El paladín de la noche (42 page)

Read El paladín de la noche Online

Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El paladín de la noche
9.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Según parece, yo no tengo poder de ninguna manera —dijo Mateo encogiéndose de hombros—. ¿Qué puedo perder?

—¡Tu alma! —siseó el diablillo con un contoneo de placer que casi hace partirse a la criatura en dos.

Mateo vio la mano estirándose hacia él; vio el inmenso vacío en el que se vería arrojado y su alma gimiendo en la desesperación hasta que su pequeño grito fuese tragado por la eterna oscuridad.

—No —dijo en voz baja Mateo—. Astafás ni siquiera tendría eso. Ya que, cuando yo entregue la varita a la Maga Negra, yo también me entregaré a ella.

El diablillo se vio atrapado en media contorsión, con una pierna enredada en torno a la otra y un brazo enroscado alrededor de su cuello. Muy despacio, se desenrolló y se arrastró hacia adelante para mirar amenazadoramente al joven brujo.

—¡Antes que permitir eso, te arrebataría el alma!

—Para hacer eso, tendrías que matarme y, estando yo muerto, tú ya no podrías entrar en este lugar.

—¡Parece que estamos en un atolladero! —rugió el diablillo.

—Haz por mí lo que te pido. Ayúdame a ver a Khardan… a solas.

Enroscando y desenroscando la lengua, el diablillo lo consideró. Escrutó en la mente de Mateo, pero todo cuanto vio en ella fue un revoltijo teológico. Por cuanto al diablillo concernía, la teología sólo era buena para una cosa: para sumergir al erudito con exceso de celo en aguas profundas y peligrosas. Si bien de vez en cuando se divertía oyendo a los mortales discutir con firme convicción acerca de cosas sobre las que no sabían absolutamente nada, por lo general el diablillo encontraba la discusión teológica muy tediosa. No dejaba de parecerle extraño que Mateo escogiese aquel momento para hablar de teología con un hombre al que estaban torturando, y la criatura sondeó con profundidad la mente del joven brujo. Pero éste no parecía planear ninguna traición. No es que nada de lo que pudiese intentar fuera a hacerle bien alguno, de todas maneras. El diablillo decidió seguirle la corriente al mortal y obtener al mismo tiempo una valiosa concesión.

—Si obedezco tus órdenes, deberás jurar lealtad a Astafás.

—¡Lo que sea! —aceptó Mateo, ansioso por llegar hasta Khardan, ya que aquel ominoso silencio resultaba más aterrador que los gritos.

—¡Un momento! —dijo el diablillo levantando una mano de dedos aplastados y torcidos—. Creo que es justo que te diga que tu ángel de la guarda no se halla presente y, por tanto, no tienes a nadie que intervenga en tu nombre antes de adquirir este compromiso.

Por qué esta observación había de preocupar a Mateo, quien no creía en ángeles de la guarda más de lo que podía creer en cualquier otro cuento de niños, era un misterio. Pero el joven sintió una repentina pesadumbre en su corazón.

—No importa —contestó al cabo de un momento—. Prometo mi lealtad al Príncipe de las Tinieblas.

—¡Di su nombre! —siseó el diablillo.

—Prometo lealtad a… a Astafás.

La palabra quemó los labios de Mateo como un veneno. Cuando después se los chupó, tenían un sabor amargo.

El diablillo sonrió de oreja a oreja. Sabía que Mateo mentía; sabía que, aunque su boca de humano pronunciaba las palabras, éstas no eran repetidas por su alma. Pero el mortal se hallaba solo en este plano de existencia humana; su ángel guardián ya no estaba allí para protegerlo con sus alas. Y ahora Mateo sabía que estaba solo. La desolación, la desesperanza, éstos serían los instrumentos de tortura del diablillo y, cuando llegara la hora —como pronto sucedería, pues también el diablillo estaba comenzando a idear un plan—, el joven brujo ansiaría que el tormento terminara, ansiaría perderse en el sedante consuelo del oscuro olvido.

—¡Espera aquí! —dijo el diablillo, y se desvaneció en un parpadeo.

