El número de la traición (36 page)

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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El número de la traición
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—¿Qué es esto? —preguntó mientras sacaba más cajas. Faith vio la rueda de una caja fuerte.

Will intentó abrirla, pero no hubo suerte. Pasó los dedos por el borde.

—Está empotrada en la pared.

—¿Quieres ir a preguntarle la combinación a tu amigo Morgan?

—Me apuesto el sueldo de un año a que no la sabe.

Faith no quiso aceptar la apuesta. Como Jacquelyn Zabel, parecía que Pauline McGhee disfrutaba guardando secretos.

—Mira a ver si la encuentras en el ordenador, si no iré a preguntarle.

Faith miró la pantalla. Había saltado un cuadro de diálogo que le pedía una contraseña.

Will también lo vio.

—Prueba con «Felix».

Faith escribió el nombre del niño y, milagrosamente, acertó. Tomó nota mentalmente de que tenía que cambiar su contraseña, «Jeremy», mientras abría el programa de correo. Ojeó los mensajes mientras Will volvía a la librería. Encontró cosas de trabajo, pero nada personal que indicara la existencia de algún amigo o confidente. Se recostó en la silla y abrió el navegador, esperando encontrar en el historial algún otro servicio de correo electrónico. No apareció ninguna cuenta de Gmail o de Yahoo, pero sí varias páginas web.

Escogió una al azar e hizo clic, y se encontró en YouTube. Comprobó el volumen mientras se cargaba el vídeo. Se oyó el sonido de una guitarra por los altavoces de debajo del monitor y en la pantalla aparecieron sucesivamente un par de frases: «Soy feliz» y «Estoy sonriendo».

Will estaba detrás de ella. Faith leyó en alto las frases que iban saliendo: «Estoy sintiendo. Estoy viviendo. Estoy muriendo».

El sonido de la guitarra se iba haciendo más furioso con cada palabra, y apareció una fotografía de una chica vestida de animadora. La cinturilla de los shorts dejaba su ombligo al descubierto, y el top apenas le cubría los pechos. Estaba tan delgada que Faith podía contarle las costillas.

—Por Dios —murmuró.

Apareció otra imagen en la pantalla, esta vez una chica afroamericana. Estaba acurrucada encima de una cama, de espaldas a la cámara. Tenía la piel tensa y se podían apreciar con toda claridad cada una de sus vértebras y costillas. Su omóplato sobresalía por debajo de la piel como un cuchillo.

—¿Qué es eso? —preguntó Will—. ¿La página de alguna asociación que recauda fondos para la investigación del SIDA?

Faith meneó la cabeza mientras en la pantalla aparecía una nueva imagen: una modelo con un paisaje urbano al fondo cuyas piernas y brazos eran finos como palillos. A continuación otra imagen, esta vez de una mujer con las clavículas tan pronunciadas que daba grima mirarla. La piel de los hombros parecía papel mojado adherido a los tendones, que podían distinguirse perfectamente.

Faith desplegó el historial del navegador. Encontró un segundo vídeo. La música era diferente, pero empezaba más o menos igual.

—«Come para vivir. No vivas para comer» —leyó en voz alta.

Las palabras se desvanecieron y apareció la foto de una chica tan flaca que dolía mirarla. Faith abrió otra página, y luego otra.

—«La única libertad que nos queda es la libertad de matarnos de hambre.» «Delgada eres hermosa. Gorda eres fea.» —Miró la parte superior de la pantalla, para ver a qué categoría pertenecía el vídeo—.
Thinspo
. No tengo ni la más remota idea de lo que es eso.

—No lo entiendo. Esas chicas parecen famélicas, pero tienen tele en su habitación y van bien vestidas.

Faith probó suerte con otro enlace.


Thinspiration
—dijo—. Por Dios bendito, no me lo puedo creer. Están escuálidas.

—¿Hay algún grupo de noticias o algo?

Faith revisó el historial más antiguo. Repasó la lista y encontró más vídeos, pero nada que pareciera un chat. Siguió bajando, pasó a la página siguiente y le tocó la lotería.

—Atlanta-Pro-Ana-punto-com —leyó en voz alta—. Es una página pro-anorexia.

Faith hizo clic sobre el enlace, pero le saltó otra ventana que le pedía una contraseña. Probó de nuevo con «Felix», pero esta vez no funcionó. Leyó la letra pequeña.

—Me pide una contraseña de seis caracteres, y Felix solo tiene cinco. —Probó con algunas variantes del nombre, diciéndolas en voz alta para que Will se enterara—. Cero-Felix, uno-Felix, Felix-cero…

—¿Cuántas letras tiene «Thinspiration»? —preguntó Will.

—Demasiadas —dijo—. Pero «Thinspo» tiene siete.

Probó con esta última, pero no hubo suerte.

—¿Cuál es su usuario?

Faith leyó el nombre que había encima del espacio para la contraseña.

—«Dlgd A-T-L» —Faith se percató de que Will no lo entendía—. Es una especie de abreviatura de «Delgada Atlanta».

Introdujo el usuario como contraseña.

—Nada. Cero. —De pronto se le ocurrió una idea—. El cumpleaños de Felix.

