Aterrizó pesadamente sobre unas piedras lisas, con las piernas retorcidas debajo del cuerpo. Taran se incorporó dolorido y sacudió la cabeza para despejarse. De pronto se dio cuenta de que estaba en pie. No podía ver a Eilonwy ni su luz. La llamó tan alto como se atrevió.
Unos instantes después oyó un ruido por encima de él y vio el tenue reflejo de la bola dorada.
—¿Dónde estás? —dijo la muchacha. Su voz parecía muy lejana—. Oh… ya veo. Parte del túnel ha cedido. Debes de haber resbalado en una hendidura.
—No es una hendidura —dijo Taran—. Me he caído hasta aquí y está muy hondo.
¿Puedes meter la luz aquí? Tengo que subir otra vez.
Hubo más ruidos.
—Sí —dijo Eilonwy—, te has metido en un lío. El suelo ha cedido en toda la zona y abajo hay una gran piedra por encima de tu cabeza, parecida a una repisa. ¿Cómo te las
arreglaste
para hacerlo?
—No lo sé —dijo Taran— pero está claro que no lo hice a propósito.
—Es extraño —dijo Eilonwy—. Esto no estaba cuando pasé por primera vez. Con tanto ir y venir algo debe de haber cedido; es difícil decirlo. Creo que estos túneles no son ni la mitad de sólidos de lo que parecen y, si a eso vamos, el castillo tampoco; Achren siempre se está quejando de cosas que gotean y puertas que no cierran bien…
—Deja de cotorrear —gritó Taran, aferrándose la cabeza—. No quiero oír hablar de goteras y puertas. Muéstrame la luz para que pueda trepar y salir de aquí.
—Ese es el problema —dijo la muchacha—. No estoy muy segura de que puedas. Verás, esa repisa de piedra sobresale mucho y baja de un modo muy pronunciado. ¿Puedes arreglártelas para alcanzarla?
Taran levantó los brazos y saltó todo lo alto que pudo. No pudo hallar ningún asidero. Por la descripción de Eilonwy y por la enorme sombra que tenía encima, empezó a temer que la muchacha tuviese razón. No podía llegar a la piedra y, aunque hubiese podido, su aguda inclinación hacia abajo le habría hecho imposible trepar por ella. Taran lanzó un gemido de desesperación.
—Sigue sin mí —dijo—. Avisa a mi compañero de que el castillo está alertado..
—¿Y qué pretendes hacer? No puedes quedarte sentado ahí como una mosca en una jarra. Eso no va a resolver nada.
—Para mí no supone ninguna diferencia —dijo Taran—. Puedes buscar una cuerda y volver cuando sea más seguro…
—¿Quién sabe cuándo será eso? Si Achren me ve, no hay modo de adivinar lo que puede suceder. ¿Y suponte que no puedo volver? Te convertirías en un esqueleto esperándome… no sé cuánto tarda la gente en convertirse en esqueleto, aunque imagino que hará falta cierto tiempo… y estarías peor que antes.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —gritó Taran.
El que Eilonwy hubiese hablado de esqueletos le había helado la sangre. Recordó entonces el sonido del cuerno de Gwyn el Cazador y ese recuerdo le llenó de pesar y miedo. Inclinó la cabeza y volvió el rostro hacia el áspero muro.
—Eso es muy noble por tu parte —dijo Eilonwy—, pero no creo que sea realmente necesario, al menos no todavía. Si los guerreros de Achren salen y empiezan a batir el bosque, no creo que tu amigo vaya a quedarse ahí esperando. Se irá para esconderse y buscarte luego, o eso me imagino. Eso sería lo más inteligente. Por supuesto, si él también es un Aprendiz de Porquerizo, es difícil suponer cuál será el funcionamiento de su mente.
—No es un Aprendiz de Porquerizo —dijo Taran—. Es… bueno, no es asunto tuyo saber quién es.
—Decir eso no es muy cortés por tu parte. Bueno, de todos modos… —la voz de Eilonwy dejó de lado el asunto—. Lo principal es sacarte de aquí.