Una voz salió de la luz de la antorcha; sonó tan cerca y tan real que Mateo se estremeció y miró aterrado a su alrededor.

—¡Maestro de Vida! ¡Ven enseguida! —La voz de Auda ibn Jad sonaba enojada, disgustada—. ¡Este caballero! Algo no marcha bien. ¡Creo que se está muriendo!

El corredor estaba vacio. El Paladín Negro no se veía por ninguna parte. Y, sin embargo, la voz parecía venir de detrás del hombro de Mateo.

—¡Maestro de Vida! —ordenó Ibn Jad.

—¿Qué ocurre? —respondió una voz chillona desde abajo.

Mateo se acurrucó dentro de su nicho, conteniendo la respiración.

—¡Maestro de Vida!

El Paladín Negro estaba furioso, insistente.

Se oyeron unos pasos arrastrados por las escaleras. El Maestro de Vida, resoplando, trepó lentamente hasta arriba y miró hacia el otro extremo del corredor.

—¿Ibn Jad? —preguntó con una voz trémula.

—¡Maestro de Vida! —se oyó el grito del Paladín Negro resonar a través del corredor—. ¿Por qué tardas tanto? ¡El caballero se ha sumido en un coma!

Con su desmesurada cabeza proyectada hacia adelante, escrutando en una y otra dirección, el torturador se arrastró a lo largo del pasillo siguiendo el sonido de la voz de Ibn Jad que cada vez sonaba más enojada al mismo tiempo que se hacía más distante. Volviéndose para mirar al siniestro hombre con un estremecimiento, Mateo, sin perder un segundo, se deslizó fuera de su nicho y descendió las oscuras escaleras.

Capítulo 11

Unos brazos fuertes rodearon estrechamente a Zohra mientras unos cálidos labios saboreaban los suyos y unas manos la acariciaban. El punzamiento del deseo ardía dentro de ella, y ella clamó pidiendo amor, pero no había nada. Los brazos se derritieron, los labios se volvieron fríos y las manos se retiraron. Ella estaba vacía por dentro y ansiaba desesperadamente llenar aquel vacío. El dolor se volvió más y más acuciante y, entonces, una figura oscura se irguió por encima de su cama.

—¡Khardan! —exclamó Zohra llena de alegría y estiró los brazos para atraer a la figura junto a sí.

La figura levantó una mano y una intensa luz blanca brilló en los ojos de Zohra, haciendo esfumarse su sueños.

—Despierta —dijo una voz fría y uniforme.

Zohra se sentó; los ojos le lloraban ante aquella repentina luminosidad. Levantando una mano para protegerlos, se esforzó por ver la figura que había reflejada en la blanca luz.

—¿Qué me ha ocurrido? —inquirió con temor Zohra.

El recuerdo de aquellos brazos y manos todavía parecía real y su cuerpo seguía ardiendo por aquel tacto aun cuando su mente se revolvía contra él.

—Nada, querida mía —contestó la voz, una voz de mujer—. Te han administrado la droga prematuramente.

La luz blanca se convirtió en la llama de una vela que iluminaba la lisa y tirante piel de la maga. Colocando la palmatoria sobre una mesa al lado del lecho de Zohra, la maga se sentó junto a ella. La llama ardía firmemente y sin vacilar en las profundidades de los intemporales ojos de la mujer. Estirando una mano, acarició la enredada melena negra de Zohra.

—Sin embargo, creo que ha resultado muy instructivo. Ya ves, ahora eres nuestra… de cuerpo, mente y alma.

—¿Qué quieres decir? —balbució Zohra, apartándose del contacto de la mujer.

Al descubrir que estaba desnuda en la cama, agarró las sábanas de seda sobre las que yacía y se las enrolló estrechamente en torno a su cuerpo.

La Maga Negra sonrió.

—De no haber sido solicitada por otro, querida mía, estarías ahora languideciendo en los brazos de uno de los Paladines Negros y, quizás, al cabo de algunos meses, dando a luz a un niño.

—¡No!

Zohra irguió la cabeza en un gesto desafiante, pero mantuvo los ojos apartados de aquel rostro frío y severo.

