—¡Pero Gurgi encontrará mascar! Muy deprisa… oh, sí, es tan listo para conseguirlo, para consolar los estómagos de los grandes y nobles señores. Pero ellos olvidarán al pobre Gurgi y ni tan siquiera le darán las mondas para su comida.
Tras una apresurada discusión con Fflewddur, que parecía tan famélico como Gurgi, Taran estuvo de acuerdo en que podrían emplear cierto tiempo buscando moras y raíces comestibles.
—Buena idea —dijo el bardo—. Más vale que comamos ahora lo que podamos, mientras que los Nacidos del Caldero nos den una pequeña oportunidad como ésta. Te ayudaré. Lo conozco todo acerca de la busca de alimentos en los bosques, es algo que practico constantemente… —El arpa se tensó y una cuerda dio señales de estar a punto de ceder—. No —añadió con rapidez—, más vale que me quede con Eilonwy. La verdad es que no sé distinguir entre un hongo comestible y uno venenoso. Ojalá supiera; la vida de un bardo vagabundo sería entonces mucho más sustanciosa.
Portando las capas para llevar en ellas lo que pudiesen hallar, Taran y Gurgi emprendieron el camino. Taran se detuvo en un arroyuelo para llenar el odre de cuero de Gwydion. Gurgi, husmeando hambriento, corrió hacia adelante y desapareció entre un macizo de serbales. Taran descubrió setas junto a la orilla del arroyo y se apresuró a recogerlas. Agachado sobre los objetos de su búsqueda prestó escasa atención a Gurgi hasta que de pronto oyó chillidos angustiados que surgían de entre los árboles. Aferrando sus preciosas setas, Taran caminó presuroso para ver lo que había sucedido y se encontró con Gurgi tendido en mitad de los árboles, retorciéndose y gimoteando, con un panal al lado.
Al principio Taran creyó que a Gurgi le habían picado las abejas. Luego vio que el ser se hallaba en un apuro mucho mayor. Mientras Gurgi trepaba en busca de la miel, una rama muerta se había partido bajo su peso. Su pierna retorcida estaba clavada al suelo por la pesada madera que le había caído encima. Taran apartó a un lado la rama.
El jadeante Gurgi meneó la cabeza.
—La pierna del pobre Gurgi está rota —gimió—. ¡Se acabaron para él los paseos y correteos!
Taran se agachó y examinó la herida. La pierna no estaba rota, aunque la torcedura había sido considerable y estaba hinchándose con rapidez.
—Ahora la cabeza del pobre Gurgi tendrá que ser cortada —gimoteaba el ser—. Hazlo, gran señor, hazlo deprisa. Gurgi cerrará bien fuerte los ojos para no ver los dolorosos tajos.
Taran miró detenidamente a Gurgi. El ser hablaba con la mayor seriedad. En sus ojos había una súplica dirigida a Taran.
—Ahora, antes de que lleguen los guerreros silenciosos. Gurgi está mejor muerto bajo tu espada que en sus manos. ¡Gurgi no puede andar! Todos serán muertos con terribles tajos y mordiscos. Es mejor…
—No —dijo Taran—. No te abandonaremos en el bosque, y no te cortarán la cabeza… ni yo ni nadie.
Por un momento casi se arrepintió de sus palabras. Sabía que aquel pobre ser tenía razón. La herida haría más lenta la marcha. Y Gurgi, como todos ellos, estaría mejor muerto que en poder de Arawn. Y, con todo, Taran no podía decidirse a blandir su espada sobre él.
—Tú y Eilonwy podéis montar en Melyngar —dijo Taran, ayudando a incorporarse a Gurgi y pasando uno de los velludos brazos del ser por encima de su hombro—. Ahora, vamos. Cada vez un paso…
Taran estaba exhausto cuando llegaron allí donde estaban Eilonwy y el bardo. La muchacha se había recuperado notablemente y parloteaba aún más deprisa que antes. Taran dividió el panal mientras que Gurgi yacía calladamente sobre la hierba. Las porciones eran lamentablemente pequeñas.
Fflewddur llamó a Taran para hablarle a solas.
