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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (40 page)

BOOK: El paladín de la noche
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—¡No!

La boca de Mateo formó la palabra, pero fue Khardan el que la gritó.

—¡Tomad mi cuerpo, si es carne lo que necesitáis para alimentar a vuestro maldito dios! —gritó con furia el califa, luchando por liberarse de Kiber y el
goum
y debatiéndose con tanta fuerza que Auda ibn Jad abandonó su lugar en el círculo y avanzó hacia Khardan con la mano en la empuñadura de la espada que llevaba a la cintura. Volviéndose, el Paladín miró a la maga con una ceja levantada.

Ella asintió con la cabeza, con gesto complacido.

—Es tal como dijiste, Ibn Jad. El nómada es noble y honorable. Sabemos que es fuerte y tiene el espíritu de un guerrero. Puedes comenzar su adiestramiento esta noche —dijo, y sus ojos se fueron hacia Khardan—. Tu ofrecimiento te dignifica, señor. Pero aceptar semejante sacrificio sería un trágico despilfarro, desaprobado por nuestro dios. Has demostrado tu mérito y tu voluntad y, por tanto, servirás a Zhakrin de otra manera. Iniciarás tu preparación para convertirte en uno de los Paladines Negros.

—¡Yo sirvo a Akhran, el Errante, y a ningún otro! —respondió Khardan.

—Hasta ahora lo has servido. Eso cambiará —repuso la Maga Negra con gravedad—. Puesto que el círculo se ha roto, nuestra Sacristía ha concluido. Auda ibn Jad, te llevarás a este hombre abajo. Su preparación ha de comenzar de inmediato.

»Nos volveremos a reunir mañana, a las once de la noche —añadió la maga dirigiéndose a todos—. La ceremonia dará comienzo a medianoche, el final de un día y el principio de otro. Del mismo modo, el regreso de nuestro dios marcará el inicio de una nueva era para el mundo.

—Una pregunta antes de partir —dijo el Señor de los Paladines Negros.

La maga se volvió respetuosamente para dar la cara a su esposo.

—Tenemos aquí a dos seres sagrados: Zhakrin y Evren. ¿Qué vamos a hacer con la diosa del Bien?

—Puesto que ella es una diosa y nosotros unos simples mortales, no estamos en poder de ofrecerle ayuda ni de causarle daño alguno. Su destino descansa en manos de Zhakrin.

El Señor de los Paladines hizo un gesto de asentimiento y la gente comenzó a desfilar hacia el exterior de la Sacristía. La Maga Negra permaneció en ella, e hizo señas a varias mujeres para que se acercasen. Habló con ellas en voz baja y discreta, probablemente sobre la ceremonia del día siguiente. Auda ibn Jad ordenó a Kiber, con un gesto, que le trajese a Khardan y juntos abandonaron la Sacristía.

Mateo se preguntaba qué clase de «preparación» haría que Khardan dejara de ser un príncipe nómada para convertirse en un Caballero Negro al servicio de un dios maligno.

El brujo echó una mirada a su alrededor. Nadie le estaba prestando atención. Pudo ver a Ibn Jad y sus hombres atravesando un estrecho corredor. «Si voy a seguirlos, debo hacerlo ahora», pensó, «antes de que me dejen atrás». Silenciosamente, y tras una última mirada, se deslizó fuera de la Sacristía.

Los ojos de la Maga Negra no observaron su partida, pero los pasos del joven resonaron en su corazón.

Capítulo 9

—¿Cuándo comencé a perder el control? —se preguntaba Khardan amargamente—. Durante veinticinco años, he sostenido la vida en mi mano como un pedazo de hierro frío listo para la forja. Entonces, de pronto, el hierro se convirtió en arena. La vida comenzó a escurrirse entre mis dedos y, cuanto más fuertemente la agarraba, más se me escapaba.