—No podemos hacer nada —dijo Taran—. Estoy atrapado aquí y encerrado aún mejor de lo que había planeado Achren.
—No digas eso. Podría hacer pedazos mi túnica y atarlos formando una cuerda… aunque te digo de antemano que no me gustaría nada irme arrastrando por estos túneles sin ropa. Pero creo que no sería lo bastante larga ni fuerte. Supongo que podría cortarme el pelo, si tuviese unas tijeras, y añadirlo a… no, tampoco. ¿Quieres estarte quieto un rato y dejarme pensar? Espera, voy a tirarte mi juguete. ¡Toma, coge!
La esfera dorada surgió por encima de la cornisa. Taran la cogió al vuelo.
—Y ahora —dijo Eilonwy—, ¿qué hay ahí abajo? ¿No es más que alguna especie de pozo?
Taran alzó la bola por encima de su cabeza.
—¡Vaya, no es ningún agujero! —exclamó—. Es una especie de cámara. También hay un túnel. —Dio unos cuantos pasos—. No puedo ver dónde termina. Es grande…
Detrás de él resonaron unas piedras; un instante después Eilonwy se dejaba caer al suelo. Taran la miró sin creer en lo que veían sus ojos.
—¡Tonta! —gritó—. Tú, cabeza hueca… ¿Qué has hecho? ¡Ahora los dos estamos atrapados! ¡Y tú hablas de inteligencia! No tienes…
Eilonwy le sonrió y aguardó hasta que se le hubo acabado el aliento.
—Ahora —dijo—, si ya has acabado, déjame que te explique algo muy sencillo. Si hay un túnel, tiene que ir a alguna parte. Y vaya adonde vaya, hay una oportunidad muy considerable de que se trate de un sitio mejor del que ahora estamos.
—No quería insultarte —dijo Taran—, pero —añadió en un tono dolorido—, no hay razón para que te pongas en peligro.
—Ya empiezas de nuevo —dijo Eilonwy—. Prometí ayudarte a escapar y eso es lo que estoy haciendo. Entiendo de túneles y no me sorprendería que éste siguiese la misma dirección que el de arriba. No tiene ni la mitad de galerías saliendo de él que el otro. Y, además, es mucho más cómodo.
Eilonwy cogió la esfera resplandeciente de la mano de Taran y entró en el nuevo pasadizo. Aún lleno de dudas, Taran la siguió.
Como había dicho Eilonwy, el pasadizo era más cómodo, pues podían caminar el uno al lado del otro sin tener que agacharse y andar agazapados como conejos en una madriguera. A diferencia de las galerías superiores, los muros estaban formados por grandes piedras planas; el techo era de piedras aún más grandes, cuyo peso era soportado por bloques verticales colocados a intervalos a lo largo del corredor de forma cuadrada. El aire olía también ligeramente mejor; algo rancio, como si hubiese permanecido durante muchas eras sin haber sido removido, pero sin la asfixiante sensación de encierro de los túneles.
Nada de todo esto consolaba demasiado a Taran. La propia Eilonwy admitió que nunca había explorado el pasadizo; su alegre confianza no le convencía de que tuviese ni la más leve noción de adonde iba. Sin embargo, la muchacha andaba con paso rápido, sus sandalias resonando en el suelo y despertando ecos, la dorada luz del juguete arrojando sus rayos a través de las sombras que colgaban como telarañas.
Pasaron junto a unas cuantas galerías laterales que Eilonwy ignoró.
—Seguiremos hasta el final de ésta —anunció—. Ahí tiene que haber algo. Taran empezó a desear estar de regreso en la cámara.
—No deberíamos de haber llegado tan lejos —dijo, frunciendo el ceño—. Tendríamos que habernos quedado para buscar algún modo de trepar; ahora ni tan siquiera sabes cuándo se acabará este pasadizo. Podríamos andar días y días.
Algo más le inquietaba. Después de todo lo que habían avanzado, el pasadizo habría debido de empezar a subir.
