—Bebe —dijo de nuevo el extraño, mientras Taran, vacilante, aceptaba el frasco—. Pones una cara como si intentase envenenarte. —Sonrió—. No es así como Gwydion, hijo de Don, trata a los heridos…
—¡Gwydion! —Taran se atragantó con el líquido y se puso en pie, vacilante—. ¡Tú no eres Gwydion! —exclamó—. Le conozco. ¡Es un gran jefe de guerreros, un héroe! No es un…
Sus ojos se clavaron en la larga espada que el extraño llevaba al cinto. El pomo dorado era liso y redondeado, con sus colores deliberadamente apagados; hojas de fresno hechas de oro pálido se entrelazaban en la empuñadura, y un dibujo de hojas cubría la vaina. Era, ciertamente, el arma de un príncipe.
Taran puso una rodilla en tierra e inclinó la cabeza.
—Señor Gwydion —dijo—. No quería ser insolente.
Mientras Gwydion le ayudaba a levantarse, Taran seguía mirando, incrédulo, su sencilla vestimenta y el rostro cansado y surcado de arrugas. Por todo lo que Dallben le había contado de este héroe glorioso, por todo lo que él se había imaginado… Taran se mordió los labios.
Gwydion percibió la mirada de disgusto de Taran.
—No son las ropas las que hacen al príncipe —dijo amablemente—, ni, ciertamente, la espada al guerrero. Ven —ordenó—, dime tu nombre y lo que te ocurrió. Y no me pidas que crea que recibiste una herida de espada cogiendo moras o cazando liebres como un furtivo.
—¡Vi al Rey con Cuernos! —dijo atropelladamente Taran—. Sus hombres cabalgan por el bosque; uno de ellos intentó matarme. ¡Vi al Rey con Cuernos en persona! ¡Era horrible, peor de lo que me dijo Dallben!
Gwydion entrecerró un poco los ojos.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Quién eres tú para hablar de Dallben?
—Soy Taran, de Caer Dallben —respondió Taran, intentando parecer osado pero consiguiendo tan sólo ponerse más pálido que una seta.
—¿De Caer Dallben? —Gwydion hizo una pausa y miró de un modo extraño a Taran—.
¿Qué estás haciendo tan lejos de allí?. ¿Sabe Dallben que estás en el bosque? ¿Coll está contigo?
A Taran se le aflojó la mandíbula y pareció tan asombrado que Gwydion echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en una carcajada.
—No hace falta que te sorprendas tanto —dijo Gwydion—. Conozco bien a Coll y Dallben. Y son demasiado inteligentes para dejarte andar por aquí solo. Entonces, ¿te has escapado? Te lo advierto; Dallben no es de aquellos a los que se desobedece.
—Fue Hen Wen —protestó Taran—. Debí saber que no podría agarrarla. Ahora se ha escapado, y es culpa mía. Soy Aprendiz de Porquerizo…
—¿Escapado? —El rostro de Gwydion se endureció—. ¿Adonde? ¿Qué le ha sucedido?
—No lo sé —exclamó Taran—. Está en algún lugar del bosque.
Mientras le iba contando lo que había sucedido por la mañana, Gwydion le escuchaba atentamente.
—No había previsto esto —murmuró Gwydion cuando Taran hubo terminado—. Si no se la encuentra pronto, mi misión ha fracasado. —Se volvió bruscamente hacia Taran—. Sí —dijo—, también yo busco a Hen Wen.
—¿Vos? —exclamó Taran—. ¿Habéis venido tan lejos…?
—Necesito una información que sólo ella posee —dijo con premura Gwydion—. He viajado durante un mes desde Caer Dathyl para obtenerla. Me han seguido, espiado y acosado. Y ahora —añadió, con una risa amarga—, se ha escapado. Muy bien. La encontraré. Debo descubrir todo lo que sabe sobre el Rey con Cuernos. —Gwydion vaciló—. Temo que, en estos mismos instantes, él la esté buscando.
»Eso debe de ser. Hen Wen notó que estaba cerca de Caer Dallben y huyó, aterrada…
—Entonces, debemos detenerle —declaró Taran—. ¡Atacarle, abatirle! ¡Dadme una espada y estaré a vuestro lado!
