No era un alarde de optimismo: si Mia era capaz de aguantar diecinueve días sin comer, seguro que aguantaría sin agua más que Pauline.
Ese era el problema. Podía sobrevivir a Pauline. Ninguna había sobrevivido a Pauline hasta ahora.
Mia formuló la pregunta más obvia.
—¿Por qué no nos ha violado?
Pauline apretó la cabeza contra el frío suelo de cemento, intentando evitar que el pánico se apoderara de ella. Que las violara no era el problema. Era todo lo demás: los juegos, el escarnio, las trampas… las bolsas de basura.
—Quiere que nos debilitemos —dijo Mia—. Quiere asegurarse de que no podamos defendernos.
Las cadenas de Mia tintineaban cada vez que se movía. Su voz sonaba más cercana ahora, y Pauline imaginó que se habría puesto de costado.
—¿Qué estabas haciendo? Me refiero a lo de antes. ¿Por qué golpeabas la cabeza contra la pared?
—Si puedo abrir un boquete en la pared, quizá pueda escapar. Según la normativa vigente, las vigas deben estar separadas por una distancia mínima de cuarenta centímetros.
—¿Tienes unas caderas de cuarenta centímetros? —preguntó Mia, sobrecogida.
—No, subnormal. Pero me puedo poner de lado.
Mia se rio de su propia tontería, pero entonces señaló algo que hizo que Pauline se sintiera todavía más estúpida.
—¿Y por qué no usas los pies?
Las dos se quedaron calladas, pero Pauline empezó a notar una sensación extraña. Sintió un espasmo en la barriga y se oyó a sí misma estallar en carcajadas con una risa sincera, espontánea, mientras pensaba en lo idiota que había sido.
—Oh, Dios —suspiró Mia. También ella se reía—. Mira que eres idiota.
Pauline se retorció, intentando girar sobre su hombro. Juntó los pies para que las cadenas no se le enredaran y golpeó la pared con los pies. El pladur se rompió al primer intento.
—Subnormal —dijo, esta vez refiriéndose a sí misma.
Se deslizó para ponerse de frente al hueco y retiró los trozos de yeso con la boca. El polvo era venenoso, pero no le importaba. Prefería morir con la cabeza asomando unos centímetros por fuera de aquella habitación que atrapada allí mientras esperaba a que aquel cabronazo viniera a por ella.
—¿Lo has conseguido? —preguntó Mia— ¿Lo has roto?
—Cállate —le dijo Pauline mordiendo el aislante.
Había insonorizado las paredes. Era de esperar; tampoco suponía mayor problema. Lo agarró con los dientes y fue retirando el aislante trozo a trozo, loca por sentir el aire fresco en su cara.
—¡Joder! —gritó Pauline.
Se arrastró hacia la pared, de modo que su cintura quedara a la altura del hueco. Alargó el brazo y estiró los dedos, que apenas llegaban un poco más allá del pladur roto. Arrancó el aislante y sus dedos palparon algo que parecía una pantalla. Arqueó la espalda, estirando las manos todo lo que pudo. Sus dedos tropezaron con una malla de alambre.
—¡Maldita sea!
—¿Qué es?
—Una malla de alambre.
La había puesto en las paredes para que no pudieran escapar.
Pauline volvió a colocarse perpendicular a la pared y golpeó la malla con los pies. Las suelas de sus pies toparon con algo macizo. En lugar de ceder la pantalla la hizo rebotar y deslizarse varios centímetros por el suelo de la habitación. Volvió a acercarse para intentarlo de nuevo, rodando sobre su tripa y apoyando las sudorosas palmas contra el cemento. Pauline encogió las piernas y, con todas sus fuerzas, le sacudió otra patada. De nuevo sus pies rebotaron y salió despedida.
—Oh, Dios —jadeó, dejándose caer sobre su espalda. Empezó a llorar otra vez y las diminutas patas de araña volvieron a nublarle los ojos—. ¿Qué voy a hacer ahora?
—¿Llegas con las manos?
—No —sollozó Pauline.
Sus esperanzas empezaban a desvanecerse. Sus manos estaban atadas con fuerza al cinturón y la malla de alambre estaba justo detrás del pladur. No había manera de que pudiera alcanzarla con las manos.
El cuerpo de Pauline empezó a convulsionarse por el llanto. Llevaba años sin verle, pero él no había olvidado cómo funcionaba su cabeza. El sótano era su campo de pruebas, una cárcel cuidadosamente preparada para doblegarlas matándolas de hambre. Pero eso no era lo peor. Debía de haber una cueva en alguna parte, un lugar oscuro que habría excavado en la tierra con sumo esmero. El sótano serviría para doblegarlas, en la cueva las destruiría. El muy hijo de puta lo tenía todo muy bien pensado.
Otra vez.
Mia había conseguido arrastrarse hasta ella. Su voz sonaba muy cerca, casi encima de Pauline.
—Cállate. Utilizaremos la boca.
—¿Qué?
—Es alambre, ¿no? Una malla de alambre.
