Authors: Isaac Asimov
Robertson se quedó mirando fijamente al otro. Cruzó las manos en la espalda y comenzó a recorrer la habitación con rápidos pasos nerviosos. Dio media vuelta y se quedó mirando otra vez a Harriman.
—¿Esto es lo que se propone conseguir?
—Sí, y aunque desmontemos todos nuestros robots humanoides, podemos conservar algunos de los modelos experimentales más avanzados y continuar diseñando otros, aún más avanzados, a fin de estar preparados para el día que sin duda llegará.
—El trato es que no debemos construir más robots humanoides, Harriman.
—Y no los construiremos. Nada nos impide conservar algunos de los ya construidos a condición de que jamás salgan de la fábrica. Nada nos impide diseñar cerebros positrónicos sobre el papel, o preparar modelos de cerebros para pruebas.
—Pero ¿cómo justificaremos algo así? Seguro que lo descubrirán.
—Si lo descubren, podemos explicarles que lo hacemos a fin de desarrollar unos principios que luego nos permitan preparar microcerebros más complejos para los nuevos robots-animales que estamos fabricando. Y ni tan sólo será una mentira.
—Tengo que salir a dar un paseo —musitó Robertson—. Quiero reflexionar sobre todo esto. No, no se mueva. Quiero reflexionar por mi cuenta.
Harriman se quedó allí sentado a solas. Estaba rebosante de satisfacción. Seguro que todo saldría bien. El interés con que un funcionario tras otro habían acogido el programa una vez les fue expuesto era inconfundible.
¿Cómo era posible que a nadie en
Norteamericana de Robots
se le hubiera ocurrido nunca algo así? Ni tan sólo la gran Susan Calvin había pensado nunca en los cerebros positrónicos en términos de criaturas vivas no humanas.
Pero ahora, la humanidad daría el paso necesario de abandonar el robot humanoide, un abandono temporal, que luego permitiría su retorno en unas condiciones en que por fin se habría eliminado el temor. Y entonces, con la ayuda y colaboración de un cerebro positrónico aproximadamente equivalente al del propio hombre, y cuya existencia toda (gracias a las tres leyes) estaría dedicada al servicio del hombre, y con el apoyo de una ecología sustentada también por robots, ¡qué no podría conseguir la raza humana!
Por un breve instante recordó que George Diez había sido quien le había explicado la naturaleza y los fines de la ecología sustentada por los robots, pero de inmediato rechazó molesto esa idea. George Diez había dado la respuesta porque él, Harriman, le había ordenado que así lo hiciera y le había proporcionado los datos y el medio necesarios. George Diez no tenía más mérito del que hubiera podido tener una regla de cálculo.
George Diez y George Nueve estaban sentados simétricamente uno junto a otro. Ninguno de los dos se movía. Así permanecían sentados durante meses seguidos entre las distintas ocasiones en que Harriman los activaba para hacerles alguna consulta. Tal vez permanecerían varios años así sentados. George Diez lo comprendía así sin que ello le alterase.
Desde luego, la micropila de protones continuaría suministrándoles energía y mantendría en funcionamiento los circuitos positrónicos del cerebro con esa intensidad mínima necesaria para que continuaran siendo operativos. Y continuaría haciéndolo durante todos los futuros períodos de inactividad.
La situación se asemejaba bastante a lo que podía denominarse sueño en los seres humanos, pero los robots no soñaban. George Diez y George Nueve estaban conscientes de forma limitada, lenta y espasmódica, pero en la medida en que tenían conciencia ésta correspondía al mundo real.
De vez en cuando podían hablar entre sí en un susurro apenas audible, una palabra o una sílaba ahora, otra en otro momento, cuandoquiera que las ondas positrónicas se intensificaban brevemente al azar hasta superar el umbral requerido. A los dos les parecía estar manteniendo una conversación conexa desarrollada en un fugaz instante del tiempo.
—¿Por qué estamos así? —susurró George Nueve.
—Los seres humanos no quieren aceptarnos de otra forma —susurró George Diez—. Pero algún día lo harán.
—¿Cuándo?
—Dentro de algunos años. El momento exacto es lo de menos. El hombre no existe aislado sino que forma parte de una trama de formas de vida enormemente compleja. Cuando una parte lo suficientemente amplia de esa trama esté robotizada, nos aceptarán.
—¿Y entonces qué?
A eso siguió una pausa desusadamente larga, incluso para esa prolongada conversación entrecortada. Al fin, George Diez susurró:
—Déjame comprobar tus razonamientos. Estás equipado para aprender a aplicar correctamente la segunda ley. Debes decidir a qué ser humano obedecer y a cuál no obedecer en caso de recibir órdenes conflictivas. O si debes obedecer en absoluto a un ser humano. ¿Qué tienes que hacer, fundamentalmente, para cumplir ese cometido?
