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Authors: Cliff McNish

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El olor de la magia (8 page)

BOOK: El olor de la magia
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Morpet los guió hacia la sala de estar, aliviado de que la madre de Raquel y Eric no hubiese llegado aún. Durante unos minutos observó puertas y ventanas, medio esperando ver aparecer a Paul lleno de ira.

—Creo que dijiste que ningún niño podía usar su magia todavía —le dijo Eric a Raquel—. ¿Qué está pasando?

Raquel, temblando un poco, se volvió a Morpet.

—¿Entiendes algo?

Morpet se encogió de hombros y dijo:

—Algo ha debido de desatarse en la magia de Paul. Algo podría haberla activado. Una emoción, quizá: enfado o miedo. —Él pensaba en Itrea: recordaba que una de las tácticas favoritas de Dragwena era atemorizar a los niños soltando sus hechizos.

—¿Crees que Paul es el único chico que está usando su magia ahí fuera? —preguntó Eric.

—Es posible, aunque lo dudo —dijo Morpet—. O no por mucho tiempo. Sea cual sea la causa, debemos asumir que Paul es solo el principio. Pronto cientos de niños pueden estar fabricando hechizos por ahí. —Miró a Raquel—. Larpskendya nunca hubiera permitido esto, estoy seguro. Eso confirma que no está cerca.

«Solo nos tenemos a nosotros», pensó Raquel. Luchó contra esa idea, y notó como sus hechizos se retiraban a lo más profundo de su interior.

—No me parece muy divertida la idea de niños con magia —murmuró Eric—. ¡Imaginad al matón de la clase usando un hechizo cegador!

—Si son muchos los niños que empiezan a usar su magia, podemos prepararnos para algo peor que eso —dijo Morpet con gravedad—. En Itrea vi llegar a todo tipo de niños a lo largo de los siglos. Los que tenían una mente fuerte podían resistir la influencia de Dragwena durante un tiempo, pero algunos —hizo una pausa—, bueno digamos que algunos no lo intentaron lo suficiente. Dirigieron su magia de buena gana contra otros niños. Algunos ni siquiera necesitaban el estímulo de Dragwena. Disfrutaban con ello.

Raquel se estremeció y dijo:

—Pensad en el daño que puede provocar ahora una bruja. —Con la sola mención de la palabra «bruja», Eric contuvo la respiración—. Es lo que todos nosotros estábamos pensando, ¿no es así? —añadió ella bruscamente—. Lo que atacó a Paul podría ser una bruja. Dejemos de fingir que esa idea no ha cruzado por nuestras mentes. Había algo muy poderoso en él.

—Dragwena está muerta —dijo Morpet adelantándose y sosteniéndole la mirada—. Ya no puede hacerte daño. Y aún no veo pruebas de que haya otras brujas por aquí.

Raquel asintió sombría, deseando desesperadamente creerlo.

—Necesitamos más información —dijo Morpet—. Raquel, ¿podrías hacer que tus hechizos busquen a los niños que realmente están
usando
su magia?

—Sí —dijo ella—. Supongo que eso nos diría cuántos son y dónde están. Pero necesitamos averiguar también
cómo
están usando su magia. ¿Hay otros atormentadores de perros como Paul por ahí fuera? Quiero estar cerca de ellos.

—Buena idea —dijo Eric—. Y los chicos y yo iremos contigo. —Y lanzó a los prapsis una mirada especial—. Protección extra.

—No, voy a viajar largas distancias —dijo Raquel—. Será muy difícil conseguirlo si, además, tengo que cargar con vosotros. —Miró fijamente Morpet, que estaba a punto de objetar—. Iré sola —insistió—. Es más seguro así.

—¿Lo es? —preguntó él, notando que sus ojos brillaban dolorosamente virando hacia un azul casi puro—. ¿O es ese el consejo que tus hechizos de vuelo te están susurrando? —Raquel dudó—. ¡Debemos tener cuidado! —dijo Morpet—. Algo atrajo a Paul hacia aquí. ¿Qué podría ser excepto tu magia, Raquel? Él probablemente sabe dónde vives; y no olvides que, de buena gana o no, te atacó. —Morpet echó un vistazo por la ventana—. Quizá esté esperando una segunda oportunidad, cuando ni Eric ni yo estemos lo suficientemente cerca para protegerte.

Raquel suspiró profundamente.

—No puedo dejar a mamá aquí sola
con él
por ahí fuera —dijo ella—. Os necesito a ambos aquí a su lado. Por favor, Morpet. Al primer signo de peligro volveré. Te lo prometo.

Morpet se preguntó qué hacer. ¿Estaba Paul acechando pacientemente en algún lugar ahí fuera, preparando un ataque más eficaz? ¿Y quién era su compañero invisible? ¿Una bruja esperando ver muerta a Raquel? Sin embargo, necesitaban saber más acerca de ese repentino uso de la magia; y la velocidad pura y dura probablemente fuese la mejor defensa de Raquel contra un oponente desconocido.