Abrió el calendario y buscó en la categoría «cumpleaños». Solo aparecieron dos resultados, uno era el de Pauline y el otro el de Felix.

—Uno-dos-ocho-cero-tres. —La ventana continuaba allí—. Nada, no ha funcionado.

Will asintió con la cabeza mientras se rascaba el brazo con aire distraído.

—Las cajas fuertes suelen tener una combinación de seis dígitos, ¿no?

—No pierdes nada por probar. —Faith se quedó esperando, pero Will no se movió.

—Uno-dos-ocho-cero-tres —repitió, sabiendo que Will retendría perfectamente los números. Pero siguió sin moverse y finalmente a Faith se le encendió una lucecita—. Oh. Perdona.

—No te disculpes. Es culpa mía.

—No, es culpa mía.

Se levantó y fue hasta la caja fuerte. Giró la rueda a la derecha hasta el número doce, luego dos vueltas a la izquierda hasta el ocho. Los números no eran el problema, pero no distinguía la derecha y la izquierda.

Faith marcó el último número, la puerta se desbloqueó y se sintió un poco decepcionada al ver lo fácil que había sido. Abrió la caja y vio un cuaderno de espiral como los que llevaban los niños al colegio y un folio impreso. Leyó el texto por encima. Era una copia impresa de un mensaje de correo relacionado con las medidas de un ascensor para asegurarse de que cabía un sofá, algo que a Faith no se le había ocurrido nunca, y eso que cuando compró la nevera se encontró con que no le cabía por la puerta de la cocina.

—Un asunto de trabajo —le explicó a Will, y cogió el cuaderno.

Al abrirlo por la primera página el vello de la nuca se le puso de punta, y tuvo que reprimir un escalofrío al darse cuenta de lo que estaba viendo. Una sola frase, escrita con una bonita caligrafía, llenaba toda la hoja. Faith pasó una página, y luego otra más. En algunas partes el trazo era tan enérgico que el bolígrafo había traspasado el papel. No creía en idioteces sobrenaturales, pero se podía palpar la rabia que emanaba de esas páginas.

—Es lo mismo, ¿verdad?

Will debía de haber reconocido la caligrafía, una frase corta repetida una y otra vez en todo el cuaderno, como la obra de arte de un sádico.

«No voy a sacrificarme… No voy a sacrificarme… No voy a sacrificarme…»

—Exactamente igual —le confirmó Faith—. Esto demuestra que Pauline tiene algo que ver con la cueva, y con Jackie Zabel y Anna.

—Está escrito con boli —dijo Will—. Las que encontramos en la cueva estaban escritas a lápiz.

—Pero es la misma frase: «No voy a sacrificarme». Pauline escribió esto porque quiso, no porque la obligaran. Nadie le dijo que lo hiciera. Y por lo que sabemos no ha estado en esa cueva. —Faith siguió pasando páginas para asegurarse de que no había nada más escrito—. Jackie Zabel era delgada. No como las chicas de esos vídeos, pero estaba muy delgada.

—Joelyn Zabel dijo que su hermana seguía pesando lo mismo que cuando estaba en el instituto.

—¿Crees que padecía un trastorno alimenticio?

—Creo que se parece mucho a Pauline: le gusta controlarlo todo, guardar secretos. Pete pensó que Jackie estaba desnutrida, pero quizás era ella misma la que se estaba matando de hambre.

—¿Y qué me dices de Anna? ¿Está delgada?

—Igual. Le sobresalía mucho… —Se llevó la mano a la clavícula—. Pensamos que podía formar parte de la tortura: privarles de la comida. Pero las chicas de esos vídeos lo hacen a propósito, ¿no? Esos vídeos son como pornografía para anoréxicas.

Asintió y, de repente, se le ocurrió otra posible conexión.

—A lo mejor se conocieron a través de Internet.

Volvió a la ventana de la contraseña que bloqueaba el acceso al chat Pro-Ana e introdujo la fecha del cumpleaños de Felix combinada de distintas formas: omitiendo los ceros, con los ceros, con todos los dígitos, en orden inverso.

—Puede que le asignaran una determinada contraseña y no pudiera cambiarla.

—O a lo mejor el contenido de ese chat es más valioso para ella que el resto de su ordenador o de la caja.

—Esta es la conexión, Will. Si todas padecían trastornos alimenticios, ya tenemos un nexo común entre ellas.

—Y un chat al que no podemos acceder, y familiares que no nos están siendo muy útiles, que digamos.

—¿Y qué hay del hermano de Pauline? Le dijo a Felix que era un hombre malo. —Se apartó del ordenador para mirar a Will—. Quizá deberíamos volver a hablar con Felix a ver si recuerda alguna otra cosa.

Will no parecía muy seguro.

—Solo tiene seis años, Faith. Se siente solo y está asustado porque ha perdido a su madre. No creo que podamos sacarle nada más.

Ambos dieron un brinco cuando sonó el teléfono de encima de la mesa. Faith alargó la mano sin pensar y contestó.

—Despacho de Pauline McGhee.

—Hola. —Morgan Hollister no parecía muy contento.