—Sí, pero…
—Si lo doblas hacia adelante y hacia atrás, se rompe.
Pauline meneó la cabeza. Aquello era una locura.
—Solo tenemos que romper un trozo —dijo Mia, como si fuera una simple cuestión de lógica—. Muérdelo con los dientes y tira hacia adelante y hacia atrás. Tarde o temprano se romperá, y entonces podremos abrirlo a patadas. O a mordiscos.
—No podemos…
—No me digas que no podemos, zorra de mierda. —Mia tenía los pies encadenados, pero se las arregló para sacudirle una patada en la espinilla.
—¡Ah!
—Empieza a contar —le ordenó Mia arrastrándose hacia el agujero—. Cuando llegues a doscientos, será tu turno.
Pauline no iba a hacerlo porque no pensaba dejar que aquella zorra le dijera lo que tenía que hacer. Entonces oyó un ruido, un ruido de dientes mordiendo el metal, retorciéndolo, royéndolo. Doscientos segundos. Se iban a desgarrar la piel. Se iban a destrozar las encías. Ni siquiera tenían garantizado que funcionara.
Pauline se dio la vuelta y se sentó sobre sus talones.
Empezó a contar.
Faith nunca había sido madrugadora, pero había cogido la costumbre de entrar a trabajar pronto cuando Jeremy era pequeño. Daba igual que no fueras madrugadora cuando tenías un crío hambriento que alimentar, vestir, inspeccionar y dejar en la parada del autobús a las 7:13 como muy tarde. De no ser por Jeremy habría sido una noctámbula de las que se acuestan pasada la medianoche, pero solía acostarse a eso de las diez incluso cuando Jeremy ya era un adolescente con horarios mucho más flexibles.
Will también tenía sus razones para entrar pronto a trabajar. Faith vio su Porsche aparcado en el sitio habitual cuando entró con el Mini en el edificio este de la alcaldía. Aparcó y se quedó allí sentada intentando colocar el asiento de manera que pudiera llegar al mismo tiempo al volante y a los pedales sin tener que incrustarse el primero en el pecho y estirarse para llegar a los segundos. Al cabo de un buen rato encontró por fin la distancia justa y se le pasó por la cabeza hacer que bloquearan el asiento para que no pudiera moverse. Si Will quería conducir su coche tendría que hacerlo con las rodillas pegadas a las orejas.
Golpearon en la ventanilla del Mini con los nudillos y Faith levantó la vista, sobresaltada. Era Sam Lawson, que traía un café en la mano.
Faith abrió la puerta del coche y se bajó con dificultad; tenía la sensación de haber engordado diez kilos en una noche. Esa mañana le había costado lo indecible encontrar algo que ponerse. Su cuerpo retenía líquido suficiente como para llenar un tanque del acuario municipal. Por suerte, su cuelgue con Sam Lawson había sido un virus de veinticuatro horas. No le apetecía tener una conversación con él en aquel momento, más que nada porque necesitaba concentrarse en el caso que tenía entre manos.
—Hola, nena —dijo Sam, mirándola de arriba a abajo con mirada golosa.
Faith cogió el bolso del asiento de atrás.
—Vaya, cuánto tiempo.
Sam se encogió de hombros dándole a entender que no era más que una víctima de las circunstancias.
—Toma —le dijo, ofreciéndole el café—. Es descafeinado.
Faith había intentado tomarse un café esa mañana. Nada más olerlo había tenido que salir disparada hacia el baño.
—Lo siento —dijo. Faith ignoró el café y se apartó de Sam para que no le volvieran las náuseas.
Sam tiró el vaso en una papelera y salió detrás de ella.
—¿Náuseas matutinas?
Faith echó un vistazo alrededor, pues temía que alguien les oyera.
—No se lo he dicho a nadie más que a mi jefa.
Intentó recordar cuándo se suponía que debías decírselo a la gente. Había que esperar unas semanas para asegurarse de que el embrión había prendido. Faith debía de estar acercándose ya a ese momento. Dentro de poco empezaría a contarlo. ¿Debería reunirlos a todos, invitar a cenar a su madre y a Jeremy y llamar a su hermano con el manos libres, o había algún modo de enviarles un correo anónimo a todos y largarse al Caribe unas semanas para eludir el chaparrón?
Sam chasqueó los dedos delante de su cara.
—¿Hay alguien ahí?
—Apenas. —Faith llegó a la puerta al mismo tiempo que él y dejó que la abriera y le cediera el paso—. Tengo muchas cosas en la cabeza.
—En cuanto a lo de anoche…
—En realidad fue hace dos noches.
Sam sonrió abiertamente.
—Sí, pero no me paré a pensarlo hasta anoche.
Faith suspiró y apretó el botón del ascensor.
—Ven aquí —dijo, empujándola hacia el hueco que había enfrente del ascensor. Había una máquina expendedora con tres hileras de bollitos, cosa que Faith sabía sin necesidad de mirar.
Sam le colocó el pelo detrás de la oreja y Faith se lo volvió a soltar. No estaba de humor para carantoñas a esa hora de la mañana. Sin pensarlo, miró para asegurarse de que ninguna cámara de seguridad los estaba grabando.
