Authors: Isaac Asimov
—No, no, Susan. Te he llamado... —Se interrumpió. A fin dé cuentas, no tenía ni idea de por dónde empezar.
Pero Susan leyó sus pensamientos con la misma facilidad de siempre. Se sentó con una cautela inspirada por unas articulaciones rígidas y dijo:
Peter, me has llamado porque estás en un gran apuro. De lo contrario, hubieras preferido verme muerta que a menos de una milla de ti.
—Vamos, Susan...
—No pierdas el tiempo con trivialidades. Nunca tuve tiempo que perder cuando contaba cuarenta años y desde luego tampoco puedo perderlo ahora. La muerte de Madarian y el hecho de que me hayas llamado son dos acontecimientos fuera de lo corriente, de modo que debe de haber alguna relación entre ellos. Dos acontecimientos poco usuales sin una relación representan un suceso con una probabilidad demasiado baja para merecer que se le preste atención. Empieza desde el principio y no te preocupes aunque quedes como un estúpido. Hace tiempo que descubrí que lo eras.
Bogert carraspeó tristemente y comenzó a hablar. Susan le escuchó con atención, levantando de vez en cuando la arrugada mano para interrumpirle y hacerle alguna pregunta.
Llegados a cierto punto soltó un bufido.
—¿Intuición femenina? ¿Para eso queríais el robot? Vaya con los hombres. Topáis con una mujer que ha llegado a una conclusión correcta y sois incapaces de reconocer que posee una inteligencia igual o superior a la vuestra, conque vais e inventáis algo llamado intuición femenina.
—Oh, sí, Susan, pero déjame continuar...
Continuó. Al oír que Jane tenía voz de contralto, Susan dijo:
—A veces resulta difícil decidir si merece la pena indignarse contra el sexo masculino o si más vale prescindir por completo de él por excesivamente despreciable.
—Bueno, déjame continuar... —dijo Bogert. Cuando hubo terminado, Susan dijo:
—¿Me concedes el derecho a utilizar privadamente este despacho durante un par de horas?
—Sí, pero...
—Quiero examinar los distintos documentos: el programa de Jane, las llamadas de Madarian, las entrevistas que tuviste en Flagstaff —dijo ella—. Supongo que podré usar este precioso teléfono de rayos láser de nuevo diseño y tu terminal de la computadora si quiero.
—Claro, naturalmente.
—Bien, entonces, largo de aquí, Peter.
Aún no habían transcurrido cuarenta y cinco minutos cuando Susan Calvin se acercó renqueando a la puerta, la abrió y llamó a Bogert.
Cuando éste apareció, venía acompañado de Robertson. Entraron juntos y Susan saludó a este último con un «Hola, Scott», no demasiado entusiasta.
Bogert intentó desesperadamente adivinar los resultados en la cara de Susan, pero sólo vio las facciones de una ceñuda viejecita nada predispuesta a facilitarle las cosas.
—¿Crees que podrás hacer algo, Susan? —preguntó con cautela.
—¿Más de lo que ya he hecho? ¡No! No hay nada más que hacer.
Los labios de Bogert esbozaron un mohín de disgusto; Robertson, en cambio, preguntó:
—¿Qué has hecho ya, Susan?
—He estado pensando un poco —respondió ella—. Algo que según parece nunca conseguiré que haga nadie más. Para empezar, he estado pensando en Madarian. Le conocía, como ya sabéis. Tenía cerebro pero era un extrovertido muy irritante. Creí que te gustaría como sucesor mío, Peter.
—Fue un cambio —dijo Peter, incapaz de guardarse el comentario.
—Y siempre corría a comunicarte los resultados tan pronto los tenía, ¿verdad?
—Sí, eso hacía.
—Y, sin embargo —dijo Susan—, recibiste su último mensaje, aquel en el cual te comunicaba que Jane le había dado la respuesta, desde el avión. ¿Por qué esperaría tanto? ¿Por qué no te llamó cuando todavía estaba en Flagstaff, inmediatamente después de que Jane dijera lo que sea que dijo?
—Supongo que por una vez deseó asegurarse bien —dijo Peter— y..., bueno, no lo sé. Era lo más importante que jamás le había ocurrido; es posible que por una vez deseara esperar e ir sobre seguro.
—Al contrario; cuanto más importante fuese, menos habría esperado, te lo aseguro. Y si era capaz de esperar, ¿por qué no acabar de hacer bien las cosas y aguardar hasta estar de regreso en la Norteamericana de Robots donde podría contrastar los resultados con todo el equipo de computadoras que esta empresa podía poner a su disposición? En resumen, bajo un punto de vista esperó demasiado y bajo el otro se precipitó.
—Entonces crees que preparaba alguna jugada... —la interrumpió Robertson.
Susan le miró indignada.