—¿Ha encontrado a Jacquelyn Zabel en su lista de clientes? —le preguntó Faith.

—Me temo que no, detective, pero… es curioso… Tengo una llamada para usted por la línea dos.

Faith miró a Will y se encogió de hombros mientras apretaba el botón iluminado.

—Faith Mitchell.

Leo Donnelly empezó a hablar de manera torrencial.

—¿No se te ha ocurrido llamarme antes de meter las narices en mi caso?

Faith iba a disculparse de todas las maneras posibles, pero Leo no le dio ocasión.

—He recibido una llamada de mi jefe que, a su vez, ha recibido una llamada de Hollister preguntándole por qué unos agentes del estado estaban registrando el despacho de McGhee cuando ya lo hemos hecho nosotros esta misma mañana. —Leo respiraba con dificultad—. Mi jefe, Faith, quiere saber por qué no puedo hacer mi trabajo como es debido. ¿Tienes idea de en qué posición me has dejado?

—Está relacionado —le dijo Faith—. Hemos encontrado una conexión entre Pauline McGhee y las demás víctimas.

—Pues me alegro muchísimo por ti, Mitchell. Mientras tanto, a mí me tienen agarrado por los huevos porque tú no pudiste perder dos segundos para coger el teléfono y avisarme.

—Leo, lo siento mucho…

—Ahórrate las disculpas —dijo—. Ahora debería guardarme esto, pero no soy esa clase de tipo.

—Guardarte, ¿qué?

—Tengo otra mujer desaparecida.

Faith sintió que el corazón le daba un vuelco.

—¿Otra mujer desaparecida? —repitió para que Will supiera de qué hablaban—. ¿Coincide con el perfil?

—Treinta y tantos, morena, ojos castaños. Trabaja en un banco muy exclusivo, en Buckhead, en el que tienes que ser asquerosamente rico solo para que te dejen entrar. No tenía amigos, y todo el mundo dice que era insufrible.

Faith miró a Will y asintió. Otra víctima, otra cuenta atrás.

—¿Cómo se llama? ¿Dónde vive?

—Olivia Tanner —soltó el nombre y la dirección tan rápido que Faith le pidió que se lo repitiera—. En Virginia Highland.

Faith se anotó la dirección en el dorso de la mano.

—Me debes una —le dijo.

—Leo, lo siento, yo…

Leo no la dejó terminar la frase.

—Si yo estuviera en tu lugar, Mitchell, me andaría con mucho cuidado. Excepto por lo del éxito en los negocios, últimamente encajas perfectamente en el puto perfil.

Faith oyó un leve clic, que en cierto modo era peor que si hubiera colgado de golpe el auricular.

Olivia Tanner vivía en una de esas casitas del Midtown que parecían engañosamente pequeñas; desde la calle daban la impresión de tener unos cien metros cuadrados, pero luego tenían seis dormitorios, cinco baños y un servicio, y costaban alrededor de un millón de dólares. Tras haber registrado el despacho de Pauline McGhee y haber visto la psique de la mujer al desnudo, Faith veía la casa de Olivia Tanner con ojos muy diferentes. El jardín era muy bonito, pero todas las plantas estaban perfectamente alineadas. El exterior de la casa estaba recién pintado, y los canalones elegantemente alineados con los aleros. Por lo que Faith sabía del barrio, la casita debía de ser treinta años más antigua que su vieja casa estilo rancho, pero en comparación parecía completamente nueva.

—Muy bien —dijo Will, hablando por el móvil—. Gracias por hablar conmigo. —Al finalizar la llamada le contó a Faith—: Joelyn Zabel dice que su hermana tuvo problemas de anorexia y bulimia cuando estaba en el instituto. No está muy segura de cómo lo llevaba últimamente, pero parece evidente que no lo había superado.

Faith dejó que la información se asentara en su cerebro.

—Vale.

—Ya lo tenemos. Esa es la conexión.

—¿Y adónde nos conduce? —preguntó Faith sacando la llave del contacto—. Los informáticos no pueden acceder al Mac de Jackie Zabel. Además, podrían tardar semanas en averiguar la contraseña de Pauline McGhee, y ni siquiera sabemos si el chat pro-Ana era el punto de encuentro con las demás mujeres o si simplemente se topó con él por casualidad mientras navegaba por Internet en la pausa para el almuerzo. —Se volvió para mirar la casa de Olivia Tanner—. ¿Qué te apuestas a que tampoco encontramos nada ahí dentro?

—Estás pensando en Felix cuando lo que deberías hacer es centrarte en Pauline —le dijo Will con delicadeza.

Faith quería decirle que se equivocaba, pero él tenía razón. No podía dejar de pensar en que Felix estaba en un hogar de acogida, llorando como un descosido. Tenía que concentrarse en las víctimas, en el hecho de que Jacquelyn Zabel y Anna habían sido las precursoras de Pauline McGhee y Olivia Tanner. ¿Por cuánto tiempo podrían aguantar las torturas, la degradación? Cada minuto que pasaba era otro minuto más de sufrimiento para ellas.

—El único modo en que podemos ayudar a Felix es ayudando a Pauline —le dijo Will.

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