—Tu amigo peludo va a ponernos las cosas más difíciles —dijo bajando la voz—. Si Melyngar lleva a dos jinetes, no sé cuánto tiempo podrá aguantar.
—Eso es cierto —dijo Taran—. Pero no veo qué otra cosa podemos hacer. ¿Acaso le abandonarías? ¿Le habrías cortado tú la cabeza?
—Con toda segundad —exclamó el bardo—, ¡como un relámpago! Un Fflam jamás vacila. Los riesgos de la guerra y todo eso. ¡Oh, maldición y destrucción! Ahí va otra cuerda. Y además, de las gruesas.
Cuando Taran regresó para disponer las armas que ahora se verían obligados a llevar, le sorprendió hallar ante su capa una gran hoja de roble en el suelo. Sobre la hoja se hallaba la diminuta porción de panal de Gurgi.
—Para el gran señor —murmuró Gurgi—. Gurgi no tiene ganas de morder y mascar hoy.
Taran contempló el ansioso rostro de Gurgi. Por primera vez, los dos se miraron y se sonrieron.
—Tu regalo es generoso —dijo Taran con amabilidad—, pero viajas como uno de nosotros y necesitarás toda tu fuerza. Guarda tu parte; es tuya por derecho, y te la has ganado más que sobradamente.
Puso la mano suavemente en el hombro de Gurgi. Ahora el olor a mastín mojado no le parecía tan repulsivo.
Por un tiempo, durante el día, Taran creyó que se habían distanciado de los Nacidos del Caldero. Pero, al caer la tarde, los guerreros aparecieron nuevamente por detrás de una lejana franja de árboles. Recortándose contra el sol poniente, las largas sombras de los jinetes se tendían sobre las estribaciones de la colina hasta la llanura donde la pequeña tropa seguía avanzando con esfuerzo.
—Más pronto o más tarde debemos enfrentarnos a ellos —dijo Taran, secándose la frente—. Que sea ahora. No puede haber victoria sobre los Nacidos del Caldero, pero, con suerte, podremos detenerles cierto tiempo. Si Eilonwy y Gurgi logran escapar, aún queda una oportunidad.
Gurgi, cubierto con una capa sobre la silla de Melyngar, se puso inmediatamente a dar gritos.
—¡No, no! ¡El fiel Gurgi se queda con el poderoso señor que perdonó su pobre y tierna cabeza! El feliz y agradecido Gurgi luchará también, tajando y rajando…
—Apreciamos lo que sientes —dijo Fflewddur—, pero con esa pierna tuya, no estás en condiciones de tajar y rajar nada.
—Yo tampoco voy a correr —repuso Eilonwy—. Estoy cansada de correr, de arañarme la cara y romperme la ropa, todo por culpa de esos estúpidos guerreros.
Saltó con ligereza de la silla y cogió un arco y un puñado de flechas del fardo de Taran.
—¡Eilonwy! ¡Detente! —gritó Taran—. ¡Para esos hombres no existe la muerte! ¡No se les puede matar!
Aunque le estorbaba la larga espada que colgaba de su espalda, Eilonwy corría más deprisa que Taran. Cuando la alcanzó, ya había subido a un promontorio y estaba tensando el arco. Los Nacidos del Caldero galopaban a través de la llanura. El sol destellaba en sus espadas desenvainadas.
Taran cogió a la muchacha por la cintura y trató de apartarla. Recibió una feroz patada en la espinilla.
—¿Siempre tienes que estorbar en todo? —preguntó indignada Eilonwy.
Antes de que Taran pudiese intentar cogerla de nuevo, ella sostuvo una flecha ante el sol y murmuró una extraña frase. Puso la flecha en el arco y la disparó hacia los Nacidos del Caldero. La saeta trazó un arco hacia arriba y casi desapareció ante los brillantes rayos del sol.
Taran, boquiabierto, vio cómo la saeta iniciaba su descenso: a medida que la flecha se precipitaba hacia el suelo, largos gallardetes plateados surgieron de sus plumas. En un instante, una enorme telaraña destellaba en el aire derivando lentamente hacia los jinetes.