»Todo empezó —determinó Khardan—, con el mandato del dios de que me casara con Zohra y esperara a que esa maldita Rosa del Profeta floreciese. ¿Qué he hecho yo para ofender a mi dios y que él me trate de esta manera? ¿Qué ha hecho mi pueblo? ¿Por qué permitió Akhran que me trajeran aquí cuando mi gente me necesita? ¿Por qué, en lugar de ayudarnos a derrotar a nuestros enemigos, decidió aparecerse a estos
kafir
y ayudarlos en sus malvadas intrigas?»

—¡Escucha mi plegaria, Akhran! —murmuró Khardan con enojo—. ¡Envíame a mi djinn! ¡O aparece aquí con tu espada de fuego y libérame!

En la pasión de su ruego, Khardan forcejeaba contra las ataduras de cuero que oprimían sus muñecas. Kiber dio un gruñido y un cuchillo centelleó a la luz de una antorcha. Khardan giró con toda rapidez para situarse frente a su atacante. Atado como estaba, se mostraba dispuesto a luchar por su vida, pero Auda ibn Jad se interpuso. Es-tirando la mano, tomó el cuchillo de Kiber, agarró los brazos de Khardan y lo empujó hasta colocarlo contra el muro. El cuchillo cortó por la mitad las tiras de cuero.

—Eso es todo por esta noche, Kiber —dijo Auda—. Puedes retirarte a vuestras dependencias.

El
goum
saludó y, tras lanzar a Khardan una última mirada amenazadora, partió. Cuando atravesaba el vestíbulo de vuelta, Kiber no pareció reparar —puesto que no había recibido ninguna orden al respecto— en la negra sombra que se movía a cierta distancia por detrás de ellos y que desapareció precipitadamente en la oscuridad de una puerta abierta ante la proximidad del
goum
.

Khardan se frotó las muñecas y miró con recelo a Ibn Jad. Los dos se hallaban solos en un sombrío corredor que descendía en espiral hasta gran profundidad, por debajo del nivel del suelo del castillo.

—¡Lucha conmigo! —dijo con brusquedad Khardan—. Tu espada contra mis manos desnudas, no importa.

Auda ibn Jad lo miró con gesto ligeramente divertido.

—Admiro tu espíritu, nómada, pero te falta disciplina y sentido común. ¿Qué es lo que vamos a ganar luchando? Tal vez pudieses derrotarme, lo cual dudo, pues estoy bien entrenado en diversas formas de combate mano a mano de las que no tienes noción alguna. Pero, supongamos que, con bastante mala suerte por mi parte, lograses vencerme. ¿Y bien? ¿Adónde irías? ¿De nuevo con los ghuls?

Khardan no pudo evitarlo: un escalofrío sacudió su cuerpo. Ibn Jad sonrió con frialdad.

—Ése era mi propósito al permitirles que te atacaran. Jamás habría dejado que te matasen, ¿sabes? Eres demasiado valioso para nosotros. Tu rescate por parte de la flor fue algo por completo inesperado, aunque altamente instructivo, después de todo. Extraños son los designios del dios —murmuró, y luego guardó silencio con aire pensativo.

Sacudiendo la cabeza para romper su ensueño, Ibn Jad prosiguió:

—No, no lucharé contigo. He roto tus ataduras para que podamos caminar juntos como dos hombres, con dignidad.

—¡Yo no serviré a vuestro dios! —dijo Khardan desafiante.

—Vamos, no malgastemos nuestro tiempo en inútiles discusiones —repuso Auda haciendo un cortés y elegante ademán con su esbelta mano—. ¿Me acompañas? No está lejos.

—¿Adónde vamos?

—Pronto lo verás.

Khardan permaneció indeciso unos momentos en medio del vestíbulo, mirando a uno y otro lado de aquel corredor iluminado por antorchas. Excavado en granito, era un pasaje estrecho y aún se hacía más estrecho por delante de ellos. Las antorchas iluminaban el camino, pero sólo estaban colocadas en la pared a intervalos de unos siete o nueve metros, formando así trechos oscuros interrumpidos por círculos de luz. Más atrás, al comienzo del vestíbulo, después de abandonar la Sacristía, habían pasado por delante de puertas y entradas arqueadas a otros corredores. Pero pronto éstas habían quedado atrás. Las paredes, que al principio eran de liso y pulido granito, daban paso a otras de piedra toscamente tallada. No había ventanas ni salida alguna por ninguna parte.

