Desde allí, ayudaron a recobrar al menos una parte de lo que Arawn había robado, y permanecieron como guardianes contra la amenaza que nos acecha desde Annuvin.
—Odio pensar lo que habría sucedido si los Hijos de Don no hubiesen llegado —dijo
Taran—. Fue el buen destino quien los trajo.
—No siempre estoy seguro de ello —dijo Dallben, con una son risa algo torcida—. Los hombres de Prydain se acostumbraron a confiar en la fortaleza de la Casa de Don igual que un niño se aferra a su madre. Incluso hoy lo siguen haciendo. Math, el Gran Rey, desciende de la Casa de Don, al igual que el príncipe Gwydion. Pero, de momento, eso es todo. Hasta ahora, Prydain ha seguido en paz, todo lo que los hombres son capaces de estarlo.
»Lo que no sabes es esto: ha llegado a mis oídos que ha surgido un nuevo y poderoso señor de la guerra, tan poderoso como Gwydion; algunos dicen incluso que más. Pero es un hombre malvado para el que la muerte es un negro regocijo. Se divierte con la muerte como tú lo harías con un perro.
—¿Quién es? —preguntó Taran. Dallben meneó la cabeza.
—No hay ningún hombre que conozca su nombre, ni que haya visto su cara. Lleva una máscara con astas, y por tal razón le llaman el Rey con Cuernos. No conozco sus propósitos. Sospecho que en todo esto está la mano de Arawn, pero no puedo decir de qué manera. Te lo digo ahora para tu propia protección —añadió Dallben—. Por lo que he visto esta mañana, tienes la cabeza llena de tonterías sobre hazañas de guerra. Sean cuales sean tus ideas, te aconsejo que las olvides. Se acercan peligros desconocidos. Apenas si has llegado al umbral de la edad viril y tengo cierta responsabilidad en cuidar de que llegues a ella, preferiblemente con tu piel intacta. Por lo tanto, no debes abandonar Caer Dallben bajo ninguna circunstancia, ni siquiera para ir hasta la huerta, y menos aún hasta el bosque… Al menos por el momento.
—¡Por el momento! —estalló Taran—. ¡Creo que ese por el momento será eterno, y toda mi vida consistirá en hortalizas y herraduras!
No chilles —dijo Dallben—, hay cosas peores. ¿Te estás preparando para ser un héroe glorioso? ¿Crees que todo consiste en espadas relampagueantes y galopar a lomos de caballo? En cuanto a lo de glorioso…
¿Qué hay del príncipe Gwydion? —gritó Taran—. ¡Sí! ¡Ojalá fuese como él!
—Me temo —dijo Dallben—, que eso está totalmente descartado.
—Pero, ¿por qué? —Taran se puso en pie de un salto—. Sé que si tuviese la oportunidad…
—¿Por qué? —le interrumpió Dallben—. En ciertos casos —dijo—, aprendemos más buscando la respuesta a una pregunta y no hallándola que conociendo esa respuesta. Este es uno de esos casos. Podría decirte el porqué, pero en estos momentos no haría sino confundirte más aún. Si creces con alguna dosis de sentido común, de lo cual a veces me haces dudar, muy probablemente llegarás a tus propias conclusiones al respecto. Probablemente serán erróneas. Sin embargo, dado que serán tuyas, te sentirás un poco más satisfecho de ellas.
Taran, meditabundo y silencioso, se encogió de nuevo en el banco. Dallben había empezado nuevamente a meditar. Poco a poco, fue apoyando la barbilla en el pecho; su barba flotaba alrededor de las orejas como un banco de niebla y no tardó en roncar pacíficamente.
El aroma primaveral de las flores de manzano entraba por la ventana abierta. Más allá de la habitación de Dallben, Taran divisaba las estribaciones verde claro del bosque. Los campos, listos para cultivar, no tardarían en volverse dorados con el verano.
