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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (41 page)

BOOK: El paladín de la noche
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Los dedos acariciaron la piel de Khardan. Con repugnancia, éste volvió la mirada hacia la figura que había en la habitación.

—Lo trajeron ayer, Paladín. ¡Mira su armadura!

El hombre arrugado señaló con un dedo paralizado hacia un rincón de la habitación.

—¡Un Caballero Blanco de Evren! —exclamó Auda impresionado.

—¡Así es! —dijo el hombrecillo, con una sonrisa orgullosa—. Y miradlo ahora. ¡Uno de los más fuertes, uno de sus mejores guerreros! ¡Miradlo ahora!

El hombre, con sus brazos encadenados a la pared, estaba tendido desnudo sobre el suelo de piedra y miraba al Maestro de Vida con ojos dilatados y enloquecidos. Su cuerpo estaba cubierto de sangre de numerosas heridas, de algunas de las cuales todavía manaba, y su piel tenía un color gris ceniciento. El tenue gimoteo salía de su garganta. De pronto, su cuerpo se agitó convulsivamente. El hombre gritó de dolor y su cabeza se estrelló contra la pared como si hubiese sido golpeado por una mano gigante.

Pero nadie lo había tocado. Nadie se había acercado a él.

El arrugado anciano sonrió con silencioso orgullo.

—El dolor, ¿ves? —dijo dándole un codazo a Khardan—, está en dos partes. Cuerpo y mente. El dolor que tú sientes…

Sus dedos se crisparon y Khardan volvió a sentir las agujas a través de su piel. Esta vez más agudas y, al parecer, con la punta al rojo. No pudo contener un quejido, y el hombrecillo arrugado sonrió satisfecho.

—… eso era en tu cuerpo. Eres valeroso, nómada, pero, en quince minutos, con mis instrumentos y mis simples manos, puedo reducirte a una temblorosa masa de carne prometiéndome cualquier cosa con tal de que ponga fin a tu tormento. Pero eso no es nada, ¡nada comparado con el dolor que experimentarás cuando yo entre en tu mente! Ahí estoy ahora, en la suya —dijo el hombre arrugado señalando al Caballero Blanco—. ¡Observa!

El Maestro de Vida comenzó lentamente a apretar su diminuto puño, encorvando los dedos hacia dentro. Y, mientras lo hacía, el hombre encadenado a la pared comenzó a enroscarse sobre sí mismo, estirando y contrayendo sus músculos espasmódicamente mientras todo su cuerpo se enroscaba como el de una araña moribunda y un grito tras otro estallaba de su garganta.

—¿Honor?

Volviéndose hacia el Paladín Negro, Khardan esbozó una sonrisa burlona, aunque su cara estaba cubierta de sudor y su cuerpo temblaba.

—¿Qué clase de honor hay en torturar a tu enemigo hasta la muerte?

—¿Muerte? —replicó el hombrecillo arrugado con aire sorprendido—. ¡No! ¡Absurdo despilfarro!

—¡Se está muriendo! —gritó Khardan furioso.

—No —dijo el Maestro de Vida con suavidad—. Está rezando. Escucha…

Reacio, Khardan volvió su mirada hacia el cuerpo torturado. El Caballero de Evren colgaba de sus cadenas con su fuerza casi agotada. Sus gritos habían cesado y su voz quebrada susurraba palabras que, al principio, no se podían oír.

El Maestro de Vida levantó una mano pidiendo silencio. Casi sin respirar, Ibn Jad se inclinó hacia adelante. Desconcertado, Khardan dirigió su mirada al uno y luego al otro. En los ojos de ambos había un brillo de triunfo y, sin embargo, el califa no podía entender cuál era su victoria. Un hombre moribundo rogando a su diosa que acogiese su alma…

Y entonces, Khardan oyó con toda claridad las palabras de aquel hombre.

—Acéptame…. a tu servicio… Zhakrin… —la voz del hombre se hizo más fuerte—. ¡Acéptame… a tu servicio… Zhakrin!