—La otra noche me porté como un idiota. Lo siento.
Faith oyó las puertas del ascensor que se abrían y se volvían a cerrar.
—No pasa nada.
—Sí, sí pasa.
Sam se inclinó para besarla, pero ella lo rechazó.
—Sam, estoy de servicio. —No añadió lo que estaba pensando, que era que estaba en mitad de un caso en el que había muerto ya una mujer, otra había sido torturada y dos más continuaban desaparecidas—. No es el momento.
—Nunca es el momento —dijo Sam, algo que le había dicho muchas veces cuando salían juntos—. Quiero volver a intentarlo contigo.
—¿Y qué pasa con Gretchen?
Sam se encogió de hombros.
—Me gusta jugar sobre seguro.
Faith dejó escapar un quejido y le empujó. Volvió al ascensor y pulsó de nuevo el botón. Sam no se iba, así que le dijo:
—Estoy embarazada.
—Lo recuerdo.
—No quiero romperte el corazón, pero el niño no es tuyo.
—No me importa.
Faith se volvió para mirarle de frente.
—¿Intentas exorcizar a los fantasmas porque tu mujer abortó?
—Lo que intento es volver a formar parte de tu vida, Faith. Y sé que para eso debo aceptar tus condiciones.
Faith rechazó el ambiguo cumplido.
—Creo recordar que uno de los problemas que había entre tú y yo, además del hecho de que eres un borracho, de que yo soy policía y de que mi madre cree que eres el Anticristo, era que no te gustaba nada que yo tuviera un hijo.
—Estaba celoso de la atención que le prestabas.
En su momento ella le había acusado de eso mismo. Oírle admitirlo ahora la dejó sin habla.
—He crecido —le dijo Sam.
El ascensor se abrió. Faith se aseguró de que iba vacío y sujetó la puerta con la mano.
—Ahora mismo no puedo hablar contigo. Tengo mucho trabajo. —Entró en el ascensor y soltó la puerta.
—Jake Berman vive en el condado de Coweta.
Faith casi pierde la mano al intentar evitar que se cerraran las puertas.
—¿Qué?
Sam sacó su cuaderno del bolsillo y anotó algo mientras hablaba.
—Le he localizado a través de su parroquia. Es diácono y catequista. Tienen una estupenda página web en la que figura su foto. Corderitos y arcoiris. Evangélico.
El cerebro de Faith no podía procesar la información.
—¿Por qué te pusiste a buscarlo?
—Quería ver si podía ganarte por la mano.
A Faith no le gustaba nada hacia adónde iba aquello. Intentó neutralizar la situación.
—Mira, Sam, no sabemos si es uno de los malos.
—Supongo que nunca has estado en el lavabo de caballeros del centro comercial Georgia.
—Sam…
—No he hablado con él —la interrumpió—. Solo quería ver si podía localizar a alguien a quien nadie había sido capaz de localizar. Estoy harto de que los de Rockdale me toquen las pelotas. Prefiero que lo hagas tú.
Faith pasó por alto el comentario.
—Déjame esta mañana para que hable con él.
—Ya te lo he dicho, no ando buscando una historia —sonrió, mostrándole todos sus dientes—. Era solo un acto de fe, por algo te llamas así.
Faith le miró con los ojos entornados.
—Quería comprobar si podía hacer tu trabajo. —Arrancó la hoja y se la entregó—. Ha sido facilísimo.
Faith cogió la dirección antes de que cambiara de opinión. Él le sostuvo la mirada mientras las puertas se cerraban y se quedó mirando su propio reflejo en las puertas. Ya estaba sudando, aunque imaginó que podía pasar por un sofoco de embarazada. Su cabello comenzaba a encresparse porque, pese a que solo estaban en abril, la temperatura había subido mucho.
Leyó la dirección que le había dado Sam. Estaba dentro de un corazón, lo que le pareció al mismo tiempo adorable y de mal gusto. No terminaba de creer que no estuviera buscando una historia sobre Jake Berman. Quizás el
Atlanta Beacon
estaba trabajando en alguna exclusiva deprimente, y pensaba sacar del armario a hombres devotos con una doble vida gay que por el camino se encontraban con mujeres violadas y torturadas en mitad de la carretera.
¿Podía ser Jake Berman el hermano de Pauline? Ahora que tenía su dirección, Faith no estaba tan segura. ¿Qué posibilidades había de que Jake Berman hubiera ligado con Rick Sigler y estuvieran los dos en la carretera justo en el mismo momento en que los Coldfield atropellaban a Anna?
Las puertas se abrieron y Faith salió del ascensor. Las luces del pasillo estaban apagadas, y pulsó los interruptores según se dirigía al despacho de Will. No se veía luz por debajo de la puerta, pero llamó de todos modos, pues había visto su coche y sabía que estaba en el edificio.
—¿Sí?
Faith abrió la puerta. Will estaba sentado detrás de su escritorio con las manos entrelazadas sobre su barriga. Tenía las luces apagadas.