Fflewddur, que acababa de llegar a la carrera, se detuvo asombrado.
—¡Gran Belin! —exclamó—. ¿Qué es eso? ¡Parecen los adornos de una fiesta!
La red se aposentó con lentitud por encima de los Nacidos del Caldero, pero los pálidos guerreros no le prestaron atención. Espolearon sus monturas hacia adelante; las hebras de la red se derritieron y se rompieron.
Eilonwy se puso la mano en la boca.
—¡No funcionó! —gritó, casi llorando—. Tal y como lo hace Achren, se convierte en una gran soga pegajosa. ¡Oh, todo ha salido mal! Traté de escuchar detrás de la puerta cuando ella practicaba, pero he dejado de hacer algo importante. —Dio una patada en el suelo y se volvió.
—¡Llévatela de aquí! —le dijo Taran al bardo.
Desenvainó su espada y se encaró hacia los Nacidos del Caldero. Caerían sobre él dentro de unos momentos. Pero en el mismo instante en que se preparaba para su ataque vio cómo los jinetes vacilaban. Los Nacidos del Caldero tiraron repentinamente de las riendas; luego, sin un gesto, hicieron volver sus monturas y cabalgaron en silencio de regreso a las colinas.
—¡Funcionó! ¡Después de todo funcionó! —gritó el atónito Fflewddur. Eilonwy meneó la cabeza.
—No —dijo desanimada—, algo les hizo alejarse, pero me temo que no fue mi hechizo.— Bajó el arco y recogió las flechas que había dejado caer.
—Creo que sé lo que fue —dijo Taran—. Están volviendo con Arawn. Gwydion me contó que no pueden permanecer mucho tiempo lejos de Annuvin. Su poder debe de haber estado agotándose desde que dejamos el Castillo Espiral, y justamente aquí, han llegado al límite de su fuerza.
—Espero que no les quede la suficiente para regresar a Annuvin —dijo Eilonwy—. Espero que se caigan a trozos o se encojan como murciélagos.
—Dudo que les ocurra eso —dijo Taran, observando a los jinetes que desaparecían lentamente por detrás del risco—. Deben saber cuánto tiempo pueden quedarse y lo lejos que pueden ir, y tener fuerzas aún para volver junto a su amo. —Contempló con admiración a Eilonwy—. No importa. Se han ido. Y esa fue una de las cosas más asombrosas que jamás he visto. Gwydion tenía una malla de hierbas que empezó a arder; pero nunca me había encontrado con nadie más que pudiese hacer una red como ésa.
Eilonwy le miró sorprendida. Sus mejillas se volvieron más rojas que el crepúsculo.
—Vaya, Taran de Caer Dallben —dijo—, creo que esta es la primera vez que me has dicho algo cortés. —De pronto, Eilonwy sacudió la cabeza y resopló—. Por supuesto, debí saberlo; era la telaraña. Estabas más interesado en eso; no te importaba el si yo estaba en peligro.
Presurosa, volvió andando hacia donde estaban Gurgi y Melyngar.
—Pero eso no es cierto —exclamó Taran—. Yo… yo estaba… —Para entonces, Eilonwy ya no podía oírle. Alicaído, Taran la siguió—. No puedo entender a esa muchacha —le dijo al bardo—. ¿Tú puedes?
—No importa —dijo Fflewddur—. La verdad es que no se espera que las entendamos.
Siguieron montando turnos de guardia esa noche, aunque parte de su miedo se había esfumado con la desaparición de los Nacidos del Caldero. Taran tenía el último turno antes del alba, y estaba despierto antes de que Eilonwy hubiese acabado el suyo.
—Sería mejor que durmieses —le dijo Taran—. Yo acabaré tu turno.
—Soy perfectamente capaz de cumplir con mi parte de trabajo —dijo Eilonwy, que no había dejado de estar enfadada con él desde el atardecer.
Taran sabía lo bastante como para no insistir. Recogió su arco y su aljaba de flechas, se quedó junto al oscuro tronco de un roble y contempló la pradera plateada por la luna. Cerca de él, Fflewddur roncaba con energía. Gurgi, cuya pierna no había dado señales de mejoría, se agitaba inquieto y gimoteaba en sueños.