«Preparación para convertirse en un Paladín Negro. »

El Caballero de Evren alzó la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas. Luego levantó sus encadenadas manos.

—¡Zhakrin! —susurró con reverencia—. ¡Zhakrin!

El Maestro de Vida se deslizó por el suelo de piedra. Sacando una llave de entre sus hábitos, le quitó los grilletes. El caballero se postró de rodillas y abrazó las piernas del torturador. Cloqueando como una madre para con su hijo, el arrugado anciano comenzó a limpiar su atormentada carne.

—Desnudos y cubiertos de sangre, así venimos a esta vida —murmuró Ibn Jad.

Enfermo y mareado por la impresión, Khardan se dejó caer contra el muro de piedra. El cuerpo del hombre torturado era musculoso; obviamente se trataba de alguien fuerte y poderoso. Una espada teñida de sangre descansaba en un rincón; su armadura, adornada con un lirio, mostraba abolladuras y arañazos. Era evidente que había luchado con valentía contra sus capturadores. Había sido un enemigo jurado de aquel dios y, ahora, ofrecía su vida a Zhakrin.

—Así vinimos al dios muchos de nosotros —dijo Ibn Jad—. El camino del fuego limpia y conduce el alma a la verdad. Y así será también contigo, nómada —agregó cogiendo del brazo a Khardan—. Dentro de unos años, te acordarás de esto como de una bienaventurada experiencia. Y, en tu caso, será una transformación doblemente maravillosa, ¡ya que vas a renacer casi al mismo tiempo que nuestro dios!

El caballero estaba a los pies del Maestro de Vida, y éste lo rodeaba con su escuálido brazo, sosteniéndolo con ternura.

—Tómalo, Paladín, llévalo hasta su alcoba. Dormirá y se despertará fresco y renovado por la mañana.

Auda ibn Jad aceptó a su cargo al caballero de Evren, quien todavía seguía musitando el nombre de Zhakrin en sagrado éxtasis.

Conduciendo al caballero de vuelta por el vestíbulo, Auda miró a Khardan por encima del hombro.

—Que te vaya bien, nómada. Cuando volvamos a encontrarnos mañana, espero poder llamarte hermano.

Khardan se lanzó hacia adelante, sin ninguna esperanza de escapar, tan sólo con una idea en su mente: aplastar la cabeza contra la pared, abrirse la tapa de los sesos, matarse.

Unos dedos huesudos se cerraron sobre su muñeca. El dolor ascendió por su brazo corriendo de un nervio a otro y colándose por sus venas como un agua helada de lento fluir. Sin poder resistirlo, cayó de rodillas. El Maestro de Vida lo agarró de la otra muñeca y lo arrastró a través del suelo de piedra hacia el asfixiante calor de la habitación.

Las llamas se elevaban frente a los ojos de Khardan; el calor azotaba su cuerpo. Los grilletes se cerraron en torno a sus muñecas. El anciano se acercó hasta un caldero que colgaba encima del rugiente fuego. Estirando la mano, sacó una pieza de hierro candente y, con ella, se volvió hacia Khardan.

—¡Akhran! —gritó el califa forcejeando contra los grilletes, intentando arrancarlos de la pared—. ¡Akhran! ¡Escúchame!

El anciano se fue acercando hasta que su enorme cabeza cubrió el campo de visión de Khardan.

—Sólo un dios oye tus gritos. ¡Zhakrin!

Su silbante aliento se sentía caliente sobre la mejilla de Khardan.

—¡Zhakrin!

Capítulo 10

Mateo se deslizó sigilosamente escaleras abajo detrás de Khardan y Auda ibn Jad, guiándose tan sólo por la débil estela de luz que dejaba la antorcha del Paladín Negro. Al llegar al final de las escaleras, vio el largo y estrecho vestíbulo con sus filas de puertas de madera cerradas y se dio cuenta de que, si seguía adelante, lo descubrirían.