—Calma, calma —le aplacó Gwydion—. No digo que mi vida valga más que la de otro hombre, pero la tengo en gran aprecio. ¿Crees que un guerrero solitario y un Aprendiz de Porquerizo pueden atreverse a atacar al Rey con Cuernos y su partida de guerreros?
Taran se irguió todo lo que pudo.
—No le tengo miedo.
—¿No? —dijo Gwydion—. Entonces eres un tonto. Es el hombre al que más hay que temer de toda Prydain. ¿Quieres oír algo de lo que me enteré durante mi viaje, algo de lo que es posible que ni tan siquiera Dallben se haya dado cuenta?
Gwydion se arrodilló sobre el césped.
—¿Conoces el arte de tejer? Hebra a hebra, se va formando el dibujo —a medida que hablaba, iba arrancando las largas hojas de hierba, anudándolas entre sí para formar una malla.
—Está muy bien hecho —dijo Taran, observando el rápido movimiento de los dedos de
Gwydion—. ¿Puedo verlo?
—Hay telas más serias —dijo Gwydion, deslizando la malla en el interior de su jubón—. Has visto una hebra de un dibujo tejido en Annuvin.
»Arawn no abandona durante mucho tiempo Annuvin —prosiguió Gwydion—, pero su mano llega a todos los lugares. Hay jefes cuya ansia de poder les incita tanto como la punta de una espada. A algunos de ellos Arawn les promete riqueza y poder, jugando con su codicia igual que un bardo con su arpa. La corrupción de Arawn quema en su corazón hasta el último sentimiento humano y se convierten en sus vasallos, sirviéndole más allá de las fronteras de Annuvin, atados a él para siempre.
—¿Y el Rey con Cuernos…? Gwydion asintió.
—Sí. Estoy enterado, sin duda alguna, de que le ha jurado vasallaje a Arawn. Es el reconocido campeón de Arawn. Una vez más, el poder de Annuvin amenaza Prydain.
Taran no pudo hacer más que permanecer mudo, mirándole. Gwydion se volvió hacia él.
—Cuando la hora haya madurado, el Rey con Cuernos y yo nos encontraremos. Y uno de nosotros morirá. Tal es mi juramento. Pero sus propósitos son oscuros e ignotos, y debo enterarme de ellos por Hen Wen.
—No puede estar lejos —exclamó Taran—. Os enseñaré dónde desapareció. Creo que puedo encontrar el lugar. Fue justo antes de que el Rey con Cuernos…
Gwydion le sonrió con dureza.
—¿Tienes acaso los ojos de un búho, para hallar un rastro al anochecer? Dormiremos aquí y partiremos con las primeras luces. Con buena suerte, puede que la traiga de vuelta antes…
—¿Y qué hay de mí? —le interrumpió Taran—. Hen Wen está a mi cuidado. La dejé escapar y soy yo quien debe encontrarla.
—Es más importante la tarea que no quien la lleve a cabo —dijo Gwydion—. No dejaré que me estorbe un Aprendiz de Porquerizo que parece ansioso por meterse en problemas. —Se detuvo de pronto y miró a Taran con ironía—. Pensándolo mejor, parece que sí lo haré. Si el Rey con Cuernos cabalga hacia Caer Dallben, no puedo mandarte de regreso solo y no me atrevo a ir contigo y perder todo un día de rastreo. No puedes quedarte en el bosque solo. A menos que encuentre algún modo.
—Juro que no estorbaré —gritó Taran—. Dejad que os acompañe. ¡Ya verán Dallben y Coll de lo que soy capaz cuando me lo propongo!
—¿Tengo alguna otra elección? —preguntó Gwydion—. Parece, Taran de Caer
Dallben, que seguimos el mismo camino. Al menos, por el momento.
El caballo blanco se acercó al trote y frotó con su hocico la mano de Gwydion.
—Melyngar me recuerda que es hora de comer —dijo Gwydion, al tiempo que sacaba provisiones de las alforjas—. No hagas fuego esta noche —le advirtió—. Los exploradores del Rey con Cuernos pueden andar cerca.