La Maga Negra se inclinó hacia ella y le tocó la mejilla.

—Fuertes brazos, dulces besos… y, después, nada más que fría soledad. Lanzaste una exclamación…

—¡Basta!

Zohra le apartó la mano de un empujón, mirando a la mujer a través de lágrimas de vergüenza. Apretándose las sábanas contra el pecho, reptó hacia atrás alejándose cuanto pudo de la mujer, lo que enseguida se vio limitado al alcanzar la cabecera de madera labrada de su cama.

—¡No pienso comer ni beber nada! —declaró con apasionamiento—. Jamás me someteré…

—La droga no estaba en tu comida, niña, sino en las ropas que te pusiste. El tejido había sido empapado con ella, y la droga se filtra en tu piel. Podría estar en estas sábanas —dijo con un movimiento de mano—. O en el perfume con el que untamos tu cuerpo… Jamás lo sabrías, querida mía. Pero —la maga se puso lánguidamente en pie y, dando la espalda a Zohra, se alejó de la cama y se paseó lentamente por la habitación—, no te preocupes. Como te he dicho, has sido escogida por otro y, si bien es cierto que él quiere tu cuerpo, no es con el propósito de criar nuevos seguidores.

Zohra mantuvo un desdeñoso silencio. Apenas estaba escuchando, de hecho. Estaba intentando idear alguna manera de evadir la droga.

La Maga Negra miro hacia una pequeña ventana de cristal de la lúgubre habitación.

—Sólo quedan unas pocas horas para que amanezca el que será para nosotros un nuevo día, un día de esperanza. Cuando suenen las campanadas de la medianoche, nuestro dios retornará a nosotros. Zhakrin renacerá.

Y se volvió para mirar a Zohra quien, encontrándose con los ojos de la maga y viendo que ésta esperaba alguna respuesta, se encogió de hombros.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—Todo, querida mía —dijo con dulzura la Maga Negra, con una intensa luz de ansia brillando en sus ojos—. ¡Él va a renacer en tu cuerpo!

Zohra alzó los ojos con resignación. Era obvio que la mujer estaba loca. «Tengo que salir de aquí», pensó. «La droga… tal vez estaba en ese perfume de almizcle que olí. Debe de haber un antídoto, alguna forma de contrarrestarla. Puede que Usti lo sepa, si logro persuadir a ese baboso cobarde para que me ayude… »

Zohra sintió una punzada de miedo. Volvió rápidamente la cara y vio sus anillos descansando sobre la mesa, lanzando brillantes destellos a la luz de la vela. Dio un suspiro de alivio.

La Maga Negra la observaba con gravedad.

—No me crees.

—¡Por supuesto que no! —contestó Zohra con una breve y amarga risa—. No es más que un truco para confundirme.

—No es ningún truco, querida mía, te lo aseguro —repuso la Maga Negra—. Vas a ser honrada por encima de cualquier otro mortal; tu débil carne sostendrá a nuestro dios hasta que alcance la fuerza suficiente para abandonarla y retomar su lugar de derecho entre las demás deidades. Si no me crees, puedes preguntárselo a tu djinn —agregó la maga.

La maga fijó su mirada en el anillo de plata. El rostro de Zohra palideció, pero ésta apretó con fuerza los labios y no dijo nada.

—Te concederé algunos momentos a solas para apaciguar la turbulencia de tu alma —continuó la maga—. Debes estar relajada y en paz cuando el gran momento llegue. Volveré al amanecer y comenzaremos a prepararte para recibir al dios.

La Maga Negra abandonó la habitación y cerró suavemente la puerta tras ella. No hubo ningún ruido de cerradura, pero Zohra sabía, para su gran desconsuelo, que, si intentaba abrirla, la puerta no cedería. En silencio, sin moverse, asiendo con fuerza las sábanas sobre su pecho, Zohra levantó el anillo.

—Usti —llamó con voz baja y tensa.

—¿Se ha ido?

—¡Sí!

Zohra contuvo un suspiro de impaciencia.

—Voy, princesa.