El libro de los Tres
descansaba, cerrado, sobre la mesa. A Taran jamás se le había permitido leerlo; ahora estaba seguro de que contenía más cosas de las que Dallben tenía a bien contarle. Taran se puso en pie y avanzó por la habitación inundada de sol, con Dallben aún meditando, sin dar señales de que fuese a dejar de hacerlo, atravesando los temblorosos haces de luz. Del bosque llegaba el monótono chirriar de un escarabajo.
Sus manos se tendieron hacia las tapas del libro. Taran lanzó un jadeo dolorido y las apartó de golpe. Le escocían como si en cada uno de los dedos le hubiese picado una avispa. Retrocedió de un salto, tropezó con el banco y cayó al suelo, donde permaneció, con aire miserable, con los dedos metidos en la boca.
Los ojos de Dallben se abrieron de golpe. Miró a Taran y bostezó con lentitud.
—Más valdría que vieses a Coll y que te diese algo para esas manos —le aconsejó—. De lo contrario, no me sorprendería que te saliesen ampollas.
Con los dedos doloridos, Taran, avergonzado, salió a toda prisa de la cabaña para encontrar a Coll junto a la huerta.
—Has andado trasteando con
El libro de los Tres
—dijo Coll—.
No es difícil adivinarlo. Ahora ya sabes un poco más al respecto. Bueno, ese es uno de los tres cimientos del aprender: ver mucho, estudiar mucho, sufrir mucho.
Llevó a Taran hasta el establo donde se guardaban las medicinas para el ganado y vertió un brebaje sobre sus dedos.
—¿De qué sirve estudiar cuando no voy a ver nada? —replicó Taran—. Creo que se me ha impuesto el destino de no conocer nada interesante, no ir a ningún lugar interesante y no hacer nada que sea interesante. Ciertamente, no voy a ser
nada
. ¡Ni siquiera en Caer Dallben soy algo!
—Muy bien —dijo Coll—, si eso es todo lo que te inquieta, haré algo de ti. Desde este momento, eres Taran, Aprendiz de Porquerizo. Me ayudarás a cuidar a Hen Wen: vigilarás que tenga comida, le llevarás agua y me ayudarás a limpiarlo concienzudamente cada día.
—Eso es lo que hago ahora —dijo Taran con amargura.
—Tanto mejor —dijo Coll—, pues eso facilita mucho las cosas. Si quieres ser algo y llevar un nombre, no se me ocurre nada más a mano. Y no todos los muchachos pueden ser aprendices de porquerizo, y menos de una cerda oráculo. En realidad, es la única de toda Prydain, y la más valiosa.
—Valiosa para Dallben —dijo Taran—. A
mí
nunca me cuenta nada.
—¿Pensabas que lo haría? —replicó Coll—. Con Hen Wen debes saber cómo hacer la pregunta… eh, ¿qué fue eso?
Coll se protegió los ojos con la mano. Una nube negra y zumbante se alzó del huerto, moviéndose con tal rapidez y pasando tan cerca de la cabeza de Coll que éste tuvo que esquivarla de un salto.
—¡Las abejas! —gritó Taran—. ¡Van a enjambrar!
—No es época —exclamó Coll—. Algo anda mal.
La nube se iba elevando hacia el sol. Un instante después Taran oyó estruendosos cacareos y chillidos procedentes del corral de las gallinas. Se volvió para ver cómo las cinco gallinas y el gallo batían las alas. Antes de que se le ocurriese que estaban intentando volar, se alzaron por los aires.
Taran y Coll corrieron hacia el corral, demasiado tarde para atrapar a las aves. Con el gallo dirigiéndolas, las gallinas aletearon torpemente por los aires y desaparecieron detrás de una colina.
En el establo, la pareja de bueyes empezó a mugir, los ojos desorbitados por el terror. Dallben asomó la cabeza por la ventana. Parecía irritado.
—Cualquier tipo de meditación se ha vuelto absolutamente imposible —dijo, lanzando una mirada llena de severidad a Taran—. Te advertí una vez…
—Algo asustó a los animales —protestó Taran—. Primero salieron volando las abejas, y luego las gallinas…
El rostro de Dallben se puso serio.
