Authors: Isaac Asimov
Eisenmuth era un hombre alto con una larga cara triste de piel basta y facciones también bastas. Hablaba la lengua mundial con un marcado acento norteamericano, aunque no había estado nunca en los Estados Unidos antes de ocupar su cargo.
—Creo que la cosa está perfectamente clara, señor Robertson. No existe el menor problema. Los productos de su compañía se ofrecen siempre en alquiler, nunca se venden. Si los artículos alquilados en la Luna ya no son necesarios, es asunto suyo hacerse cargo otra vez de esos productos y trasladarlos a otro sitio.
—Sí, Conservador, pero ¿dónde? Sería contrario a la ley traerlos a la Tierra sin poseer una autorización gubernamental, y esa autorización nos ha sido denegada.
—De nada les servirían aquí. Pueden llevarlos a Mercurio o a los asteroides.
—¿De qué pueden servirnos allí?
Eisenmuth se encogió de hombros.
—Los ingeniosos cerebros de su compañía ya pensarán algo.
Robertson hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Ello representaría una enorme pérdida para la compañía.
—Eso me temo —dijo Eisenmuth sin inmutarse—. Tengo entendido que la situación financiera de la compañía no es muy buena desde hace ya varios años.
—En gran parte a causa de las restricciones que nos impone el Gobierno, Conservador.
—Sea realista, señor Robertson. Usted sabe que la opinión pública se opone cada vez más a los robots.
—Equivocadamente, Conservador.
—Pero aun así, se opone. Tal vez lo más prudente fuera liquidar la compañía. Naturalmente, es sólo una sugerencia.
—Sus sugerencias tienen peso, Conservador. ¿Será preciso que le recuerde que nuestras «Máquinas» resolvieron la crisis ecológica hace un siglo?
—Estoy seguro de que la humanidad les está agradecida, pero eso sucedió hace mucho tiempo. Ahora vivimos en alianza con la naturaleza, por incómodo que eso pueda resultar a veces, y el pasado ya se ha olvidado.
—¿Se refiere a lo que hemos hecho últimamente por la humanidad?
—Creo que sí.
—Desde luego no esperará que liquidemos en el acto; no sin sufrir enormes pérdidas. Necesitamos tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—¿Cuánto puede concedernos?
—Eso no depende de mí.
—Estamos solos —dijo Robertson suavemente—. No es necesario guardar las apariencias. ¿Cuánto tiempo puede concederme?
Eisenmuth adoptó la expresión de un hombre sumido en cálculos íntimos.
—Creo que puede contar con unos dos años. Voy a serle sincero. El Gobierno Global tiene intención de hacerse cargo de la empresa y desmantelarla por su cuenta si ustedes no lo hacen por propia iniciativa, poco más o menos. Y a menos que se produzca un gran cambio de orientación en la opinión pública, cosa que dudo mucho —y meneó la cabeza.
—Dos años, entonces —dijo suavemente Robertson.
Robertson se quedó allí sentado a solas. Sus pensamientos no tenían un rumbo fijo y habían degenerado en reminiscencias. Cuatro generaciones de Robertson habían estado al frente de la empresa. Ninguno de ellos era roboticista.
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era lo que era gracias a hombres como Lanning y Bogert, y, sobre todo, Susan Calvin, pero, desde luego, los cuatro Robertson habían creado el clima que les había permitido realizar su trabajo.
Sin
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, el siglo XXI se habría precipitado en un creciente desastre. Si ello no ocurrió fue gracias a las «Máquinas» que durante una generación condujeron a la humanidad a través de los rápidos y bajíos de la historia. Y en pago por todo eso, ahora le concedían dos años. ¿Cómo superar en dos años los infranqueables prejuicios de la humanidad?
Harriman había hablado esperanzadamente de algunas nuevas ideas pero no había querido darle detalles. Más valía así, pues Robertson no habría entendido nada.
Pero ¿qué podía conseguir Harriman de todos modos? Lo que todos habían conseguido frente a la intensa antipatía del hombre por las imitaciones. Nada...
Robertson se sumió en un duermevela sin recibir ninguna inspiración.
—Ahora ya lo sabes todo, George Diez —dijo Harriman—. Te he proporcionado todo cuanto me ha parecido aplicable de algún modo al problema. Por lo que a mera información se refiere, tienes almacenados en tu memoria más datos sobre los seres humanos y sus costumbres, pasadas y presentes, de lo que yo poseo, o de los que podría llegar a poseer cualquier ser humano.
—Eso es muy probable.
—¿Crees que puedes necesitar algo más por tu parte?
—En lo tocante a información, no noto ninguna deficiencia importante. Es posible que queden fuera cuestiones ahora inimaginables. No sabría decirlo. Pero ello podría ocurrir por amplio que fuese el campo de información que yo absorbiese.