El djinn surgió del anillo…, un delgado y vacilante reguero de humo que culebreó por el suelo antes de terminar materializándose en un fofo corpachón. Sumiso, miserable y atemorizado, el obeso djinn tenía todo el aspecto de un pedazo de queso de cabra derritiéndose bajo el sol del desierto.

—Usti —dijo en voz baja Zohra con sus ojos en la llama de la vela—, ¿es cierto lo que ella ha dicho? ¿Pueden… pueden dar mi cuerpo… a un dios?

—Sí, princesa —respondió con tristeza el djinn, inclinando la cabeza.

Sus papadas se plegaron una sobre otra hasta que pareció que su boca y nariz iban a ser tragadas por la carne.

—Y… ¿tú no puedes hacer nada?

Con la moral rota y el miedo empezando a dominarla, Zohra formuló la pregunta con un tono tan lastimero que el djinn sintió un nudo en su inexistente corazón.

—Oh, princesa —gimoteó Usti retorciéndose angustiado las manos—. ¡He sido un inmortal inútil toda mi vida! ¡Lo sé! ¡Pero te juro que me arriesgaría a ir a la caja de hierro…, juro por
hazrat
Akhran que te ayudaría si pudiera! ¡Pero ya lo ves! —gesticuló nervioso hacia la puerta—. ¡Ella sabe que estoy aquí! Y no hace nada por intentar detenerme. ¿Por qué? ¡Porque sabe que soy inútil, que no tengo poder para detenerla!

Zohra inclinó la cabeza; su largo pelo negro cayó sobre sus hombros.

—Nadie puede ayudarme. Estoy sola. Mateo me ha abandonado. Khardan sin duda está muerto o se está muriendo. No hay escapatoria, no hay esperanza…

Abatida, dejó escurrirse la sábana de sus paralizadas manos. Las lágrimas rodaron por sus mejillas y gotearon sobre la sábana.

Usti se quedó mirándola consternado. Arrojándose sobre la cama, casi derribándola en el ímpetu, exclamó:

—¡No te rindas, princesa! ¡Eso no es propio de ti! ¡Lucha! ¡Lucha! ¡Mira! ¿No estás furiosa conmigo? ¡Tira algo! Toma —el djinn agarró una garrafa de agua y, salpicando agua sobre la cama con la brusquedad de su movimiento, la colocó en las manos de Zohra—, ¡arrójame esto! ¡Golpéame en la cabeza! —dijo Usti quitándose el turbante y ofreciendo su calva mollera como blanco tentador—. ¡Grítame, repréndeme, maldíceme! ¡Lo que sea! ¡No llores, princesa! ¡No llores!

Con un torrente de lágrimas corriendo por su redonda cara, Usti tiró de las ropas de la cama y se cubrió la cabeza.

—¡No llores, por favor!

—Usti —dijo Zohra con una luz misteriosa brillándole en los ojos—. Tengo una idea. Hay una forma de impedir que tomen mi cuerpo.

—¿De veras? —preguntó Usti con cautela, bajando la sábana y mirando por encima de ella.

—Si mi cuerpo estuviese muerto, ellos no podrían usarlo, ¿no es así?

—¡Princesa! —exclamó Usti con una inhalación de súbito y aterrado entendimiento y volviendo a taparse la cabeza con la sábana—. ¡No! ¡No puedo! ¡Tengo prohibido tomar ninguna vida humana sin permiso de mi dios!

—¡Acabas de decir que arriesgarías cualquier cosa por mí! —replicó Zohra tirando de la sábana. La cara del djinn emergió mirándola con desconsuelo—. ¡Mi alma rogará por ti al Sagrado Akhran! El dios no ha hecho nada por ayudarnos. ¡Sin duda, no va a ser tan injusto como para castigarte por obedecer la última petición de tu ama!

Other books

Prison Baby: A Memoir by Stein, Deborah Jiang
Charles (Darkness #8) by K.F. Breene
Backlands by Euclides da Cunha
Above the Law by Carsen Taite
The Holy City by Patrick McCabe
Condemn (BUNKER 12 Book 2) by Tanpepper, Saul
Mountain Madness by Pyle, Daniel
Death on Demand by Paul Thomas
The 7th Woman by Molay, Frédérique