Finalmente asintió.

Eric meneó la cabeza:

—¿Y qué le decimos a mamá? Alucinará.

—Dejadme eso a mí —les dijo Morpet, sabiendo que la madre nunca aceptaría que fuese Raquel quien se marchase.

Raquel besó a Eric rápidamente y abrazó a Morpet con fuerza. Sin siquiera abrir la puerta se precipitó al jardín, intentando no pensar demasiado en qué se podía esperar de ella. Fuera el cielo era claro y soleado.

«Se podría ver una bruja desde kilómetros de distancia», pensó Raquel.

Allí en medio del porche se sintió como un objetivo listo para ser derribado, así que rápidamente consideró qué forma debería asumir. Cambiar de forma era una de las capacidades especiales de su magia. Lo había descubierto en Itrea, mejorado en sus batallas contra Dragwena, y practicado repetidamente durante las dos últimas semanas. Y ahora no quería cometer un error. ¿Qué forma debía elegir?

¿Cuál sería el objeto menos llamativo contra ese cielo claro y abierto?

Unas cuantas golondrinas descendían en picado cazando insectos. Con cuidado, asegurándose de que nadie la estaba mirando, Raquel se transformó en una de ellas. Desplegando sus brillantes plumas, revoloteó por el cielo ahora amenazante.

7
Un arcoiris contra el cielo azul

Raquel voló por el caluroso aire matinal. Durante un instante vio a Morpet, a Eric y a los prapsis mirando a través de la ventana. No obstante, sus rostros ansiosos desaparecieron de su vista en cuanto batió las alas de golondrina para abrirse camino en el cielo.

Cuando las casas y las calles familiares fueron disminuyendo de tamaño, la imagen afilada de Paul fue haciéndose un lugar en su mente.

«Practica tu magia», se dijo, intentando alejar de sí el miedo.

Atacando con sus garras diminutas, Raquel lanzó su cuerpo emplumado a través de los cielos. A pesar de sus recientes prácticas en casa de algunos de sus hechizos, especialmente de sus hechizos voladores, estaba bastante anquilosada. «Vamos», pensó, invitando a su magia a mostrarse: «¡Sorpréndeme!».

De repente se ofrecieron innumerables hechizos operativos. Prometían maravillas. Raquel seleccionó dos y trazó un amplio y maravilloso arco en el cielo; un truco que ninguna golondrina había intentado nunca.

La ponía nerviosa adoptar la misma forma durante demasiado tiempo. «¿Cuan rápido podría cambiar si me lo propongo realmente?», se preguntó. Escogió al azar otra forma de pájaro: un cernícalo.

Extendiendo las alas, Raquel se detuvo en el aire: ¡el terror de los ratones!

«Un poco más», pensó. «No pares de pensar».

A medio vuelo, a medio batir de alas, cambió de forma una y otra vez. Una paloma. Un veloz colibrí. Un cisne magnífico, batiendo sus lentas y pesadas alas. Raquel voló por el cielo cada vez más alto, poniéndose a prueba, transformándose en cada pájaro que conocía.

Y entonces un hechizo diferente sugirió un murciélago.

De inmediato sus ojos de pájaro se apergaminaron. Raquel envió señales de sonar, y desde su arrugada cabeza contempló el lugar más bonito que jamás vio antes con sus propios ojos o con los ojos de un pájaro. Era un nuevo mundo fabuloso, el mundo de los murciélagos, sin color, pero cada brizna de hierba, cada soplo de aire, tenía unas texturas tan exquisitas que no tenía palabras para describirlas.

No necesitas esas alas primitivas para volar, le decían sus hechizos. ¡Solo tienes que usar tus pies!

Aturdida por la excitación, Raquel se transformó de nuevo en una niña y simplemente lanzó sus zapatos a través del aire.

Las turbulencias de un avión captaron su atención.

—¡A por él! —ordenó Raquel. Un hechizo de movimiento obedeció de buena gana. El aire se sacudió, lanzando a Raquel hacia delante. No tuvo la sensación de volar. En el tiempo de un latido, incluso menos que eso, se plantó de pie en el morro del avión, asomándose a la cabina del piloto. El piloto parpadeó de incredulidad mientras la niña le sonreía a través del cristal.

Raquel dejó que el avión se alejase y se concentró en una nube lejana. «¿A qué distancia está?», preguntó a sus hechizos de información. «A un kilómetro», respondieron suavemente. «¡Llevadme ahí!» Un hechizo de cambio tomó el mando acercándola a la nube; y entonces ella decidió cambiar a otra nube, y a otra, lanzándose cada vez a distancias mayores: un kilómetro; cinco kilómetros; diez; cincuenta. ¿Qué tal
ochenta?

Raquel surcó los cielos con total temeridad.