Y, si las hubiese habido, afuera estaban los ghuls…

Khardan comenzó a andar corredor abajo, con expresión sombría y severa. Auda ibn Jad lo acompañó.

—Dime, ¿es cierto que a tu dios… ? ¿Cuál es su nombre?

—Akhran.

—¿Es cierto que a Akhran se lo conoce como el Errante? ¿Pudo haber sido tu dios el que vino a nosotros con las noticias de la duplicidad de Quar?

—Sí —admitió Khardan—. Akhran nos advirtió de la traición de Quar, y nosotros la hemos visto con nuestros propios ojos.

—¿En el ataque del amir contra tu gente?

—¡Yo no huí de la batalla disfrazado de mujer!

—Naturalmente que no. Eso fue obra de la flor y de tu esposa, Zohra. Una mujer notable, sí señor. Me cuesta imaginar que ella sea la clase de mujer que arrastra a un hombre fuera de una batalla. ¿Te ha dado alguna explicación de aquel irracional comportamiento?

—Dijo algo acerca de una visión —respondió Khardan con irritación, no queriendo pensar en Zohra.

Pese al hecho de que ella lo había deshonrado en su lecho, y pese al hecho de que ella había frustrado su matrimonio con Meryem y lo había puesto en ridículo delante de sus hombres obligándolo a aceptar a un varón en su harén, ella era su esposa y merecía su protección, y él se encontraba impotente para ofrecérsela.

—¿Una visión?

—Magia de mujeres —murmuró Khardan.

—No menosprecies la magia de las mujeres, nómada —dijo Auda ibn Jad con gravedad—. A través de su poder y del valor de aquellas que la han manejado (valor tan grande o mayor que el de cualquier hombre), mi pueblo ha sobrevivido. Esa visión era lo bastante importante como para hacer que la mujer actuase de acuerdo con ella. Me pregunto lo que era.

«Y, lo que es más, cómo podría afectar a lo que estoy haciendo ahora», pensó el Paladín.

Khardan pudo oír las inexpresadas palabras con tanta claridad como si las hubiese pronunciado; la expresión pensativa y preocupada que reflejaba el rostro de Auda indicaba cuán seriamente se tomaba éste el asunto. Khardan comenzó a lamentar no haber interrogado más a Mateo sobre este punto.

El Paladín Negro estuvo sin hablar durante varios minutos, mientras seguían caminando por el sinuoso corredor. Por fin, la luz de las antorchas se terminó. Más allá de ellas estaba la impenetrable oscuridad. Auda ibn Jad tomó una antorcha de un candelabro de pared y la sostuvo en alto. La luz iluminó unas escaleras de piedra que descendían en empinada y cerrada espiral.

Khardan se detuvo. Una repentina debilidad se apoderó de él. Temblando, se apoyó contra la pared. El viento que subía por aquellas sombrías escaleras lo hizo tiritar de un modo incontrolado. Era tan frío y húmedo como el aliento de la Muerte; su contacto con la piel era como el frío tacto de un cadáver.

—Valor, nómada —dijo Auda, poniendo su mano en el brazo desnudo de Khardan.

—¿Qué hay allá abajo? ¿Adónde me llevas? —jadeó Khardan.

—A tu destino —respondió Auda ibn Jad.

Khardan estuvo a punto de arrojarse sobre el Paladín Negro, de hacer un ultimo y desesperado intento de luchar por su vida; pero los oscuros ojos del hombre se encontraron con los suyos y lo inmovilizaron.

—¿Es eso valor? ¿Luchar desesperadamente como una rata acorralada? Si es la muerte lo que te espera ahí abajo, ¿no es mejor afrontarla con dignidad?

—¡Así sea! —dijo Khardan.

Sacudiéndose de encima la mano de Auda, el califa siguió descendiendo la escalera por delante del Paladín.