—Scott, no intentes competir con Peter en cuanto a comentarios pueriles. Dejadme continuar... Existe un segundo aspecto, que hace referencia al testigo. Según la grabación de esa última llamada, Madarian dijo: «El pobre tipo ha saltado más de medio metro en el aire cuando Jane ha comenzado a desgranar súbitamente la respuesta en su magnífica voz». En realidad, eso fue lo último que dijo. Y lo que yo me pregunto entonces es: ¿por qué saltó el testigo? Madarian había explicado que todos los hombres estaban prendados de esa voz, y habían pasado diez días con el robot, con Jane. ¿Por qué iba a sorprenderles el mero hecho de que ella hablase?
—Supuse que había sido por la sorpresa de oír en boca de Jane la respuesta a un problema que ha tenido ocupados a los planetólogos durante casi un siglo —dijo Bogert.
—Pero ellos esperaban esa respuesta desella. Para eso estaba allí. Además, es preciso tener en cuenta los términos de la frase. La declaración de Madarian parece indicar que el testigo quedó desconcertado, no sorprendido, si pueden distinguir el matiz. Más aún, esa reacción se produjo cuando «súbitamente Jane comenzó», en otras palabras, en el momento de iniciarse la declaración. Para sorprenderse por el contenido de las palabras de Jane, el testigo tendría que haber escuchado un rato a fin de poder asimilarlo. Madarian habría dicho que había saltado más de medio metro después de oírle decir a Jane tal y tal cosa. Habría hablado de «después» y no de «cuando», y no habría incluido la palabra «súbitamente».
No creo que puedas matizar hasta el punto de considerar la utilización o no utilización de una palabra —dijo Bogert incómodo.
—Puedo hacerlo —replicó Susan con voz gélida—, pues soy robosicóloga. Y puedo suponer que Madarian también lo hacía, porque él era robosicólogo. Conque tendremos que explicar esas dos anomalías. El extraño retraso de la llamada de Madarian y la extraña reacción del testigo.
—¿
Tú
puedes explicarlas? —preguntó Robertson.
—Evidentemente —dijo Susan—, pues suelo reflexionar con un poco de simple lógica. Madarian llamó para comunicar la noticia sin la menor demora, como hacía siempre, o al menos con tan poca tardanza como le fue posible. Si Jane hubiera resuelto el problema en Flagstaff, sin duda habría llamado desde allí. Como llamó desde el avión, es evidente que ella debió de resolver el problema cuando él ya había salido de Flagstaff.
—Pero entonces...
—Dejadme terminar. ¿Madarian no fue transportado del aeropuerto a Flagstaff en un vehículo pesado cerrado? ¿Y Jane no fue con él, en su caja?
—Sí.
—Y es de suponer que Madarian y Jane en su caja regresaron de Flagstaff al aeropuerto en el mismo vehículo pesado cerrado. ¿No es cierto?
—Sí, ¡naturalmente!
—Y tampoco iban solos en ese vehículo. En una de sus llamadas, Madarian dijo: «Nos condujeron del aeropuerto al edificio principal», y supongo que es correcto deducir que si les condujeron, es que debía de haber un chofer, un conductor humano, en el vehículo.
—¡Cielo santo!
—Lo malo de ti, Peter, es que cuando piensas en un testigo de una declaración planetológica, imaginas que tuvo que ser un planetólogo. Divides a los seres humanos en categorías, y menosprecias y desdeñas a la mayoría de ellos. Un robot no puede hacer eso. La primera ley dice: «Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún mal».
Cualquier
ser humano. Ésa es la esencia de la concepción rebotica de la vida: Un robot no hace distinciones. Para un robot, todos los hombres son verdaderamente iguales, y para un robosicólogo que debe tratar forzosamente a los hombres a nivel robótico, todos éstos son también verdaderamente iguales.
»A Madarian no le hubiera pasado por la cabeza decir que un camionero había escuchado la declaración. Para ti, un camionero no es un científico sino un simple apéndice animal de un camión, pero para Madarian era un hombre, y un testigo. Ni más ni menos.
Bogert meneó la cabeza, incrédulo.
—Pero, ¿estás
segura
?
—Claro que estoy segura. ¿Cómo explicarías si no el otro detalle; el comentario de Madarian sobre el sobresalto del testigo? Jane iba embalada, ¿no? Pero no estaba desactivada. Según los informes, Madarian siempre fue contrario a desactivar jamás a un robot intuitivo. Además, Jane-5, como todas las Janes, era sumamente poco comunicativa. Es muy probable que a Madarian no se le ocurriera en ningún momento ordenarle que debía permanecer callada mientras estuviera en la caja; y las ideas comenzaron a encajar finalmente dentro de la caja. Como es lógico, ella empezó a hablar. Una hermosa voz de contralto sonó de pronto procedente del interior de la caja. ¿Qué harías al ocurrir eso, si fueras conductor? Seguro que tendrías un sobresalto. Es un milagro que no chocara.
—Pero si el testigo fue el camionero, ¿por qué no se presentó...?