—Tienes razón. Y además no tenemos tiempo para absorber información eternamente. Robertson me ha dicho que sólo tenemos dos años de plazo, y ya ha transcurrido un trimestre de uno de esos años. ¿Alguna sugerencia?
—Nada por el momento, señor Harriman. Tengo que evaluar la información y para eso no vendría mal un poco de ayuda.
—¿Por parte mía?
—No. Sobre todo, no de usted. Usted es un ser humano, con intensas capacidades, y todo lo que diga puede tener, parcialmente, el efecto de una orden y puede inhibir mis reflexiones. Por el mismo motivo, tampoco puede ayudarme ningún otro ser humano, particularmente desde el momento en que usted me ha prohibido comunicarme con ninguno de ellos.
—Pero en este caso, George, ¿qué ayuda necesitas?
—La ayuda de otro robot, señor Harriman.
—¿Qué otro robot?
—Se han construido otros dentro de la serie JG. Yo soy el décimo, JG-10.
—Los anteriores eran inservibles, experimentales...
—Señor Harriman, George Nueve aún existe.
—Bueno, pero ¿de qué te serviría? Se parece mucho a ti, excepto por algunas deficiencias. Tú eres, con mucho, el más versátil de los dos.
—No lo dudo —dijo George Diez. Bajó la cabeza con grave gesto de asentimiento—. Sin embargo, en cuanto desarrolle una línea de pensamiento, el mero hecho de haberla desarrollado me vincula a ella y me hace difícil abandonarla. Si después de haber desarrollado una línea de pensamiento pudiera comentarla con George Nueve, él la examinaría sin haberla creado primero. Por tanto la consideraría sin prejuicios previos. Podría detectar lagunas e insuficiencias que se me escaparían a mí.
Harriman sonrió.
—En otras palabras, dos cabezas piensan mejor que una, ¿verdad, George?
—Si con eso se refiere a dos individuos con una cabeza cada uno, sí, señor Harriman.
—De acuerdo. ¿Deseas algo más?
—Sí. Algo más que películas. He mirado muchas imágenes sobre los seres humanos y su mundo. He visto seres humanos aquí en
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y puedo contrastar mi interpretación de las imágenes que he visto con mis impresiones sensoriales directas. Pero no ocurre otro tanto con el mundo físico. Nunca lo he visto y las imágenes que he contemplado son suficientes para hacerme comprender que lo que aquí me rodea no es representativo de ese mundo ni mucho menos. Me gustaría verlo.
—¿El mundo físico? —Por un instante, Harriman pareció anonadado ante la enormidad de ese pensamiento—. No estarás sugiriendo que te saque fuera de los terrenos de
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, ¿verdad?
—Sí, eso sugiero.
—Eso es ilegal en todo momento. Y sería fatal con el clima de opinión que actualmente se respira.
—Sí, si nos detectan. No estoy sugiriendo que me lleve a una ciudad, ni tan sólo a un lugar donde habiten seres humanos. Me gustaría ver algún espacio abierto, sin seres humanos.
—También eso es ilegal.
—Si nos descubren. ¿Es inevitable que eso ocurra?
—¿Es muy esencial, George? —preguntó Harriman a su vez.
—No sabría decirlo, pero me parece que sería útil.
—¿Tienes alguna idea?
George Diez pareció vacilar.
—No sabría decirlo. Tengo la impresión de que podría ocurrírseme alguna idea si lograra reducir algunas zonas de incertidumbre.
—Bueno, tengo que pensarlo. Y de momento le daré un vistazo a George Nueve y ordenaré que os coloquen en un mismo cubículo. Esto al menos podremos lograrlo sin problemas.
George Diez se quedó allí sentado a solas.
Fue aceptando tentativamente algunas afirmaciones, las ensambló y sacó una conclusión; una y otra vez; y a partir de las conclusiones fue elaborando otras afirmaciones que aceptó y comprobó y luego rechazó al encontrar una contradicción; o no, y siguió aceptándolas tentativamente.
Ninguna de las conclusiones a las que llegó le causaron admiración, sorpresa o satisfacción; meramente un signo más o menos.
La tensión que sentía Harriman no disminuyó apreciablemente aun después de su silencioso aterrizaje en la finca de Robertson.
Robertson había firmado la orden por la que se permitía utilizar el dinafoil, y la silenciosa aeronave que se movía tanto vertical como horizontal con igual facilidad, había resultado justo del tamaño suficiente para transportar el peso de Harriman, George Diez y, naturalmente, el piloto.
(El dinafoil mismo era una de las consecuencias del invento de la micropila de protones que proporcionaba energía no polucionante en pequeñas dosis, invento catalizado por las «Máquinas» Ninguna realización posterior la igualaba en importancia para el confort del hombre -los labios de Harriman se apretaron ante esa idea- y, sin embargo,
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no había recibido ninguna gratitud a cambio.)