Al pie de las escaleras, llegaron a otro vestíbulo. A la luz de la antorcha de Ibn Jad, Khardan pudo ver una serie de puertas de madera situadas a intervalos a cada lado de un estrecho corredor. Todas las puertas, excepto una, estaban cerradas. De ésta brotaba una luz clara, y Khardan oyó unos tenues sonidos que emanaban de su interior.

—Por aquí —indicó Ibn Jad con un ademán.

Khardan caminó despacio hacia la entrada; sus piernas parecían reacias a llevarlo adelante y sus pies estaban pesados y torpes. El miedo se arrastró como una serpiente en su barriga y él sabía que, si no hubiera sido por los negros ojos de Ibn Jad que lo observaban, se habría echado a llorar como un niño aterrado.

Los sonidos se hicieron más claros a medida que se acercaron a la puerta abierta, y la serpiente se retorció y revolvió en sus tripas. Era el sonido de un hombre gimiendo en agonía de muerte. El rostro de Khardan se cubrió de sudor que empezó a gotear por su negra barba. Un estremecimiento lo sacudió de arriba abajo, pero él siguió avanzando. Cuando ya se encontraba delante de la puerta, sintió la mano de Auda sobre su brazo y se detuvo. Parpadeando contra la deslumbrante claridad de la habitación, miró en su interior.

Al principio no pudo ver nada más que una oscura figura contorneada contra la intensa luz de fuego. Un hombre pequeño y encogido con una cabeza desproporcionadamente grande y un cuerpo completamente arrugado miró a Khardan con ojos sagaces y valorativos.

—¿Éste es el hombre, Paladín? —dijo con una voz tan quebrada como su cuerpo.

—Sí, Maestro de Vida.

El hombre asintió con su enorme cabeza. Ésta parecía mantenerse tan a duras penas en equilibrio sobre su esquelético cuello, y él se movía con tanto cuidado, que Khardan tuvo la aprensiva y momentánea impresión de que se le iba a desprender y caer rodando de su cuerpo de un momento a otro. El hombre iba vestido con unos voluminosos hábitos negros que se agitaban y ondeaban con las olas de aire caliente que flotaban en la habitación. Desde algún lugar detrás de él, fluyendo como una corriente inferior por debajo de sus palabras, procedía el tenue y lastimero sonido.

—Llegas en buen momento, Paladín —dijo con satisfacción el hombre.

—¿El renacimiento?

—En cualquier momento a partir de ahora, Paladín. En cualquier momento.

—Resultará instructivo para el nómada. ¿Podemos observar, Maestro de Vida?

—Será un placer, Paladín.

El hombrecillo se inclinó en una reverencia y se echó a un lado de la puerta.

Khardan miró hacia el fondo del cuarto y, al instante, apartó los ojos.

—¿Escrupuloso? —dijo el hombre arrugado acercándose y señalando a Khardan con un huesudo dedo—. Sin embargo, aquí veo cicatrices de batalla…

—¡Una cosa es combatir con un hombre y otra ver cómo alguien es atormentado hasta morir! —replicó Khardan con la voz enronquecida mientras mantenía su cabeza vuelta ante la horripilante escena.

—¡Mira! —ordenó Auda en voz baja.

—¡Mira! —repitió el anciano.

Su mano huesuda se deslizó sobre la piel de Khardan y éste se encogió con repulsión y volvió la cara sobresaltado. Un dolor de punzadas de aguja recorrió todas sus terminaciones nerviosas. El hombrecillo no llevaba ningún arma, pero era como si un millar de espinas se clavasen en la carne de Khardan. Reprimiendo un grito, éste se quedó mirando fijamente al siniestro anciano, quien sonrió con timidez.

—Cuando vine hasta Zhakrin, me preguntaba de qué manera podía servir mejor a mi dios. Éste —dijo extendiendo sus delgados brazos con la piel amarillenta colgandode los huesos— no es el cuerpo de un guerrero. Yo no podía ganar almas para Zhakrin con mi espada. Pero podía ganarlas de otro modo: con el dolor. Durante largos años estudié y viajé hasta oscuros y secretos lugares por todo Sularin para aprender a perfeccionar mi arte. Pues un arte es. Mira, mira a ese hombre.

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