Authors: Isaac Asimov
—Sí —dijo George Nueve.
Los dos robots estaban sentados muy tiesos, cara a cara, rodilla contra rodilla, como una imagen y su reflejo. El doctor Harriman los hubiera podido distinguir a la primera ojeada, pues estaba familiarizado con las mínimas diferencias en su diseño físico. Y también habría sido capaz de distinguirlos, si bien con menos certeza, aunque no pudiera verlos, con sólo hablar con ellos, pues las respuestas de George Nueve se diferenciarían en sutiles detalles de las que pudieran ofrecer los circuitos mucho más intrincados del cerebro positrónico de George Diez.
—En tal caso —dijo George Diez—, explícame tus reacciones ante lo que voy a decirte. En primer lugar, los seres humanos temen a los robots y desconfían de ellos porque les consideran competidores suyos. ¿Cómo podría evitarse eso?
—Reduciendo la sensación de competencia —dijo George Nueve—, a base de darle al robot una forma distinta de la humana.
—Pero en esencia un robot es una réplica positrónica de la vida. Una réplica de la vida con una forma no asociada a la vida podría causar horror.
—Existen dos millones de especies de formas vivas. Podría imitarse la forma de una de ésas en vez de la de un ser humano.
—¿Cuál de todas esas especies?
Los procesos mentales de George Nueve operaron sin ruido durante unos tres segundos.
—Una lo suficientemente grande para contener un cerebro positrónico pero que no posea asociaciones desagradables para los seres humanos.
—Ninguna forma de vida terrestre posee una caja craneana lo suficientemente grande para contener un cerebro positrónico, a excepción de un elefante, que no he visto, pero que suele describirse como un animal muy grande y, por tanto, temible para el hombre. ¿Cómo resolverías este dilema?
—Imitando una forma de vida no más grande que un hombre pero ampliando la caja craneana.
—Un caballo pequeño, entonces, o un perro grande, ¿no crees? —dijo George Diez—. Tanto los caballos como los perros poseen largas historias de asociación con los seres humanos.
—Entonces, perfecto...
—Pero fíjate bien... Un robot con cerebro positrónico imitaría la inteligencia humana. Un caballo o un perro capaces de hablar y de razonar como un ser humano también representarían una competencia. Los seres humanos tal vez aún desconfiasen más y se sintiesen más indignados ante esa competencia inesperada por parte de lo que consideran una forma de vida inferior.
—Se podría hacer un cerebro positrónico menos complejo y un robot que se aproximase menos a la inteligencia —dijo George Nueve.
—La complejidad del cerebro positrónico depende de las tres leyes. Un cerebro menos complejo no podría dominar plenamente las tres leyes.
—Eso es imposible —dijo en el acto George Nueve.
—Yo también me he encallado al llegar a este punto —dijo George Diez—. Luego no se trata de una peculiaridad personal de mi línea de pensamiento y mi manera de pensar. Comencemos otra vez... ¿Bajo qué condiciones podría resultar innecesaria la tercera ley?
George Nueve se agitó como si se tratase de una pregunta difícil y peligrosa. Pero respondió:
—Si ningún robot se encontrara jamás en una situación peligrosa para él mismo; o si los robots pudieran sustituirse con tanta facilidad que su destrucción no tuviera la menor importancia.
—¿Y bajo qué condiciones podría resultar innecesaria la segunda ley?
George Nueve habló con voz un poco ronca.
—Si el robot estuviera diseñado para responder automáticamente ante ciertos estímulos con unas respuestas fijas y no se esperase nada más de él, de modo que nunca fuera necesario darle órdenes.
—¿Y bajo qué condiciones —George Diez hizo una pausa al llegar aquí— podría resultar innecesaria la primera ley?
George Nueve tardó más en responder y sus palabras salieron en un apagado susurro:
—Si las respuestas predeterminadas fuesen tales que jamás pudieran poner en peligro a un ser humano.
—Imaginemos, entonces, un cerebro positrónico que sólo dirige unas pocas respuestas a determinados estímulos y que puede fabricarse sin problemas y a bajo coste, de modo que no requiera las tres leyes. ¿Qué tamaño debería tener?
—No demasiado grande. Según las respuestas exigidas, podría pesar cien gramos, un gramo, un miligramo.
—Tus reflexiones coinciden con las mías. Iré a ver al doctor Harriman.
George Nueve se quedó allí sentado a solas. Repasó una y otra vez las preguntas y las respuestas. No había forma posible de cambiarlas. Y, sin embargo, la idea de un robot de cualquier tipo, tamaño, y forma, con cualquier finalidad, que no estuviera sujeto a las tres leyes, le causaba una extraña sensación de desbordamiento.
Le resultaba difícil moverse. Sin duda George Diez había tenido una reacción parecida. Sin embargo, se había levantado de su silla sin dificultad.