El desplazamiento aéreo entre los terrenos de
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y la finca de Robertson había sido la parte más difícil del asunto. Si les hubieran detenido entonces, la presencia de un robot hubiera significado un gran cúmulo de complicaciones. Otro tanto ocurriría cuando regresasen. En cuanto a la finca en sí, podía alegarse -se alegaría- que formaba parte de los terrenos de
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y, debidamente vigilados, los robots podían permanecer en esa propiedad.
El piloto miró hacia atrás y su mirada se posó con vivaz brevedad sobre la figura de George Diez.
—¿Quiere bajar un rato, señor Harriman?
—Sí.
—¿Eso también?
—Oh, sí, claro. —Luego, añadió con cierta sorna—: No iba a dejarle aquí solo con él.
George Diez bajó primero y Harriman le siguió. Habían descendido sobre la pista de aterrizaje y el jardín no estaba muy lejos de allí. Era toda una exhibición y Harriman tuvo la sospecha de que Robertson usaba hormonas juveniles para controlar la vida de los insectos sin preocuparse de las fórmulas ambientales.
—Vamos, George —dijo Harriman—. Te mostraré todo esto.
Echaron a andar juntos en dirección al jardín.
—Es tan pequeño como me lo había imaginado —dijo George—. El diseño de mis ojos no me permite detectar adecuadamente las diferencias en la longitud de onda, así que no puedo reconocer los objetos guiándome sólo por ese criterio.
—Confío en que no estarás decepcionado por no poder distinguir los colores. Necesitábamos demasiados circuitos positrónicos para dotarte de capacidad de discernir, y no pudimos reservar ninguno para el sentido del color. En el futuro... si hay un futuro...
—Comprendo, señor Harriman. Quedan suficientes diferencias para indicarme que aquí hay muchas formas distintas de vida vegetal.
—Sin duda alguna. Docenas de ellas.
—Y cada una de ellas es equivalente al hombre, biológicamente hablando.
—Sí, cada una constituye una especie separada. Hay millones de especies de seres vivos.
—Y el ser humano forma una sola de ellas.
—Pero para los seres humanos ésta tiene una importancia muy superior a las demás.
—Y para mí también, señor Harriman. Quiero decir sólo en sentido biológico.
—Comprendo.
—Luego, la vida, vista a través de todas sus formas, es increíblemente compleja.
—Sí, George, ahí está la clave del problema. Lo que el hombre hace en pro de sus propios deseos y comodidades afecta al conjunto que forma la totalidad de la vida, a la ecología, y las ventajas que logra a corto plazo pueden ocasionar desventajas a largo plazo. Las «Máquinas» nos enseñaron a organizar una sociedad humana que minimizase ese riesgo, pero el casi desastre de principios del siglo veintiuno ha dejado en la humanidad un recelo ante las innovaciones. Esto, sumado al especial temor que le inspiran los robots...
—Comprendo, señor Harriman... Eso es un ejemplo de vida animal, no me cabe la menor duda.
—Eso es una ardilla; una de las múltiples especies de ardillas.
La cola de la ardilla se agitó burlona y el animal pasó al otro lado del árbol.
—Y esto —dijo George, moviendo el brazo con la rapidez de una centella— es realmente diminuto. —Lo cogió entre los dedos y lo examinó.
—Es un insecto, un tipo de coleóptero. Hay miles de especies de coleópteros.
—¿Y cada coleóptero individual está tan vivo como la ardilla y como usted mismo?
—Es un organismo tan independiente y tan completo como cualquier otro, dentro de la ecología total. Aún existen organismos más pequeños; excesivamente pequeños para poder verlos.
—Y eso es un árbol, ¿verdad? Y es duro al tacto...
El piloto se había quedado sentado a solas. También le habría gustado estirar las piernas, pero una oscura sensación de inseguridad le impulsó a permanecer dentro del dinafoil. Estaba decidido a despegar en el acto, si ese robot se descontrolaba. Pero ¿cómo sabría si se había descontrolado?
Había visto muchos robots. Eso era inevitable teniendo en cuenta que era el piloto particular del señor Robertson. Pero éstos habían estado siempre en laboratorios y almacenes, tal como les correspondía, con muchos especialistas en las proximidades.
Cierto que el doctor Harriman era un especialista. No lo había mejor, decían. Por el robot estaba en un lugar donde no debería estar ningún robot; sobre la Tierra; al aire libre; con libertad de movimientos... No tenía intención de correr el riesgo de perder su buen empleo contándole eso a nadie, pero no estaba bien hecho.
—Las películas que he examinado son fidedignas en términos de lo que he visto —dijo George Diez—. ¿Has terminado con las que seleccioné para ti, Nueve?