De vez en cuando se paraba, patinando hasta detenerse. «Recuerda para qué partiste», se dijo enfurecida consigo misma. «Mamá y los otros no están seguros en casa. Empieza a buscar señales de magia…»

¿Cómo podría encontrar a los niños mejor dotados? «La magia tiene un olor muy especial», le recordaron sus hechizos. «Busca ese olor». Pero hasta su propia nariz estaba desesperada. Raquel permitió a los hechizos tomar el mando. Ellos aumentaron sus orificios nasales hasta que cada uno se convirtió en una ala, flexible, suave y carnosa, como frágiles pétalos ondeando en la brisa.

Aspiró aire e inmediatamente notó el tenue aroma de la magia infantil.

Algunos de los olores eran afilados y picantes, otros almizclados, perfumados, maduros o una mezcla de todas esas cosas; sin embargo, sus rastros eran débiles. Para encontrar a todos aquellos que, como Paul, estuviesen utilizando la magia activamente, necesitaba investigar una área más amplia y cambiar de lugar con mayor rapidez.

Raquel se relajó, permitiendo a la magia fluir por sus venas. El efecto la estremeció: era excitante y salvaje, como respirar aire fresco y limpio después de toda una vida de olor a cerrado. Sintió llamaradas de la misma alegría cuando luchó contra Dragwena en Itrea, pero el miedo había desbaratado todo placer del que hubiese podido disfrutar entonces. Ahora ella se mezcló con el viento confiadamente. Cerró los ojos y se olvidó de las nubes. Olfateó hasta los vestigios más diminutos de magia y se lanzó a por ellos.

Con unos cuantos grandes saltos dejó muy atrás su casa. Las ciudades se convirtieron en manchas lejanas. Los mares surgieron a su encuentro y retrocedieron como si de sueños se tratase. Su cuerpo se acercó a la costa, y tocó las piedras húmedas donde un niño había probado su primer hechizo recientemente. Pero se había ido, y Raquel emprendió su camino de nuevo. Persiguiendo un olor especialmente llamativo entró en un país distinto donde el aire estaba caliente y los olores eran nuevos.

El cambio la había llevado hasta el sur de Francia.

Sintiéndose expuesta, se transformó en una mosca y se posó en la hoja de un pino. Estaba en las montañas de Provenza. En esa época del año, principios de verano, el aire ya era seco y brumoso. El calor brillaba ardiente en las gargantas de Nesque, en las altas montañas. Y escasamente visible, entre los elegantes pinos de las pendientes cuestas empinadas, Raquel encontró a un muchacho. Podría tener cuatro años de edad, aunque probablemente menos.

En un impecable cielo azul el muchacho había creado un arco iris.

Sobresaliendo de entre las montañas, rayas violeta y rojas y amarillas goteaban como pintura en el suelo.


Plus grand plus haut!
—gritaba el muchacho, riéndose bajo el sol.

Raquel tradujo tan bien como pudo dado su precario francés: «¡Más grande! ¡Más alto!», y se sintió eufórica. «Aquí no hay peligro», pensó. «Solo un chico aprendiendo a usar su magia recién descubierta». Tomando de nuevo la forma de una niña se aproximó al muchacho con los brazos extendidos.

—No tengas miedo —dijo ella mientras el muchacho retrocedía sorprendido—.
Je suis Raquel. Qui es tu?

El muchacho la miró fijamente, entonces soltó una maldición al darse cuenta de que se había olvidado del arco iris. Se volvió justo para contemplar cómo desaparecían todos los colores. Tras dar un par de patadas contra el suelo y fruncir el ceño, se escapó montaña abajo, sus sandalias iban palmeteando la tierra dura.

Raquel consideró la posibilidad de perseguirlo, pero un olor fortísimo atrajo su atención. De nuevo cambió apresuradamente de forma. Esta vez se convirtió en una avispa, y aterrizó en Dortmund, Alemania. Allí una niña, tan pequeña que todavía necesitaba un pañal bastante voluminoso, se había subido a un manzano en un jardín.

La madre de la niña estaba de pie bajo el árbol, demasiado impresionada para moverse. Desde la copa del árbol la niña agitaba los brazos gritando:

—¡Bär! ¡Bär!

Al principio Raquel pensó que la niña quería a su madre, pero entonces vio al osito de peluche tendido en el césped. Cuando Raquel miró, vio cómo pestañeaban los botones cosidos que el oso tenía por ojos. Y dio un salto. Sobre sus patitas de fieltro saltó por el césped, trepó por el tronco del árbol y dio un gran abrazo a la niña con sus brazos peludos.

Ambos a la vez, osito y niña, volvieron la mirada a su madre.

Raquel meneó la cabeza intentando encontrarle un sentido a todo aquello. Quizá no era tan extraño. Si los niños estaban experimentando con la magia, ¿por qué no empezar por sus juguetes? Por ahora no había nada siniestro en aquel lugar, decidió. Solo una cría jugando.

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