No tuvo otro remedio que volver escaleras arriba tanteando su camino en la oscuridad, moviéndose con cuidado para evitar ser oído. A mitad de la escalera se detuvo y, apretando el cuerpo contra el muro, contuvo la respiración para escuchar. Las palabras de los hombres llegaban hasta él, sin embargo, con toda claridad; algún juego acústico de la piedra las llevaba hasta sus oídos casi tan claramente como si se hallase junto a ellos.

De este modo Mateo pudo oír todo cuanto se dijo, desde la torturada agonía del caballero de Evren hasta su extasiada plegaria a Zhakrin. Oyó los últimos forcejeos de Khardan en su futil tentativa de libertad, oyó al califa gritar de dolor y también el sonido de un cuerpo pesado al ser arrastrado por el suelo. Pero oyó también algo más: Auda ibn Jad venía en su dirección. Moviéndose lo más deprisa que pudo en aquella total oscuridad, Mateo se precipitó escaleras arriba. Al alcanzar de improviso el final de la escalera, se tambaleó y cayó. Los pasos se oían cada vez más cerca. Por fortuna, Ibn Jad iba entorpecido por la carga del debilitado caballero al que sostenía y ello lo obligaba a avanzar con lentitud. Las plegarias que el caballero murmuraba a Zhakrin impedían al Paladín Negro oír los ajetreos del joven brujo.

Poniéndose rápidamente en pie, Mateo echó una desesperada ojeada al corredor. Una antorcha que ardía en la pared a unos siete metros por delante de él iluminaba con claridad gran parte del corredor, dejando tan sólo una pequeña mancha de sombra entre su luz y la de la siguiente antorcha. Mateo no podía esperar cubrir toda la largura del corredor sin ser visto. Una sombra más oscura cerca de él, justo al borde del círculo de luz de antorcha, ofrecía su única esperanza. Corriendo hasta ella, Mateo descubrió justo aquello por lo que estaba rezando: un nicho natural en la tosca pared de roca. No era muy grande y pareció hacerse más pequeño cuando Mateo apretujó su esbelta figura en su cavidad. Si hubiese estado directamente bajo la luz de la antorcha, difícilmente habría podido sentirse más visible. Volviendo su cara hacia la pared en un esfuerzo por esconder su blanca piel que podía resaltar en la oscuridad, Mateo cruzó las manos dentro de las mangas de sus hábitos negros y contuvo la respiración.

Ibn Jad y el caballero pasaron a menos de un palmo de él. Mateo habría podido estirar la mano para coger la manga del Paladín. Parecía que forzosamente tenían que verlo u oírlo; su corazón latía lo bastante alto como para despertar a los muertos. Pero los dos hombres pasaron de largo y prosiguieron su camino sin mirar una sola vez en dirección a él. Con un suspiro de alivio, Mateo se dispuso a ofrecer una oración de gracias por la oportuna protección cuando se acordó de qué dios era el que gobernaba la oscuridad.

Un desgarrado grito de dolor brotó desde abajo y resonó en el corredor. Khardan…

Las piernas de Mateo cedieron y se dejó caer débilmente sobre el suelo de roca mientras el terrible sonido resonaba en su corazón. Temblando, su mano se fue hacia la escarcela que llevaba en la cintura y los dedos se cerraron en torno a la varita de obsidiana.

La oscuridad siseó.

—Di la palabra, amo, y yo salvaré a tu amigo de su sufrimiento.

—¡Yo no te he invocado! —dijo Mateo con agitación, consciente de que no tenía ningún control sobre aquella criatura.

—No de palabra —respondió el diablillo con una risilla cruel—. Leí los deseos de tu corazón.

Otro grito rasgó el aire. Mateo se apoyó en la pared.

—Con «salvarlo», ¿quieres acaso decir sacarnos de aquí? —interrogó.

El pecho se le contraía dolorosamente: le resultaba difícil respirar.