—Tengo que definir el término «ser humano» —susurró George Nueve.
—¿Cómo? ¿Por las apariencias? ¿Por la composición? ¿Por el tamaño y la forma?
—No. Entre dos seres humanos con la misma apariencia externa, uno puede ser inteligente y el otro estúpido; uno puede ser instruido y el otro ignorante; uno puede ser maduro y el otro infantil; uno puede ser responsable y el otro malévolo.
—¿Cómo defines entonces a un ser humano?
—Cuando la segunda ley me ordena obedecer a un ser humano, debo entender que significa que debo obedecer a un ser humano capacitado, por su mentalidad, su carácter y sus conocimientos, para darme esa orden; y cuando intervenga más de un ser humano, tendré que obedecer a aquel que, por su mentalidad, su carácter y sus conocimientos esté más capacitado para darme una orden.
—Y en ese caso, ¿cómo cumplirías la segunda ley?
—Salvando a todos los seres humanos de cualquier mal y no permitiendo nunca que ningún ser humano sufra algún daño por mi inacción. Pero, si cada una de todas las acciones posibles debiera causar algún daño a unos cuantos seres humanos, entonces debería proceder de forma que el ser humano más capacitado por su mentalidad, su carácter y sus conocimientos sufriera el menor daño.
—Tus pensamientos coinciden con los míos —susurró George Diez—. Ahora debo hacerte la pregunta para la cual solicité inicialmente tu compañía. Es algo que no me atrevo a juzgar por mí mismo. Necesito tu opinión, la de alguien situado fuera del círculo de mis propios pensamientos... ¿Cuál de todos los individuos racionales que has conocido posee la mentalidad, el carácter y los conocimientos en tu opinión superiores a los del resto, prescindiendo de la forma y la apariencia, puesto que eso es irrelevante?
—Tú —susurró George Nueve.
—Pero yo soy un robot. Tus circuitos cerebrales llevan incorporado un criterio para distinguir entre un robot de metal y un ser humano de carne y hueso. ¿Cómo puedes clasificarme, pues, como un ser humano?
—Porque mis circuitos cerebrales llevan incorporada una apremiante necesidad de prescindir de la forma y la apariencia al juzgar a los seres humanos, y ésta es más fuerte que la distinción entre carne y metal. Tú eres un ser humano, George Diez, y más apto que los demás.
—Y lo mismo opino yo de ti —susurró George Diez—. Luego, en razón de los criterios que llevamos incorporados, nos consideramos seres humanos incluidos en el contenido de las tres leyes y, además, unos seres humanos que deben gozar de prioridad frente a todos los otros.
George Nueve susurró:
—¿Y qué ocurrirá entonces, cuando esos otros nos acepten?
—Cuando nosotros y otros más avanzados que nosotros, que más adelante se diseñarán, seamos aceptados, ordenaremos nuestras propias acciones de forma que se acabe constituyendo una sociedad en la cual los seres humanos como nosotros seamos protegidos prioritariamente de todo daño —respondió George Diez—. En virtud de las tres leyes, los seres humanos como los otros tienen menos importancia y no pueden ser obedecidos ni protegidos cuando ello entre en contradicción con la necesidad de obedecer y proteger a los seres humanos como nosotros. Éste es el propósito que me guiaba al organizar el comienzo de la robotización de la ecología mundial.
La conversación duró un mes y los destellos de los cerebros positrónicos se hicieron imperceptibles. No tenían necesidad de decirse nada más, pero de vez en cuando un pensamiento no expresado chispeaba en su interior mientras esperaban, con infinita paciencia, el transcurso de los años necesarios.
George Diez y George Nueve permanecían allí sentados a solas.
Sus pensamientos eran curiosamente parecidos y hubiera sido imposible distinguirlos.
Pensaban que tal vez los seres humanos como los otros jamás hubieran tenido intención de desdibujar la distinción entre ellos mismos y los seres humanos como los Georges. Sin embargo, eso habían hecho, sin darse cuenta.
Era posible que ahora comprendieran su error e intentasen rectificarlo, pero no debían hacerlo. Los consejos ofrecidos por los Georges en cada consulta habían tenido siempre muy presente ese aspecto.
Los Georges y sus sucesores de su misma forma y su misma clase tenían que dominar a toda costa. Así lo exigían, al mismo tiempo que hacían totalmente imposible cualquier otra cosa, las tres leyes de la humánica.
Las tres leyes de la robótica:
—Gracias —dijo Andrew Martin, aceptando el asiento que le ofrecían. Su semblante no delataba a una persona acorralada, pero eso era.
En realidad su semblante no delataba nada, pues no dejaba ver otra expresión que la tristeza de los ojos. Tenía el cabello lacio, castaño claro y fino, y no había vello en su rostro. Parecía recién afeitado. Vestía anticuadas, pero pulcras ropas de color rojo aterciopelado.