Había transcurrido un año y medio desde que Robertson había celebrado su conversación privada a puerta cerrada con Eisenmuth. En ese período de tiempo se habían retirado los robots de la Luna y se habían ido debilitando todas las ambiciosas actividades de
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. Todo el dinero que había podido conseguir Robertson se había invertido en ese proyecto quijotesco de Harriman.
Iban a probar suerte por última vez, allí, en su propio jardín. Hacía un año, Harriman había transportado al robot hasta allí, George Diez, el último robot completo fabricado por
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, S. A. Ahora Harriman estaba allí con otra cosa...
Harriman parecía irradiar confianza. Hablaba desenvueltamente con Eisenmuth, y Robertson se preguntó si realmente sentía la confianza que parecía tener. Debía sentirla. Robertson sabía por experiencia que Harriman no era un actor.
Con una sonrisa, Eisenmuth dejó a Harriman y se acercó a Robertson. La sonrisa de Eisenmuth se desvaneció en el acto.
—Buenos días, Robertson —dijo—. ¿Qué se propone hacer su hombre?
—Esto es una exhibición —dijo Robertson sin alterarse—. Pienso dejarla en sus manos.
—Estoy preparado para actuar, Conservador —anunció Harriman.
—¿Con qué, Harriman?
—Con mi robot, señor.
—¿Su robot? —dijo Eisenmuth—. ¿Tiene un robot aquí? —Miró a su alrededor con severa desaprobación, en la que, sin embargo, había un cierto ingrediente de curiosidad.
—Esto son terrenos de
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, Conservador. Al menos, así los consideramos nosotros.
—¿Y dónde está el robot, doctor Harriman?
—En mi bolsillo, Conservador —dijo jovialmente Harriman.
Y extrajo un pequeño frasco de vidrio del espacioso bolsillo de su chaqueta.
—¿Eso? —preguntó incrédulo Eisenmuth.
—No, Conservador —dijo Harriman—. ¡Esto!
Del otro bolsillo sacó un objeto de unas cinco pulgadas de largo y de forma parecida a la de un pájaro. En vez de pico, tenía un estrecho tubo; los ojos eran grandes; y la cola era un tubo de escape.
Las gruesas cejas de Eisenmuth se juntaron mucho.
—¿Tiene intención de hacer una demostración seria del tipo que sea, doctor Harriman, o se ha vuelto usted loco?
—Unos minutos de paciencia, Conservador —dijo Harriman—. Un robot que tenga forma de pájaro no deja de ser un robot. Y el cerebro positrónico que lleva, aunque diminuto, no es menos delicado. Este otro objeto que tengo en la mano es un frasco lleno de moscas de los frutales. Contiene cincuenta moscas que ahora soltaremos.
—¿Y bien?
—El robot-pájaro las cazará. ¿Me hace el honor, señor?
Harriman le tendió el frasco a Eisenmuth, quien se lo quedó mirando, para contemplar luego a los que le rodeaban. Algunos eran empleados de
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, los otros eran sus propios subordinados. Harriman esperaba pacientemente.
Eisenmuth abrió el frasco y luego lo sacudió.
—¡Adelante! —le dijo suavemente Harriman al robot-pájaro que tenía posado en la palma de su mano derecha.
El robot-pájaro emprendió el vuelo. Surcó el aire como un zumbido, sin batir de alas, movido sólo por el diminuto mecanismo de una micropila de protones desusadamente pequeña.
De vez en cuando llegaban a vislumbrarlo en una breve pausa momentánea y luego volvía a salir zumbando. Recorrió todo el jardín, volando complicadamente, y luego volvió a posarse en la palma de Harriman, ligeramente caliente. Sobre la palma apareció también una pequeña bolita, como excremento de pájaro.
—Me complacerá que examine el robot-pájaro, Conservador —dijo Harriman—, y que organice sus propias demostraciones. El hecho es que este pájaro caza las moscas de los frutales sin posible error, y sólo caza estos insectos, solamente la especie Drosophila melanogaster; las caza, las mata y las comprime para luego eliminarlas.
Eisenmuth alargó la mano y tocó el robot-pájaro con cautela.
—¿Y entonces, señor Harriman? Siga, por favor.
—No podemos controlar a los insectos de manera eficaz sin correr el riesgo de perjudicar la ecología —dijo Harriman—. Los insecticidas químicos tienen un espectro demasiado amplio; las hormonas juveniles son demasiado limitadas. El robot-pájaro, en cambio, puede proteger amplias zonas sin desgastarse. Pueden ser tan específicos como queramos hacerlos; un robot-pájaro distinto para cada especie. Discriminan en razón de la forma, el tamaño, el color, el sonido, el tipo de comportamiento. Incluso entra dentro de lo posible que empleen la detección molecular, el olor, en otras palabras.
—Aun así, estaría interfiriéndose en la ecología —dijo Eisenmuth—. Las moscas de los frutales tienen un ciclo natural de vida que quedaría perturbado.
—Mínimamente. Estamos introduciendo un enemigo natural en el ciclo vital de la mosca de los frutales, y uno que no puede fallar. Cuando se acaban las moscas de los frutales, el robot-pájaro simplemente no hace nada. No se multiplica; no busca otros alimentos; no desarrolla hábitos indeseables. No hace nada.