—No se me había dado a conocer nada de esto —le dijo a Coll—. Tenemos que preguntarle inmediatamente a Hen Wen; necesitaremos las varillas de las letras. Rápido, ayúdame a buscarlas.
Coll se dirigió con premura hacia la puerta de la cabaña.
—Vigila bien a Hen Wen —le ordenó a Taran—. No la pierdas de vista.
Coll desapareció en el interior de la cabaña en busca de las varillas de letras de Hen Wen, los largos palos de madera de fresno en los que había tallados hechizos. Taran estaba a la vez asustado y excitado. Sabía que Dallben iba a consultar a Hen Wen sólo en asuntos de la mayor urgencia. Que Taran recordase, esto no había ocurrido nunca con anterioridad. A toda prisa, se dirigió al aprisco.
Hen Wen solía dormir hasta el mediodía. Entonces, con un delicado trote, a pesar de su talla, se instalaba en un rincón sombreado de su aprisco y se aposentaba cómodamente para el resto del día. La cerdita blanca gruñía y murmuraba continuamente sin dirigirse a nadie en particular y, cada vez que veía a Taran, alzaba su ancho y mofletudo rostro para que éste le rascase debajo de la barbilla. Pero esta vez no le prestó ninguna atención. Resoplando y emitiendo ruidos sibilantes, Hen Wen estaba cavando furiosamente en el rincón más alejado del aprisco, avanzando tan rápidamente que no tardaría en salir de él.
Taran le lanzó un grito, pero los pedazos de tierra y barro siguieron volando a ritmo acelerado. De un salto, Taran salvó la empalizada. La cerdita oráculo se detuvo y volvió la cabeza para mirarle. En tanto que Taran se acercaba al agujero, de un tamaño ya considerable, Hen Wen se dirigió a toda prisa al lado opuesto del aprisco y dio comienzo a una nueva excavación.
Taran era fuerte y tenía las piernas largas, mas, para su desánimo, vio que Hen Wen se movía más aprisa que él. Apenas la había hecho apartarse del segundo agujero, cuando ella, girando sobre sus cortas patas, se dirigía ya hacia el primero. Para aquel entonces, los dos ya eran lo bastante anchos como para que le cupiesen la cabeza y los hombros.
Frenéticamente, Taran empezó a meter tierra en el agujero. Hen Wen cavaba más deprisa que un tejón, sus patas traseras plantadas con firmeza, las delanteras abriéndose paso en el suelo. Taran empezó a desesperar de que pudiese detenerla. Se encaramó de nuevo sobre la valla y saltó al lugar en donde estaba a punto de emerger Hen Wen, planeando agarrarla y aguantar hasta que llegasen Dallben y Coll. Había subestimado la velocidad y la fuerza de Hen Wen.
La cerda surgió bajo la empalizada en una explosión de tierra y guijarros, lanzando a Taran por los aires. Aterrizó sin aliento, medio atontado. Hen Wen cruzó el campo a la carrera, adentrándose en el bosque.
Taran la siguió. El bosque se alzaba ante él, oscuro y amenazador. Tomó aliento y se lanzó tras ella.
Hen Wen se había esfumado. Por delante de él Taran oyó un ruido entre las hojas. Estaba seguro de que la cerda se había ocultado entre los arbustos. Siguiendo el sonido, echó a correr hacia adelante. Un poco después el terreno se hizo abruptamente más empinado, obligándole a trepar, ayudándose con manos y pies, por una ladera boscosa. En la cima del bosque se abría formando una pradera. Taran divisó fugazmente a Hen Wen internándose en la hierba ondulante. Cruzada la pradera, desapareció más allá de un macizo de árboles.
Taran corrió tras ella. Se encontraba ya más lejos de lo que nunca se había atrevido a ir, pero siguió luchando por abrirse paso a través de los espesos matorrales. Pronto tuvo ante él un sendero bastante ancho que le permitió acelerar el paso. O Hen Wen había dejado de correr o la había perdido por completo. No podía oír nada excepto sus propias pisadas.
