplando con curiosidad al recién llegado.
—Para ser un Aprendiz de Porquerizo —señaló Eilonwy—, tienes amistades muy raras. ¿Dónde lo encontraste? ¿Y qué es? No he visto nada parecido en toda mi vida.
—No es amigo mío —exclamó Taran—. Es un pobre desgraciado que siempre anda espiando y que nos abandonó cuando fuimos atacados.
—¡No, no! —protestó Gurgí, gimoteando y haciendo oscilar su revuelta cabeza—. El pobre y humilde Gurgi es siempre fiel a los poderosos señores… ¡qué alegría servirles, a pesar de los miedos y las palizas!