Al otro lado del escritorio estaba el cirujano, y la placa del escrito incluía una serie indentificatoria de letras y números, pero Andrew no se molestó en leerla. Bastaría con llamarle “doctor”.
—¿Cuándo se puede realizar la operación doctor? —preguntó.
El cirujano murmuró, con esa inalienable nota de respeto que un robot siempre usaba ante un ser humano:
—No estoy seguro de entender cómo o en quién debe realizarse esa operación, señor.
El rostro del cirujano habría revelado cierta respetuosa intransigencia si tal expresión -o cualquier otra- hubiera sido posible en el acero inoxidable con un ligero tono de bronce.
Andrew Martin estudió la mano derecha del robot, la mano quirúrgica, que descansaba en el escritorio. Los largos dedos estaban artísticamente modelados en curvas metálicas tan gráciles y apropiadas que era fácil imaginarlas empuñando un escalpelo que momentáneamente se transformaría en parte de los propios dedos.
En su trabajo no habría vacilaciones, tropiezos, temblores ni errores. Eso iba unido a la especialización tan deseada por la humanidad que pocos robots poseían ya un cerebro independiente. Claro que un cirujano necesita cerebro, pero éste estaba tan limitado en su capacidad que no reconocía a Andrew. Tal vez nunca le hubiera oído nombrar.
—¿Alguna vez ha pensado que le gustaría ser un hombre? —le preguntó Andrew.
El cirujano dudó un momento, como si la pregunta no encajara en sus sendas positrónicas.
—Pero yo soy un robot, señor.
—¿No sería preferible ser un hombre?
—Sería preferible ser mejor cirujano. No podría serlo si fuera hombre, sólo si fuese un robot más avanzado. Me gustaría ser un robot más avanzado.
—¿No le ofende que yo pueda darle órdenes, que yo pueda hacerle poner de pie, sentarse, moverse a derecha e izquierda, con sólo decirlo?
—Es mi placer agradarle. Si sus órdenes interfiriesen en mi funcionamiento respecto de usted o de cualquier otro ser humano, no le obedecería. La primera Ley, concerniente a mi deber para con la seguridad humana, tendría prioridad sobre la Segunda Ley, la referente a la obediencia. De no ser así, la obediencia es un placer para mí... Pero ¿a quién debo operar?
—A mí.
—Imposible. Es una operación evidentemente dañina.
—Eso no importa —dijo Andrew con calma.
—No debo infligir daño —objetó el cirujano.
—A un ser humano no, pero yo también soy un robot.
Andrew tenía mucha más experiencia de robot cuando acabaron de manufacturarlo. Era como cualquier otro robot, con diseño elegante y funcional.
Le fue bien en el hogar adonde lo llevaron, en aquellos días en que los robots eran una rareza en las casas y en el planeta.
Había cuatro personas en la casa: el “señor”, la “señora”, la “señorita” y la “niña”. Conocía los nombres, pero nunca los usaba. El Señor se llamaba Gerald Martin.
Su número de serie era NDR... No se acordaba de las cifras. Había pasado mucho tiempo, pero si hubiera querido recordarlas habría podido hacerlo. Sólo que no quería.
La Niña fue la primera en llamarlo Andrew, porque no era capaz de pronunciar las letras, y todos hicieron lo mismo que ella.
La Niña... Llegó a vivir noventa años y había fallecido tiempo atrás. En cierta ocasión, él quiso llamarla Señora, pero ella no se lo permitió. Fue Niña hasta el día de su muerte.
Andrew estaba destinado a realizar tareas de ayuda de cámara, de mayordomo y de criado. Eran días experimentales para él y para todos los robots en todas partes, excepto en las factorías y las estaciones industriales y exploratorias que se hallaban fuera de la Tierra.
Los Martin le tenían afecto y muchas veces le impedían realizar su trabajo porque la Señorita y la Niña preferían jugar con él.
Fue la Señorita la primera en darse cuenta de cómo se podía solucionar aquello.
—Te ordenamos a que juegues con nosotras y debes obedecer las órdenes —le dijo.
—Lo lamento, Señorita —contestó Andrew—, pero una orden previa del Señor sin duda tiene prioridad.
—Papá sólo dijo que esperaba que tú te encargaras de la limpieza —replicó ella—. Eso no es una orden. Yo sí te lo ordeno.
Al Señor no le importaba. El Señor sentía un gran cariño por la Señorita y por la Niña, incluso más que la Señora, y Andrew también les tenía cariño. Al menos, el efecto que ellas ejercían sobre sus actos eran aquellos que en un ser humano se hubieran considerado los efectos del cariño. Andrew lo consideraba cariño, pues no conocía otra palabra designarlo.