Taran engulló apresuradamente su comida. El nerviosismo le había quitado el apetito y aguardaba impaciente el amanecer. Sentía una rigidez en su herida que no le permitía descansar cómodamente entre las raíces y los guijarros. Hasta ahora, nunca se le había ocurrido que un héroe tuviese que dormir en el suelo.
Gwydion, vigilante, tomó asiento con las rodillas dobladas, la espalda apoyada contra un olmo gigantesco. En la creciente penumbra, a duras penas Taran podía distinguir el hombre del árbol; y habría podido llegar a un paso de distancia antes de darse cuenta de que era algo más que una sombra. Gwydion se había fundido con el bosque; sólo los destellos verdes de sus ojos brillaban bajo los reflejos de la luna recién salida.
Gwydion permaneció largo tiempo silencioso y pensativo.
—Así que eres Taran de Caer Dallben —dijo, por último. Su voz, saliendo de entre las sombras, era tranquila pero vehemente—. ¿Cuánto tiempo llevas con Dallben? ¿Quiénes son tus parientes?
Taran, acurrucado contra la raíz de un árbol, se envolvió más estrechamente los hombros con la capa.
—Siempre he vivido en Caer Dallben —dijo—. Creo que no tengo parientes. No sé quienes fueron mis padres. Dallben nunca me lo ha contado. Supongo —añadió, apartando el rostro— que ni tan siquiera sé
quién
soy.
—En cierto modo —respondió Gwydion—, eso es algo que todos debemos descubrir por nosotros mismos. Nuestro encuentro fue afortunado —prosiguió—. Gracias a ti, ahora sé un poco más de lo que sabía antes, y me has ahorrado un viaje inútil a Caer Dallben. Eso me hace preguntarme —continuó Gwydion, con una risa no carente de amabilidad—, ¿no habrá acaso un destino aguardándome en el que un Aprendiz de Porquerizo deba ayudarme en mi búsqueda? —Vaciló—. O —dijo, en tono meditabundo—, ¿acaso es al revés?
—¿A qué os referís? —preguntó Taran.
—No estoy seguro —dijo Gwydion—. No importa. Ahora duerme, que mañana nos levantaremos temprano.
Cuando Taran despertó, Gwydion ya había ensillado a Melyngar. La capa con la que Taran había dormido estaba empapada por el rocío. Le Dolian todas las articulaciones a causa de la noche pasada sobre el duro suelo. Con Gwydion dándole prisa, Taran avanzó tambaleante hacia el caballo, un confuso manchón blanco recortado contra el amanecer rosado y gris. Gwydion ayudó a Taran a subir a la silla, instalándole detrás de él, pronunció en voz baja una orden y el blanco corcel avanzó rápidamente hacia la niebla que empezaba a despejarse.
Gwydion buscaba el lugar donde Taran había visto a Hen Wen por última vez. Pero bastante antes de que hubiesen llegado a él, tiró de las riendas de Melyngar y desmontó. Mientras Taran le observaba, Gwydion se arrodilló y examinó el césped.
—La suerte está con nosotros —dijo—. Creo que hemos encontrado su rastro. — Gwydion señaló un borroso círculo de hierba aplastada—. Durmió aquí, y no hace mucho tiempo.
Avanzó unos cuantos pasos, examinando cada brote partido y cada hoja de hierba. Pese a la decepción de Taran al hallar al señor Gwydion vestido con un tosco jubón y con las botas manchadas de barro, siguió los actos de aquel hombre con creciente admiración. Taran vio que nada escapaba a los ojos de Gwydion. Como un delgado lobo gris, se movía en silencio y con gran soltura. Un poco más adelante, Gwydion se detuvo, alzó su hirsuta cabeza y, entrecerrando los ojos, dirigió la mirada hacia un risco distante.
—El rastro no está claro —dijo, frunciendo el ceño—. No puedo sino suponer que habrá bajado por la ladera.
—Con todo el bosque para recorrer —inquinó Taran—, ¿cómo podemos empezar a buscar? Puede haber ido a cualquier lugar de Prydain.