—¿Por qué? ¿Crees que puede saber que había ocurrido algo crucial, que lo que oyó era importante? Además, ¿no crees que Madarian debió de darle una buena propina pidiéndole que no dijera nada? ¿
Querías
que corriera la noticia de que se había transportado ilegalmente un robot activado sobre la superficie de la Tierra?
—Bueno, ¿será capaz de recordar lo que oyó?
—¿Por qué no? Tal vez tú pienses, Peter, que un camionero, situado un peldaño por encima del mono en tu opinión, es incapaz de recordar. Pero los camioneros también tienen cerebro. Las declaraciones fueron sumamente extraordinarias y es muy posible que el conductor haya recordado algunas.
Aunque confunda algún número o alguna letra, nos encontrados ante un conjunto finito, como sabéis, las cinco mil quinientas estrellas o sistemas de estrellas, poco más o menos, que están situadas en un radio de ochenta años luz, pues no he consultado la cifra exacta. Es posible llegar a obtener los datos correctos. Y, en caso necesario, tendréis todas las posibles excusas para recurrir a la sicoprueba...
Los dos hombres se la quedaron mirando. Por fin, Bogert, sin atreverse a creerlo, susurró:
—Pero, ¿cómo puedes estar tan
segura
?
Por un momento, Susan estuvo a punto de decir: «Por que he llamado a Flagstaff, bobo, y porque he hablado con el camionero, y porque él me ha dicho lo que oyó, y porque he consultado el computador de Flagstaff y he obtenido los nombres de las tres únicas estrellas que concuerdan con la información, y porque tengo esos nombres en el bolsillo».
Pero no lo dijo. Dejaría que hiciera él todas las averiguaciones por su cuenta. Susan se levantó con gran cuidado.
—¿Que cómo puedo estar tan segura? —dijo sardónica—. Digamos que es cosa de intuición femenina.
Cada una de estas dos historias es post Susan Calvin. Son los relatos largos más recientes que he escrito acerca de robots, y en cada uno de ellos intento adoptar una óptica generalizada y ver cuál puede ser el final definitivo de la robótica. Y con ello llego a cerrar el círculo..., puesto que aunque me adhiero estrictamente a las tres leyes, la primera historia, «Qué es el hombre», es claramente una historia de Robots-como-amenaza, mientras que la segunda, «El hombre del bicentenario», es incluso más claramente una historia de Robots-como-Pathos.
De todas las historias de robots que he escrito, «El hombre del bicentenario» es mi favorita y, creo, la mejor. De hecho, tengo la terrible sensación de que es probable que no me importe pararme definitivamente aquí y no escribir nunca más ninguna otra historia seria sobre robots. Pero, de nuevo ahí, eso es solamente posible. ¿Saben?, yo nunca soy predecible.
Las tres leyes de la robótica:
Keith Harriman, que ya llevaba doce años como Director de Investigación de Norteamericana de
Robots y Hombres Mecánicos, S. A
., no se sentía nada seguro de que ése fuera el proceder correcto. La punta de su lengua recorrió sus labios gruesos pero más bien pálidos y tuvo la impresión de que el retrato hológrafo de la gran Susan Calvin, que le miraba sin sonreír desde las alturas, nunca había tenido una expresión tan sombría.
Normalmente solía prescindir de ese retrato de la roboticista más destacada de la historia, pues su presencia le irritaba. (Había intentado considerar el retrato como un mero objeto pero nunca lo había logrado del todo.) En esta ocasión no acababa de atreverse a hacerlo y la mirada de la mujer, desde hacía largo tiempo difunta, se le clavaba en el lado de la cara.
El paso que tendría que dar era terrible y humillante.
George Diez estaba sentado frente a él, sereno e indiferente tanto al evidente malestar de Harriman como a la imagen de la santa patrona de la robótica que resplandecía desde lo alto de su pedestal.
—La verdad es que nunca hemos tenido ocasión de hablar a fondo de esto, George —dijo Harriman—. No llevas demasiado tiempo con nosotros y no se ha presentado una buena oportunidad de estar a solas los dos. Pero ahora me gustaría discutir el asunto con cierta profundidad.
—Estoy perfectamente dispuesto a hacerlo —dijo George—. Durante el tiempo que llevo en Norteamericana de Robots, he deducido que la crisis guarda alguna relación con las tres leyes.
—Sí. Conoces las tres leyes, naturalmente.
—Las conozco.
—Sí, no lo dudo. Pero vamos a profundizar un poco más para considerar el problema verdaderamente fundamental. En dos siglos de considerable éxito, si me está permitido decirlo, Norteamericana de Robots no ha logrado jamás que los seres humanos aceptasen a los robots. Sólo hemos utilizado robots para realizar tareas que no pueden hacer los seres humanos, o en medios que los humanos consideran inaceptablemente peligrosos. Los robots han trabajado, sobre todo, en el espacio y ello ha limitado nuestras posibilidades de actuación.