Durante un rato más siguió el sendero, pretendiendo usarlo como indicador en el camino de regreso, a pesar de que se curvaba y bifurcaba con tal frecuencia que no tenía la menor certeza de en qué dirección quedaba Caer Dallben.
En la pradera Taran había sudado, el rostro enrojecido. Ahora, bajo el silencio de los robles y los olmos, sentía escalofríos. El bosque no era muy frondoso en esta parte, pero las sombras parecían ahogar los grandes troncos de árbol y los rayos del sol apenas si lograban penetrar entre ellos. Un olor a humedad y vegetación llenaba el aire. No se oía ningún pájaro; ni el parloteo de una sola ardilla. Parecía que el bosque contenía el aliento.
Y, con todo, bajo el silencio había un inquieto murmullo y un temblor entre las hojas. Las ramas se retorcían y rechinaban entre sí como dientes rotos. El sendero oscilaba bajo los pies de Taran y sintió un frío espantoso. Cruzó los brazos, rodeándose el cuerpo y se movió más deprisa para intentar librarse del frío. Se dio cuenta de que estaba corriendo a ciegas; no podía concentrarse en las bifurcaciones y giros del camino.
Se detuvo de pronto. Ante él se oía el retumbar de los cascos de unos caballos. A medida que aumentaba el sonido, el bosque se estremeció. Un instante después un caballo negro apareció ante sus ojos.
Taran retrocedió, aterrorizado. Una figura monstruosa cabalgaba sobre el animal cubierto de espuma. Una capa escarlata parecía arder sobre sus hombros desnudos. Sus brazos gigantescos estaban manchados de rojo. Lleno de pavor, Taran no vio la cabeza de un hombre, sino la de un ciervo con sus astas.
¡El Rey con Cuernos! Taran se apretó contra un roble para huir de los cascos veloces y los pesados flancos relucientes de sudor. Caballo y jinete pasaron junto a él a la carrera. La máscara era un cráneo humano; surgiendo de él, las grandes astas alzaban sus crueles curvas. Los ojos del Rey con Cuernos ardían tras las cuencas vacías de los blancos huesos.
Le seguían al galope muchos jinetes. El Rey con Cuernos lanzó el prolongado grito de una bestia salvaje y sus jinetes lo corearon al pasar. Uno de ellos, un feo guerrero con una sonrisa feroz, se fijó en Taran. Hizo girar su montura y desenvainó la espada. Taran se apartó de un salto del árbol y se metió entre los arbustos. La hoja le siguió, siseando como una víbora. Taran notó su aguijonazo en la espalda.
Corrió ciegamente, con los árboles azotándole el rostro y las rocas ocultas surgiendo del suelo para hacerle tropezar y clavarse en sus rodillas. Cuando el bosque se hizo menos espeso Taran avanzó tambaleándose por un arroyo seco hasta que, exhausto, tropezó y extendió las manos hacia el suelo que giraba en círculos.
El sol se había hundido ya hacia el oeste cuando Taran abrió los ojos. Estaba tendido sobre una extensión de césped con una capa cubriéndole. Le dolía mucho la espalda. Un hombre se arrodilló a su lado. Cerca de ellos, un caballo blanco mordisqueaba la hierba. Aún aturdido, temiendo que los jinetes le hubiesen capturado, Taran se incorporó. El hombre le alargó un frasco.
—Bebe —dijo—. Tu fuerza volverá en un instante.
El extraño tenía la cabellera hirsuta y grisácea de un lobo. En sus ojos hundidos había destellos verdosos. El sol y el viento habían curtido su ancho rostro, quemándolo hasta oscurecerlo y surcarlo de finas líneas. Su capa era de tela basta y manchada por los viajes. Un ancho cinturón con una hebilla intrincadamente trabajada le rodeaba la cintura.