—Se supone que el túnel debe llevarnos afuera —dijo Taran—. Pero no hemos dejado de bajar. No estamos saliendo; lo único que estamos haciendo es ir cada vez más y más abajo.
Eilonwy no prestó atención a sus observaciones.
Pero pronto se vio obligada a hacerlo. Unos pasos después el corredor se detuvo de pronto, sellado por un muro de rocas.
—Esto es lo que me temía —exclamó Taran desanimado—. Hemos llegado al final de tu túnel, del que tanto sabes, y esto es lo que nos encontramos. Ahora lo único que podemos hacer es retroceder; hemos perdido el tiempo y no estamos mejor que cuando empezamos.
Se dio la vuelta mientras que la muchacha se quedaba observando la barrera con curiosidad.
—No puedo entender la razón de que alguien se tome la molestia de excavar un túnel que no va a ningún sitio —dijo Eilonwy—. Quien lo cavó y puso las rocas tuvo que trabajar muchísimo. ¿Por qué supones…?
—¡No lo sé! Y desearía que dejases de hacerte preguntas sobre cosas que no tienen la menor importancia para nosotros. Yo regreso —dijo Taran—. No sé de qué modo voy a subir hasta esa cornisa, pero seguro que me resultará mucho más fácil que cavar a través de un muro.
—Bueno —dijo Eilonwy—, todo esto es muy extraño. Estoy segura de que no sabemos dónde estamos.
—Sabía que nos perderíamos. Te lo podría haber dicho.
—No dije que estuviese perdida —protestó la muchacha—. Sólo dije que no sabía dónde estaba. Hay una gran diferencia. Cuando estás perdida no sabes realmente dónde estás. Cuando lo único que pasa es que no sabes dónde estás en un momento dado es algo muy distinto. Sé que estoy debajo del Castillo Espiral, y eso está bastante bien para empezar.
—Eso es buscarle tres pies al gato —dijo Taran—. Estar perdido es estar perdido. Eres peor que Dallben.
—¿Quién es Dallben?
—Dallben es mi… ¡oh, no importa!
Con el rostro lúgubre, Taran empezó a volver por donde había venido. Eilonwy se apresuró a reunirse con él.
—Podríamos echar una mirada en uno de los pasadizos laterales —dijo.
Taran no tomó en consideración la sugerencia. Sin embargo, al aproximarse la siguiente bifurcación de la galena, frenó un poco el paso y lanzó un breve vistazo a la penumbra.
—Adelante —le animó Eilonwy—. Probemos éste. Parece tan bueno como cualquier otro.
—¡Calla! —Taran inclinó la cabeza y escuchó atentamente. Desde la lejanía llegaba un débil ruido, como un roce o un murmullo—. Hay algo…
—Bueno, pues veamos de qué se trata —dijo Eilonwy, clavando un dedo en la espalda de Taran—. ¿Crees que deberíamos seguir adelante?
Taran dio cautelosamente unos pasos. El techo del pasadizo era más bajo y éste parecía seguirse inclinando en la distancia. Con Eilonwy detrás de él siguió avanzando con precaución, poniendo los pies con cuidado, recordando la repentina y vertiginosa caída que le había llevado hasta allí. El murmullo se convirtió en un agudo y penetrante gemido atormentado. Era como si alguien hubiese tejido las voces como hebras, retorciéndolas hasta dejarlas tensas, a punto de romperse. Una corriente helada se movía en la atmósfera, transportando con ella huecos suspiros y un oleaje de murmullos ahogados. Había también otros sonidos; jadeos y alaridos, como puntas de espada arañando piedras. Taran sintió que le temblaban las manos; vaciló un instante y le hizo un gesto a Eilonwy para que permaneciese detrás de él.
—Dame la luz —musitó—, y espérame aquí.
—¿Crees que son fantasmas? —preguntó Eilonwy—. No tengo judías que escupirles y eso es lo único que realmente funciona con los fantasmas. Pero ya sabes que no creo en los fantasmas. Nunca he oído a uno, aunque supongo que podrían sonar así si lo deseasen, pero no veo la razón de que se tomasen esa molestia. No, creo que todos esos ruidos los hace el viento.