—Sabes —empezó a decir Taran, azorado y vacilante—, esa telaraña…
—No quiero oír nada más sobre ella —replicó Eilonwy.
—No…, lo que quería decir es que estaba realmente preocupado por ti. Pero la telaraña me sorprendió tanto que olvidé mencionarlo. Fue muy valiente por tu parte enfrentarte a los guerreros del Caldero. Sólo quería decirte eso.
—Pues has esperado bastante para decírmelo —dijo Eilonwy, con un tono de satisfacción en la voz—. Pero supongo que los Aprendices de Porquerizo tienden a ser más lentos de lo que una esperaría. Probablemente eso es debido al tipo de trabajo que hacen. No me entiendas mal, creo que es tremendamente importante. Sólo que es la clase de trabajo en el que no hace falta ser demasiado despabilado.
—Al principio —prosiguió Taran—, creí que sería capaz de llegar yo solo a Caer Dathyl. Ahora veo que sin ayuda, ni siquiera habría llegado hasta aquí. El destino es bueno por haberme traído tan valientes compañeros.
—Ya lo has hecho otra vez —gritó Eilonwy, con tal pasión que Fflewddur se atragantó a mitad de uno de sus ronquidos—. ¡Eso es todo lo que te importa! Alguien que te ayude a llevar lanzas y espadas o lo que sea. Podría ser
cualquiera
, y tú estarías igual de contento. Taran de Caer Dallben, no pienso hablarte nunca más.
—En casa nunca pasaba nada —dijo Taran… hablando para sí mismo, pues Eilonwy ya se había tapado la cabeza con una capa y fingía dormir—. Ahora, pasa de todo. Pero parece que nunca consigo que acabe bien. —Con un suspiro, preparó su arco e inició su turno de guardia.
La luz del día tardó en llegar.
Por la mañana Taran vio que la pierna de Gurgi estaba mucho peor y abandonó el campamento para buscar plantas medicinales en el bosque, alegrándose de que Coll le hubiese enseñado las propiedades de las hierbas. Hizo un emplasto y lo puso en la herida de Gurgi.
Fflewddur, entre tanto, había empezado a trazar nuevos mapas con su daga. Los guerreros del Caldero, explicó el bardo, les habían obligado a internarse demasiado profundamente en el valle del Ystrad. Volver a su ruta original les costaría al menos dos días de duro viaje.
—Ya que hemos llegado tan lejos —prosiguió Fflewddur—, bien podríamos cruzar el Ystrad y seguir a lo largo de las colinas, escondiéndonos del Rey con Cuernos. Estaremos sólo a unos cuantos días de Caer Dathyl, y si mantenemos una buena marcha deberíamos llegar allí a tiempo.
Taran estuvo de acuerdo con el nuevo plan. Se dio cuenta de que sería más difícil, pero pensó que Melyngar podría seguir transportando al infortunado Gurgi mientras que sus compañeros se repartiesen el peso de las armas. Eilonwy, habiendo olvidado que no hablaba con Taran, insistió de nuevo en caminar.
Tras un día de marcha alcanzaron las orillas del Ystrad.
Taran se adelantó cautelosamente. Observando el amplio valle, vio una nube de polvo en movimiento. Cuando se apresuró a volver e informó de esto a Fflewddur, éste le dio una palmada en el hombro.
—Vamos por delante de ellos —dijo—. Son excelentes noticias. Temía que estuviesen mucho más cerca de nosotros y habríamos tenido que esperar hasta la noche para cruzar el Ystrad. ¡Nos hemos ahorrado medio día! ¡Apresurémonos ahora y estaremos en las estribaciones de las Montañas del Águila antes de la puesta del sol!
Sosteniendo su preciada arpa por encima de su cabeza, Fflewddur se metió en el río y los demás le siguieron. En aquel lugar el Ystrad se estrechaba, llegando apenas por encima de la cintura de Eilonwy, y vadearon el río sin grandes dificultades. Con todo, emergieron empapados y con frío, y el sol poniente ni les secó ni les calentó.