—Tal vez no —respondió Gwydion—. Puede que no sepa adonde ha ido, pero puedo estar seguro de adonde
no
ha ido. —Sacó de su cinto un cuchillo de caza—. Ven, te lo enseñaré.
Gwydion se arrodilló y, rápidamente, trazó líneas en el suelo.
—Estas son las Montañas del Águila —dijo, con una nota nostálgica en su voz—, mi tierra, al norte. Aquí fluye el Gran Avren. Mira como tuerce hacia el oeste antes de llegar al mar. Puede que debamos cruzarlo antes de que acabe nuestra búsqueda. Y este es el río Ystrad. Su valle conduce, hacia el norte, a Caer Dathyl.
»Pero mira aquí —prosiguió Gwydion, señalando hacia la izquierda de la línea que había trazado para representar el río Ystrad—, aquí está el Monte del Dragón y el dominio de Arawn. Hen Wen evitaría este camino por encima de todo. Estuvo demasiado tiempo cautiva en Annuvin; nunca se aventuraría en sus proximidades.
—¿Hen estuvo en Annuvin? —preguntó Taran sorprendido—. Pero ¿cómo…?
—Hace mucho —dijo Gwydion—, Hen Wen vivió entre la raza de los hombres. Pertenecía a un granjero que no tenía idea alguna de sus poderes. Y, por lo tanto, es posible que sus días transcurriesen como los de una cerda corriente. Pero Arawn sabía que estaba muy lejos de ser una cerda vulgar y que era de tal valor que él mismo cabalgó desde Annuvin y se apoderó de ella. Las cosas terribles que sucedieron cuando estuvo prisionera de Arawn… es mejor no hablar de ellas.
—Pobre Hen —dijo Taran—, debió de ser terrible para ella. Pero ¿cómo escapó?
—No escapó —dijo Gwydion—. Fue rescatada. Un guerrero solitario se adentró en las profundidades de Annuvin y la trajo de vuelta, sana y salva.
—¡Qué heroica hazaña! —exclamó Taran—. Ojalá yo…
—Los bardos del norte aún le cantan —dijo Gwydion—. Su nombre nunca será olvidado.
—¿Quién era? —preguntó Taran. Gwydion le miró fijamente.
—¿No lo sabes? —preguntó—. Dallben ha descuidado tu educación. Era Coll —dijo—. Coll, hijo de Collfrewr.
—¡Coll! —gritó Taran—. Acaso no es el mismo…
—El mismo —dijo Gwydion.
—Pero… pero… —tartamudeó Taran—. ¿Coll? ¿Un héroe? Pero… ¡está tan calvo! Gwydion rió y meneó la cabeza.
—Aprendiz de Porquerizo —dijo—, tienes ideas muy extrañas sobre los héroes. Nunca he sabido que se juzgase el valor de un hombre por la longitud de su cabellera. O, en lo que a eso respecta, por si tiene cabello o no.
Alicaído, Taran clavó la vista en el mapa que había dibujado Gwydion y no dijo nada más.
—Aquí —prosiguió Gwydion—, no muy lejos de Annuvin, se halla el Castillo Espiral. Igualmente, Hen Wen lo evitará a toda costa. Es la morada de la reina Achren. Es tan peligrosa como el propio Arawn; y tan malvada como hermosa. Pero hay secretos concernientes a Achren que es mejor guardar en silencio.
«Estoy seguro —continuó Gwydion—, Hen Wen no irá hacia Annuvin o hacia el Castillo Espiral. Por lo poco que he podido ver, ha corrido en línea recta. Ahora, deprisa, intentaremos encontrar su rastro.
Gwydion dirigió a Melyngar hacia el risco. Cuando llegaron al fondo de la ladera, Taran oyó las aguas del Gran Avren precipitándose como el viento en una tormenta de verano.
—Debemos ir de nuevo a pie —dijo Gwydion—. Puede que por alguna parte aparezcan sus huellas, así que será mejor que nos movamos despacio y con cuidado. Sígueme de cerca —ordenó—. Si empiezas a lanzarte hacia adelante, y parece que tienes tendencia a eso, pisotearás todas las señales que pueda haber dejado.