—¿Viento? ¿Cómo puede haber…? Espera —dijo Taran—. Puede que tengas razón en eso. Puede que haya una apertura.
Cerrando sus oídos a los terroríficos sonidos y prefiriendo pensar en ellos como corrientes de aire antes que como voces espectrales, Taran apretó el paso. Eilonwy, sin hacer caso de su orden de que esperase, avanzó con él.
Pronto llegaron al final del pasadizo. Una vez más las piedras les bloqueaban el paso pero esta vez había una angosta hendidura entre ellas. De ahí salía el sonido, más fuerte, y Taran sintió en el rostro una fría corriente de aire. Metió la luz en la hendidura, pero ni los rayos dorados eran capaces de penetrar aquella cortina de sombras. Taran se deslizó cautelosamente más allá de la barrera; Eilonwy le siguió. Penetraron en una recámara de techo bastante bajo y, al hacerlo, la luz parpadeó bajo el peso de la oscuridad. En los primeros instantes Taran sólo pudo distinguir formas confusas, aureoladas por un débil resplandor verdoso. Las voces gritaban llenas de una rabia temblorosa. Pese al viento helado, Taran tenía la frente perlada de sudor. Alzó la luz y dio otro paso hacia adelante. Las formas se hicieron más claras. Distinguió ahora el perfil de escudos colgados de los muros y montones de espadas y lanzas. Su pie chocó con algo. Se agachó a mirar y retrocedió de un salto, ahogando un grito. Era el cadáver reseco y arrugado de un hombre…, un guerrero con armadura completa. Otro yacía junto a él, y otro, todo un círculo de viejos muertos vigilando una gran losa de piedra sobre la que estaba tendida una figura envuelta en sombras.
Eilonwy prestó escasa atención a los guerreros, habiendo encontrado algo más interesante para ella.
—Estoy segura de que Achren no tiene ni idea de que todo esto se halla aquí — susurró, señalando hacia las pilas de túnicas adornadas con piel de nutria y las grandes vasijas de barro rebosantes de joyas.
Las armas relucían entre rimeros de yelmos; en cestas de paja trenzada había broches, collares y medallones.
—Se lo habría quedado todo hace mucho; le encantan las joyas, ya sabes, aunque no le quedan nada bien —añadió.
—Seguramente es el túmulo del rey que construyó este castillo —dijo Taran hablando en voz baja.
Avanzó hasta rebasar a los guerreros y se acercó a la figura que había sobre la losa. Estaba ataviada con ricas vestimentas; gemas pulimentadas destellaban en su ancho cinturón. Las manos, más parecidas a garras, aferraban aún la empuñadura enjoyada de una espada, como si estuviesen listas para desenvainarla. Taran se apartó lleno de miedo y horror. El cráneo parecía gesticular desafiante, retando a los extraños para que osasen robar los tesoros reales.
Al darse la vuelta Taran, una ráfaga de viento le dio en la cara.
—Creo que hay un pasadizo —dijo—, ahí, en la pared más alejada. Corrió en dirección a los gritos fantasmagóricos.
Un túnel se abría cerca del suelo; pudo oler aire fresco y sus pulmones se llenaron de él.
—Date prisa —apremió.
Taran cogió una espada de la huesuda mano de un guerrero y se metió en el túnel.
El túnel era el más angosto que habían hallado. Taran reptó sobre su estómago
luchando por abrirse paso a través de las piedras medio sueltas. Detrás de él podía oír a Eilonwy jadeando y esforzándose. Luego empezó a oírse un nuevo ruido, una pulsación lejana que parecía retumbar. La tierra se estremeció a medida que el estruendo aumentaba. De repente, el pasadizo pareció convulsionarse, las raíces ocultas de los árboles surgieron de golpe y el suelo se partió delante de Taran, alzándose y cayendo. Un instante después, se halló proyectado de golpe en el fondo de una ladera rocosa.