—¿Es posible recuperarlo?
—Desde luego. Podemos construir robot-animales capaces de eliminar cualquier plaga. En realidad, también podemos construir robot-animales capaces de realizar funciones constructivas en el marco de la ecología. Aunque no prevernos la necesidad, no sería disparatado pensar en robot-abejas diseñadas para que fertilizasen unas plantas específicas, o robot-gusanos que revolviesen la tierra. Lo que desee...
—Pero, ¿por qué?
—Para hacer lo que nunca hemos hecho hasta ahora. Para adaptar la ecología a nuestras necesidades a base de reforzar sus partes en vez de perturbarla... ¿No se da cuenta? La humanidad ha estado viviendo una incómoda tregua con la naturaleza, temerosa de dar un paso en cualquier sentido, desde que las «Máquinas» pusieron fin a la crisis ecológica. Ello ha tenido un efecto embrutecedor sobre nosotros, ha creado en la humanidad una especie de cobardía intelectual y el hombre empieza a desconfiar de cualquier progreso científico, de cualquier cambio.
—Nos ofrece todo esto a cambio del permiso para seguir adelante con su programa de robots, ¿verdad? —replicó Eisenmuth con un deje de hostilidad—. Me refiero a los corrientes, con forma humana.
—¡No! —Harriman hizo un vigoroso gesto de negación—. Ésos son cosa del pasado. Ya han cumplido su misión. Nos han enseñado lo bastante sobre los cerebros positrónicos para permitirnos introducir un número suficiente de circuitos en un cerebro diminuto y así poder fabricar un robot-pájaro. Ahora podemos dedicarnos a estas cosas y prosperar perfectamente.
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pondrá los conocimientos y preparación técnica necesarios y trabajaremos en completa colaboración con el Departamento de Conservación Planetaria. Prosperaremos. Ustedes prosperarán. La humanidad prosperará.
Eisenmuth se había quedado callado, pensativo. Cuando hubo terminado...
Eisenmuth se quedó allí sentado a solas.
Descubrió que empezaba a tener fe y sintió una creciente excitación que bullía en su interior. Aunque Norteamericana de Robots fuesen las manos, el Gobierno sería el cerebro dirigente. Él en persona sería el cerebro dirigente.
Si continuaba cinco años más en su cargo, cosa muy posible, ya podría presenciar el momento en que comenzaría a aceptarse el apoyo robótico a la ecología; diez años más, y su propio nombre quedaría indisolublemente vinculado al mismo.
¿Era una desgracia desear ser recordado por una grande y meritoria revolución en la condición humana y planetaria?
Robertson no había estado propiamente en los terrenos de
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desde el día de la demostración. Ello se debía, en parte, a sus reuniones más o menos globales en la mansión del Ejecutivo planetario. Por suerte le había acompañado Harriman, pues de haberse visto abandonado a sus propios recursos, la mayor parte del tiempo no habría sabido qué decir.
El motivo restante por el que no aparecía en
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era que no quería ir por allí. Ahora estaba en su propia casa, con Harriman.
Harriman le inspiraba un respeto irracional. Los conocimientos de Harriman en materia de robótica jamás habían estado en entredicho, pero había salvado, de un plumazo, a
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de una extinción segura, y, por alguna razón -eso le parecía intuir a Robertson-, el hombre no parecía el mismo. Y sin embargo...
—No será usted supersticioso, ¿verdad, Harriman? —dijo Robertson.
—¿En qué sentido, señor Robertson?
—No creerá que una persona ya fallecida deja una especie de halo detrás de ella, ¿verdad?
Harriman se pasó la lengua por los labios. Por alguna razón le parecía innecesario preguntar.
—¿Se refiere a Susan Calvin, señor?
—Sí, naturalmente —dijo Robertson indeciso—. Ahora nos dedicamos a fabricar gusanos, pájaros e insectos. ¿Qué diría ella? Me siento deshonrado.
Harriman hizo un visible esfuerzo por no echarse a reír.
—Un robot es un robot, señor. Gusano u hombre, hará lo que le ordenen y trabajará para el ser humano y esto es lo que importa.
—No... —dijo Robertson irritado—. No es así. No consigo creerlo.
—Es así, señor Robertson —dijo Harriman muy en serio—. Usted y yo vamos a crear un mundo que por fin comenzará a aceptar como algo lógico algún tipo de robots positrónicos. El hombre de la calle tal vez tema a un robot con apariencia de hombre y que parece lo suficientemente inteligente como para poder sustituirle, pero no temerá nada de un robot con apariencia de pájaro que se limita a comer bichos para su beneficio. Y más adelante, una vez haya dejado de temer a algunos robots, llegará un momento en que dejará de temer a todos los robots. Estará tan acostumbrado a un robot-pájaro, a una robot-abeja y a un robot-gusano, que un robot-hombre le parecerá una mera extensión.