—No —respondió el diablillo terminando la palabra con un rugido gutural—. A mi Príncipe Demonio no le gustaría nada eso. Si tú te vas, también yo, y mi Príncipe ordena que me quede. Él está encantado de oír que su dios hermano regresa, y más encantado todavía de saber que la buena diosa se halla bajo el poder de Zhakrin.

—¿Qué es lo que va a hacer con ella?

—Estúpido mortal, ¿qué crees tú? —repuso el diablillo. Su arrugado cuerpo se retorció ante la idea.

—Él no puede destruir… —comenzó Mateo, espantado.

—Eso está por verse. Jamás ha estado tan debilitado ninguno de los veinte. Sus inmortales no están aquí para ayudarla; sus seguidores mortales, como ya has visto, están sucumbiendo a Zhakrin. El poder de éste crece a medida que el de Evren mengua.

Mateo intentó pensar, experimentar algún sentido de pérdida ante el terrible destino de la diosa; intentó obligarse a contemplar el efecto que aquel trastocamiento podría tener en el equilibrio de poder en el cielo. Pero los gritos de Khardan estaban en sus oídos y, de repente, dejó de preocuparse por otra cosa que no fuese lo que estaba sucediendo en la tierra.

—¡Libéralo, libera a Zohra! Llévame con tu Príncipe —suplicó Mateo con el rostro cubierto de sudor.

El diablillo apretó sus arrugados labios.

—Un trato bastante pobre ése, cambiando nada por algo. Además, Zhakrin ha pedido el cuerpo de la mujer. Astafás jamás ofendería a su hermano llevándosela.

Los alaridos de Khardan cesaron bruscamente, cortados por un grito ahogado y estrangulado. En aquel silencio sobrecogedor, un brillo de entendimiento vino a iluminar la oscuridad de Mateo. La desconcertante conducta del dios Errante ya no resultaba tan desconcertante. El joven brujo ansiaba abanicar la diminuta chispa de la idea que se le acababa de ocurrir, soplar sobre el carbón y ver elevarse las llamas, pero no se atrevía porque, en el mismo momento en que aquel pensamiento acudió a su mente, vio la lengua del diablillo lamiendo sus labios y sus ojos rojos estrechándose.

Mateo sacó la varita de su escarcela y la sostuvo delante del diablillo.

—Quiero hablar con Khardan —dijo el joven brujo serenamente, manteniendo un firme control de su voz—. Consigue alejar a su atormentador.

El diablillo se rió e hizo una mueca burlona.

—¿Qué ocurriría —continuó con calma Mateo, aunque su cuerpo temblaba bajo los hábitos negros— si yo le diese esta varita a la Maga Negra?

Los ojos rojos del diablillo centellearon. Aunque intentó ocultarlos con sus delgados y rugosos párpados, fue demasiado tarde.

—Nada —contestó la criatura.

—Mientes —aseguró Mateo—. Empiezo a comprender. La varita sirve para convocar al inmortal que se halla más cerca de nuestros corazones. Meryem la utilizaba para convocar a uno de los sirvientes de Quar. Sin embargo, cuando la varita llegó a mis manos, su poder actuó sobre un ser inmortal de los dioses en los que yo creo y, como su magia es negra, te llamó a ti.

La larga lengua roja del diablillo le colgaba a éste de la boca en un gesto de burla. Sus dientes se veían negros contra el fondo rojo y sus ojos ardían.

Mateo apartó la mirada y la dirigió directamente a la varita que sostenía en su mano.

—Si yo le entregase esta varita a la Maga Negra, ella podría utilizarla para convocar a un inmortal de Zhakrin.

—¡Deja que lo intente! —desafió el diablillo enrollando la lengua dentro de su boca con un lametazo—. Sus inmortales hace mucho tiempo que han desaparecido.

—Sin embargo,

serías desterrado.

—Mientras tú estés aquí, yo estaré aquí, Oscuro Amo —repuso el diablillo con una malvada sonrisa.

—Pero sin poder para actuar —señaló Mateo.

—¡Lo mismo que tú!

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